La impropiedad
del poeta que produce crítica de otras disciplinas artísticas,
opiniones políticas e, incluso, reflexiones de pura y dura coyuntura
mediática, es una seña permanente de su función, no sólo dentro
del medio literario chileno contemporáneo, sino, se podría decir,
de la poesía moderna entera, al menos desde el momento en que por su
labor propia difícilmente pudiera acreditar más validez o
importancia que el más minúsculo periodista de folletín. En este
sentido, ese ambiguo y siempre (¿mal-? ¿bien-?) intencionado
espacio que es la “sección cultural” de los medios de
comunicación de masas, resulta un compañero insoslayable para el
artista, más aun para aquel que está forzado a las palabras para
conseguir la validación y/o el puchero.
Germán Carrasco (Santiago, 1971)
es, desde ya, uno de los poetas clave para un mínimo entendimiento
cabal de la literatura de los últimos 20 años en nuestro país. En
A mano alzada (Santiago:
Ed. Cuarto Propio, 2013), vemos que Carrasco no sólo ha cumplido con
amplitud y elegancia el viejo arte de la crónica, sino que lo hace
sumando a éste un agudo sentido de crítica cultural y una gama de
referencias que le demuestra como un digno hijo de su época: alguien
para quien la cultura de élite y la cultura de masas (desde sus
aspectos más abiertos hasta los más marginales) forman un paisaje,
que por más complejo y fracturado que se presente, no está vedado
ni a la sensibilidad ni a la inteligencia. No deja de ser
significativo, con respecto a esto último, la permanente y radical
situación de quien
escribe: es uno de los procedimientos patentes el tomar en cuenta la
experiencia personal, la absoluta vividez
de quien desea evitar por todos los medios no ser una entelequia
abstracta pendiente sobre la pantalla del mundo, sino una persona que
pasea o habita en múltiples ciudades y paisajes, asentando con ello
su perspectiva única, la absoluta conciencia de que el ojo
observante se mantiene distinto a cualquier tipo de mirada englobante
y objetiva: un Fuera de cuadro
ético y estético.
Un libro con la corrección
escritural como éste (en un país en que se acostumbra más bien un
remedo pobre de la más humilde redacción periodística, incluso
dentro de nuestros “profesionales de la literatura) y con tal
amplitud de temas (que puede pasar desde la crónica netamente
vivencial al inicio de la colección hasta los eruditos prólogos de
volumenes de traducción del mismo autor), plantea de inmediato un
problema que remite a la misma impropiedad
a que aludía al inicio de este comentario: ¿qué público existe
para este tipo de producción -más allá de aquel que conformamos
los mismos productores? En el contenido mismo de estas crónicas
coexisten permanentemente los guiños a una audiencia amplia, junto a
datos muy específicos para el conocedor literario especializado, y
hasta el comidillo interno del campo poético contemporáneo del
país, vía alusiones bastante malintencionadas; más allá del
interés para aquel que posee las claves culturales de tan vasto
horizonte, es comprensible que el efecto producido en un público más
amplio sea el de una sociedad de creadores en plena tensión al cual
no se podría desear pertenecer, y más, al que tampoco está
particularmente invitado. Este riesgo de A mano alzada,
de acabar sacando su validez tan sólo desde su autoría, no es
privativo de este libro; pero muy probablemente habría que reconocer
un ominoso signo de la época: el dibujo del creador literario como
un personaje que tiene
permiso para escribir cosas incomprensibles.
En cuanto a la edición, tras una
lectura completa da una inevitable sensación de descuido. La falta
de las fechas de publicación es tan sólo uno de estos índices; más
significativo es que al menos una cita extensa -la de Pasolini en
Carabineros de Chile-
no tiene indicación alguna.
(aparecido en periódico El Desconcierto, número 13)
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