El artista sufre, debe sufrir:
es parte de su desarrollo estético.
Por ello, su sufrimiento
es distinto del sufrimiento de otros:
es más oscuro, lo aparta
de la sociedad en que vive.
Por eso se le otorgan espacios
especiales, porque
no hay espacios, no hay
jamás suficientes fondos.
No hay espacios.
Nadie se preocupa. No hay
respeto. Yo he ido a lecturas en que
hay
sólo dos personas en el público.
Yo he ido a lecturas sin público.
No hay público. No hay cultura.
No hay educación. El país, la raza,
la municipalidad, la burocracia,
el señor de la oficina de partes,
en algún lugar está lo malo;
si sólo, si tan sólo, alguien con
real
sensibilidad y cultura. Yo mismo
podría decidir las cosas mejor.
O al menos asesorar. Por ejemplo,
dedicar una cárcel a centro cultural,
pero con los internos todavía ahí.
Entonces convertimos al perkins lavando
los calzones en objeto estético,
y los gendarmes se capacitan
en el Teatro de la Crueldad.
Sacaríamos provecho de cada gota
de sangre, pero viéndola,
palpándola, usándola en per-
for-man-ces. No como allá.
No han puesto ni un café para ver
el polvorín, para sentir las ánimas
de generaciones de apaleos, asfixiados,
fusilados por equivocación, y
los otros,
los violados y humillados por los
mismos
internos. Deberían poner un barcito
con huesitos de preso y de vez en
cuando
honrar a los ahorcados en las celdas
con un bungee cerro abajo. Seguro
que los hermanos Mellado me roban las
ideas,
y arman algún colectivo con sus
nínfulos
y putitas para sacarle plata al Estado.
Y estas son propuestas nobles y
revolucionarias.
No les vayan con el cuento.
Sí, señores. Yo podría ser un
salvador.
El artista debe salvar al resto.
El artista tiene que salvar
a Valparaíso. Sólo el artista
entiende en el fondo del corazón
el sufrimiento profundo de este puerto.
Sólo el artista entiende el bombardeo
español, el terremoto, las pilas de
muertos
en la calle sin sepultar en 1905 por la
viruela.
Sólo el artista es digno de encargarse
de sí mismo, denle oficinas y la caja
chica y la caja grande. El artista
sufre,
ayúdenlo, el artista sufre. Gime
y muestra su miseria, denle
el micrófono para que nos ilumine,
para que su parkinson, su cáncer,
nos enseñe a nosotros y a los
diputados
y a los senadores, cuánto merecemos
los que nos dedicamos a esto
en cuerpo y alma. Este puerto
nos necesita. Artistas al poder.
Elevemos nuestros sufridos corazones
para al fin tener el público
que merecen nuestras obras.
Para eso los capacitamos, les damos
gratis talleres para que después
nos elijan como la voz de nuestras
épocas. Elevaremos nuestro sufrir
hasta que el puerto sea sólo poesía,
pintura, música, escultura, grabado,
despliegue estético purísimo.
Será un mundo nuevo nuestro lindo
puerto. Eterno, bello, inmortal.
Sacaremos a los mecánicos de acá a la
vuelta:
sonríen mucho y echan su talla
en voz muy alta. Los viejos del Hogar
de Cristo
y del Ejército de Salvación se
expondrán
de forma más privada a una piedad
artística completa y dirigida. La
panadera
ya no dirá buenos días, no fiarán
en el almacén, tendremos eso especial,
eso que deseamos, algo como París,
Berlín, Venecia. Cada ciudadano un
curador,
y todos hablando idiomas, y el artista
en su torre de marfil reconstruida.
Pero no: soñamos. No soñemos.
El artista sufre. No hay público. No
hay
cultura. Nunca hay suficientes fondos.
No hay espacios. El artista sufre.
La ciudad entera no llega a su altura.
La ciudad es ignorante y no lo
entiende,
y no lo arropa, y no le da de comer,
ni de beber, ni le entrega mujeres
ni drogas, y los taxis son carísimos.
Y eso no es lo peor. Pasa que
la ciudad continúa, permanece,
parece eterna, incluso. Y el artista
se muere.
La ciudad permanece.
El artista se muere.
La ciudad permanece.
El artista se muere.
La ciudad permanece.
El artista se muere.
El artista se muere.
El artista se muere.
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