La
depreciación de la experiencia como indicador de la crisis de la narración se
deja sentir desde inicios del siglo XX, y la abdicación del narrador ante las
artes profesionales del periodista o el cronista -o las académicas del
ensayista solapado- es un tema de análisis que bien puede hacerse desde
aspectos meramente formales. Sin embargo, bueno sea que nuestra afición por el
estudio de objetos fijos no nos haga olvidar razones de fondo, que en nuestra
época pesan fuerte: el sujeto que observa su vida circundante como digna de
registro y recuerdo está, en general, obligado éticamente a hacerlo: en otras
palabras, el mismo impulso narrador tiene su raíz en una escena de confrontación,
por más que novísimos narradores crean que se trata de una mesa de café ubicada
en la terraza precisa para mirar a la calle.
Por ejemplo,
en Rodrigo Hidalgo (Santiago, 1976), con su opera prima Desafinan con
el frío (novela; Santiago: La Calabaza del Diablo, 2013), es difícil no ver
una confrontación con un marco histórico cuya supuesta cualidad de transición
política se tradujo en un adelgazamiento anómalo de lo que podríamos llamar espesor
vivencial; una época puesta entre la crispada experiencia dictatorial y el
desolado (insensible e insensato) presente, un camino intermedio que palidece y
no quiere ser contado, si no es desde la estricta perspectiva del periodista de
segmentos marginales o el reelaborador experto de productos literarios
comprobados en el mercado o la academia norteamericanos. La “literatura de la
transición” es, desde esta perspectiva, la comprobación segura de ese mínimo
espesor; confirmaba la entrada desenfrenada a la globalización por parte de
nuestra economía neoliberal mostrando la nulidad perfecta de nuestra
experiencia particular. Una buena pista de aterrizaje no debe tener obstáculos,
y quien se meta en la losa no va a tener una muy buena pasada, como supo bien
advertir “la nueva narrativa chilena” al evangelizar el deber de la derrota
moral desde los medios culturales autorizados por el poder político y
económico.
Por el
contraste con lo anterior, resulta más inquietante la visita fría y
desapasionada que Hidalgo hace a una constelación de personajes que parecen
concentrar su deriva en estos años de la transición dando un retrato acabado de
una época histórica despojada de sentido trascendente. Deriva, dado que sus
proyectos de vida se ven minados por heridas históricas que saben no dejarse
retratar con obviedad esquemática. Lo que se nos arroja en primer plano en las
sucesivas analepsis -el idealismo desatado de Lukas, el despojo extremo y
culposo de Bernardo, la mudanza de ciudad y de vida de Amanda, la vía al
negativo desencanto de Gonzalo- no se expresa jamás como el reflejo espontáneo
de figuras ya conocidas: sus decisiones contribuyen a dar un relieve
existencial que carga de expectativa a los relatos que vamos asumiendo como la
“actualidad” de la narración en la medida en que entendemos las anacronías de
la novela. Ese entendimiento se hace gradualmente y sin esfuerzos mayores:
Hidalgo logra con esto un desarrollo que da aún más contextura a estas vidas
mínimas, que resisten cualquier jerarquía para darnos una imagen de cúmulo, que
sabe precisar mucho mejor la variedad de experiencias que pueden configurar una
época histórica, que si, por ejemplo, hubiera escogido un personaje como figura
ejemplar. Los privilegios que entrega su situación en la novela son más bien
para Bernardo -por ser el más ligado históricamente y, quizá por lo mismo, el
más agónico- y para Margarita, cuya última frase funciona como título y,
por tanto, como una de las claves de lectura de la novela. El frío que desafina
las cuerdas del piano –objeto este también cargado de sentido- resulta hacer un
eco del desamparo simbólico e ideológico sobre la sociedad chilena: es, de
alguna forma, el frío de los gobiernos
que dijera Violeta Parra, esta vez pensado a una escala que va mucho más allá
de la necesidad económica.
La capacidad
de escapar a toda esquematización en sus acciones da al cúmulo de personajes de
Desafinan con el frío un realismo efectivo, si bien algunos muestren a
veces signos de caricatura -en particular Lukas, al relatar el desarrollo de su
espiritualismo, y, por otro lado, Amanda, cuando se extrema el lenguaje obsceno
al describir su entorno y sus diálogos. Afortunadamente, la espesura de la
trama de las acciones hace que estos momentos queden aislados.
Definitivamente
es digna de celebrar una novela como Desafinan con el frío en el
escenario narrativo chileno: sabe entretener efectivamente, sin convertirse en ensayo
ni caer en chistes de crónica dominical. Libros La Calabaza del Diablo confirma,
con esta publicación, su rol central en la necesaria región de resistencia
dentro del campo literario chileno.
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