martes, junio 25, 2013

Sobre EL CASO LAS DALIAS, de Cristóbal Soto Calistro

Bajo el vestuario de una novela policial, Cristóbal Soto Calistro (Santiago, 1981) nos presenta en El Caso Las Dalias (Santiago: Libros del Perro Negro, 2012) una historia intimista de especial densidad y sutileza. Y valga este vestuario, ya que en toda escritura creativa de aliento -y particularmente en nuestro experimento cultural de mestizajes que es nuestra Latinoamérica-, la adscripción a un género es un gesto, más que ser la definición falsamente esencial que instala al autor en tal o cual sector de los escaparates o las vitrinas. Pero ¿qué se puede definir realmente con ese gesto, para que no quede como una vanidad -en su sentido pleno de ostentación vacía?
Según Chesterton, las historias de detectives extraían su valor esencial, entre otras cosas, a través de una renovación del género épico, tomando como imagen paradigmática la voluntad libre del héroe a través de un paisaje urbano en que lo misterioso, lo poético volvía a ser posible. Sin embargo, en El Caso Las Dalias se trata de una búsqueda interior, en que el narrador está lejos de buscar la verdad en un mundo exterior que nada tiene de ancho -y menos de misterioso. El narrador es un gásfiter, quien vive y trabaja en un mismo barrio de una ciudad cualquiera; y, por otro lado, aparte de lugares marcados por una función social ritual -los tribunales, el cementerio y, probablemente, el prostíbulo- la novela transcurrirá tan sólo en los estrechos límites cotidianos del barrio Las Dalias, en que cualquier extrañeza es tan sólo una extrañeza íntima. Y es ésta, precisamente, la niebla que el lector debería disipar a través del libro: el lugar de esta sombra no es la corrupción malsana de nuestras sociedades o la atmósfera perversa que es la huella del criminal perturbado, sino la del secreto íntimo que constituye la personalidad de aquel hombre común, tan fácilmente segmentable y administrable para nuestra sociedad de eficacia normalizadora y espectacular. La anécdota que nos abre hacia la posible relación de Camilo Quiroga -el narrador- con la muerte que abre el desarrollo de la novela (su paternidad no reconocida tras la aventura con una vecina casada), no es poco común, si bien la máquina del espectáculo cultural quisiera que constituyeran excepciones de genialidad o perversidad, en pos de una normalidad deseable.
Es en torno a este último punto que la prosa de Soto destaca en un objetivo esencial: la moderación expresiva es capaz de dar la medida de un entorno reconocible y cotidiano para un lector medio; por un lado se evita con éxito cualquier intención de cargar las tintas hacia un malditismo -y de hecho, no existe rastro de la vacía ostentación de marginalidad de cierta área de nuestra narrativa contemporánea-, y por otro, no se da la tentación de pausas digresivas que pudiesen apuntar a algún tipo de moral -Quezada centra su monólogo interior en emociones directas y reflexiones inmediatas. Con ello, la narrativa de Soto no se convierte en un puro gesto efectista ni en nodriza de un dispositivo reflexivo; con la superación de estos dos escollos basta para que destaque en el ya extenso escenario narrativo de nuestras editoriales independientes.

Con una correcta narrativa y retratos precisos, Soto sabe plantear con éxito una apuesta argumental que sabe llevar bien la densidad que implica administrar lo secreto en una obra narrativa -de hecho, la revelación del secreto coincidirá y no constituirá la resolución del misterio, lo cual hace saltar una posible lectura cerrada del libro. Afortunadamente para el autor, al acabar las 71 páginas del libro, se hace obvio el principal defecto de éste: su brevedad, que deja al lector esperando por una colección de relatos de tan limpia y precisa factura.    

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