sábado, enero 31, 2015

APOTEOSIS DEL ARTE EN VALPARAISO


El artista sufre, debe sufrir:
es parte de su desarrollo estético.
Por ello, su sufrimiento
es distinto del sufrimiento de otros:

es más oscuro, lo aparta
de la sociedad en que vive.
Por eso se le otorgan espacios
especiales, porque

no hay espacios, no hay
jamás suficientes fondos.
No hay espacios.

Nadie se preocupa. No hay
respeto. Yo he ido a lecturas en que hay
sólo dos personas en el público.

Yo he ido a lecturas sin público.
No hay público. No hay cultura.
No hay educación. El país, la raza,

la municipalidad, la burocracia,
el señor de la oficina de partes,
en algún lugar está lo malo;

si sólo, si tan sólo, alguien con real
sensibilidad y cultura. Yo mismo
podría decidir las cosas mejor.

O al menos asesorar. Por ejemplo,
dedicar una cárcel a centro cultural,
pero con los internos todavía ahí.

Entonces convertimos al perkins lavando
los calzones en objeto estético,
y los gendarmes se capacitan

en el Teatro de la Crueldad.
Sacaríamos provecho de cada gota
de sangre, pero viéndola,

palpándola, usándola en per-
for-man-ces. No como allá.
No han puesto ni un café para ver

el polvorín, para sentir las ánimas
de generaciones de apaleos, asfixiados,
fusilados por equivocación, y los otros,

los violados y humillados por los mismos
internos. Deberían poner un barcito
con huesitos de preso y de vez en cuando

honrar a los ahorcados en las celdas
con un bungee cerro abajo. Seguro
que los hermanos Mellado me roban las ideas,

y arman algún colectivo con sus nínfulos
y putitas para sacarle plata al Estado.
Y estas son propuestas nobles y revolucionarias.

No les vayan con el cuento.
Sí, señores. Yo podría ser un salvador.
El artista debe salvar al resto.

El artista tiene que salvar
a Valparaíso. Sólo el artista
entiende en el fondo del corazón

el sufrimiento profundo de este puerto.
Sólo el artista entiende el bombardeo
español, el terremoto, las pilas de muertos

en la calle sin sepultar en 1905 por la viruela.
Sólo el artista es digno de encargarse
de sí mismo, denle oficinas y la caja

chica y la caja grande. El artista sufre,
ayúdenlo, el artista sufre. Gime
y muestra su miseria, denle

el micrófono para que nos ilumine,
para que su parkinson, su cáncer,
nos enseñe a nosotros y a los diputados

y a los senadores, cuánto merecemos
los que nos dedicamos a esto
en cuerpo y alma. Este puerto

nos necesita. Artistas al poder.
Elevemos nuestros sufridos corazones
para al fin tener el público

que merecen nuestras obras.
Para eso los capacitamos, les damos
gratis talleres para que después

nos elijan como la voz de nuestras
épocas. Elevaremos nuestro sufrir
hasta que el puerto sea sólo poesía,

pintura, música, escultura, grabado,
despliegue estético purísimo.
Será un mundo nuevo nuestro lindo

puerto. Eterno, bello, inmortal.
Sacaremos a los mecánicos de acá a la vuelta:
sonríen mucho y echan su talla

en voz muy alta. Los viejos del Hogar de Cristo
y del Ejército de Salvación se expondrán
de forma más privada a una piedad

artística completa y dirigida. La panadera
ya no dirá buenos días, no fiarán
en el almacén, tendremos eso especial,

eso que deseamos, algo como París,
Berlín, Venecia. Cada ciudadano un curador,
y todos hablando idiomas, y el artista

en su torre de marfil reconstruida.

Pero no: soñamos. No soñemos.
El artista sufre. No hay público. No hay

cultura. Nunca hay suficientes fondos.
No hay espacios. El artista sufre.
La ciudad entera no llega a su altura.

La ciudad es ignorante y no lo entiende,
y no lo arropa, y no le da de comer,
ni de beber, ni le entrega mujeres

ni drogas, y los taxis son carísimos.
Y eso no es lo peor. Pasa que
la ciudad continúa, permanece,

parece eterna, incluso. Y el artista
se muere.
La ciudad permanece.
El artista se muere.

La ciudad permanece.
El artista se muere.

La ciudad permanece.
El artista se muere.

El artista se muere.

El artista se muere.

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