Bajo el vestuario de una novela
policial, Cristóbal Soto Calistro (Santiago, 1981) nos presenta en
El Caso Las Dalias (Santiago: Libros del Perro Negro, 2012) una
historia intimista de especial densidad y sutileza. Y valga este
vestuario, ya que en toda escritura creativa de aliento -y
particularmente en nuestro experimento cultural de mestizajes que es
nuestra Latinoamérica-, la adscripción a un género es un gesto,
más que ser la definición falsamente esencial que instala al autor
en tal o cual sector de los escaparates o las vitrinas. Pero ¿qué
se puede definir realmente
con ese gesto, para que no quede como una vanidad
-en su sentido pleno de ostentación vacía?
Según Chesterton,
las historias de detectives extraían su valor esencial, entre otras
cosas, a través de una renovación del género épico, tomando como
imagen paradigmática la voluntad libre del héroe a través de un
paisaje urbano en que lo misterioso, lo poético volvía a ser
posible. Sin embargo, en El Caso Las Dalias se trata de una
búsqueda interior, en que el narrador está lejos de buscar la
verdad en un mundo exterior que nada tiene de ancho -y menos de
misterioso. El narrador es un gásfiter, quien vive y trabaja en un
mismo barrio de una ciudad cualquiera; y, por otro lado, aparte de
lugares marcados por una función social ritual -los tribunales, el
cementerio y, probablemente, el prostíbulo- la novela transcurrirá
tan sólo en los estrechos límites cotidianos del barrio Las Dalias,
en que cualquier extrañeza es tan sólo una extrañeza íntima. Y es
ésta, precisamente, la niebla que el lector debería disipar a
través del libro: el lugar de esta sombra no es la corrupción
malsana de nuestras sociedades o la atmósfera perversa que es la
huella del criminal perturbado, sino la del secreto íntimo que
constituye la personalidad de aquel hombre común, tan
fácilmente segmentable y administrable para nuestra sociedad de
eficacia normalizadora y espectacular. La anécdota que nos abre
hacia la posible relación de Camilo Quiroga -el narrador- con la
muerte que abre el desarrollo de la novela (su paternidad no
reconocida tras la aventura con una vecina casada), no es poco común,
si bien la máquina del espectáculo cultural quisiera que
constituyeran excepciones de genialidad o perversidad, en pos de una
normalidad deseable.
Es en torno a este
último punto que la prosa de Soto destaca en un objetivo esencial:
la moderación expresiva es capaz de dar la medida de un entorno
reconocible y cotidiano para un lector medio; por un lado se evita
con éxito cualquier intención de cargar las tintas hacia un
malditismo -y de hecho, no existe rastro de la vacía
ostentación de marginalidad de cierta área de nuestra narrativa
contemporánea-, y por otro, no se da la tentación de pausas
digresivas que pudiesen apuntar a algún tipo de moral
-Quezada centra su monólogo interior en emociones directas y
reflexiones inmediatas. Con ello, la narrativa de Soto no se
convierte en un puro gesto efectista ni en nodriza de un dispositivo
reflexivo; con la superación de estos dos escollos basta para que
destaque en el ya extenso escenario narrativo de nuestras editoriales
independientes.
Con una correcta
narrativa y retratos precisos, Soto sabe plantear con éxito una
apuesta argumental que sabe llevar bien la densidad que implica
administrar lo secreto en una obra narrativa -de hecho, la revelación
del secreto coincidirá y no constituirá la resolución del
misterio, lo cual hace saltar una posible lectura cerrada del libro.
Afortunadamente para el autor, al acabar las 71 páginas del libro,
se hace obvio el principal defecto de éste: su brevedad, que deja al
lector esperando por una colección de relatos de tan limpia y
precisa factura.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario