Se hace harto difícil entender el despojo profundo sobre el ser
humano que la filosofía ha sabido ver en las revoluciones sucesivas de la
ciencia y la tecnología –por lo general hay que acudir a los ya consabidos
trozos subrayados de las obras del último Heidegger, sin acabar siquiera de apreciar
los juegos de palabras que sostienen a veces la argumentación. Más simple, en
este sentido, sería meterse con lento pie en la historia de la percepción; por
ejemplo, ver cómo un color, desde el simple hecho de su existencia para
nosotros –el pasto es verde-, termina
siendo una lectura determinada biológicamente de cierta relación de energías
electromagnéticas; y seguir más lejos. Por supuesto, la materia que es de un color x, puede y deberá
seguirlo siendo para nuestro lenguaje; sin embargo, por ejemplo, aunque el cian provenga de la cianina –que, por lo demás, es también un constructo artificial
como es todo producto químico-, ha terminado siendo ahora una cierta proporción
de datos que se hace visible en una nueva traducción de lo abstracto a la
percepción concreta en nuestra nueva ciencia informática. Todo, al final,
empezó y terminó siendo un asunto de traducción, de lenguaje, y sin embargo,
por más que sepamos que nuestra visión de la realidad desde ese lenguaje es
siempre una falacia, el pasto es verde.
Y por más que queramos negarlo, el pasto
es verde.
El producirnos estas molestias recién internado en el ámbito de la
publicación es, sin duda, una virtud de Fernando Ortega (Viña del Mar, 1983), si bien soy testigo
desde hace tiempo de la preparación de Cian (Santiago: autoed., 2012),
desde las reuniones de Santa Rosa en que, de por sí, se trabajaba desde el
texto mismo con cierta crueldad: la concentración sobre el lenguaje provocaba
esa sensación delirante de estar en ninguna parte –aunque también algo tenía
que ver la química del alcohol, pero en esto apelo a la autoridad de Hegel, que
precisamente vinculaba la dialéctica con la dipsomanía.
Al poner los ojos en la (aparente) sencillez expresiva de los
textos de Cian, puedo encontrarme con
algo que el lector se encontrará también: Ortega tiene la capacidad de inquietar
con toques de precisión quirúrgica que apenas revelan el trabajo de síntesis
que llevó producir aquéllos. Si el texto se abre con Tao, no es una coincidencia: acá hay un arte poética. Más allá de
la clave con respecto a la influencia oriental sobre la concreción en el
lenguaje, veo un programa: el camino para expresar lo no visible, lo inefable,
sólo puede pasar por un rol central de la imagen visual, ya no con la obviedad
de una parábola, sino precisamente desde la raíz misma de la contemplación, la
certeza de que eso que está al frente no
es. La nieve y el blanco están
lejos, y serían de alguna forma imposibles si es que no leyésemos acá esos
nombres, si es que no apareciera como conclusión la interpelación de un chino
ficticio, si es que no nos pudiéramos imaginar el color tal como todos
imaginamos un color por crianza: inscrito en un cuadrado. Si es ésta la imagen
visual última que tenemos sobre los colores (una imagen geométrica que no sólo es
abstracta, sino dibujada, creada), entonces
ya no se trata de la mística este esconderse de la verdad, sino de la pura melancolía
metafísica, en que la salvación kantiana de lo
sublime ya no cabe. Esto es, ni más ni menos que labor de poeta, un ocio
bien invertido que sólo puede hacer preguntas sin esperanza de respuesta.
Vale decir, preguntas que tienen que ver con eso al frente y que deben quedar en eso. Los objetos de los poemas
de Mudanza, los platos, la taza,
revelan cierta carga de riesgo en su total enajenación; y en esto es inevitable
recordar a Millán. También para Millán el lenguaje es limitado, y resultaría
por ello un pajeo dedicarse a hacer poemas: la realidad es siempre ajena y como
el “Dios” de ciertas pancartas, más grandes que los problemas de uno. Por ello
el tono del humor en Ortega no es precisamente la levedad de quien simplemente
desea la absoluta y contemplativa irresponsabilidad frente al mundo (pienso en
Bertoni al decir esto), sino el reflejo de la propia impotencia frente a una
labor poética que se vacía al minuto de pensar en la relación de un poeta con
la realidad. Como entes pensantes podemos hasta confiar en comprender la trama
de lo real (la baraja entera del Tarot), pero el poeta se reconoce arcano menor, pura circunstancia bajo el
viento de un espeso aire en que todo es cantidad y cálculo abstracto. Más real
y cierta es la definición de Cian,
casi en el centro del libro, C: 100 / M: 0 / Y: 0 / K: 0 (y aun así, se podría
decir R: 0, G: 165, B: 230); al fin, todo es sólo operación de lenguaje, una
traducción para que se entienda a través de números aquello que no puede ser
entendido. Y esa otra realidad posible, detrás de lo palpable, termina dando lo mismo / porque se pierde, lo que
termina manteniendo cuerdo al autor y a sus lectores. Al
menos, la vaga existencia de golpes entre
piedras y chispas al aire puede,
sí, ser material poético. En otras palabras, todo lo que se presenta al frente se da a un puro tráfico
espectral en que las abstracciones juegan entre sí para cierto sospechoso
placer para el autor y el lector: el caballo durmiendo, los pollos marinados y
el “topo” de traje han vendido su ser a la nada para que nosotros los podamos
leer –ya ni siquiera verlos, ya ni
siquiera aprovechar una utilidad que
han perdido a este lado del papel.
Es
decir, sólo podemos ver como tragedia la entrega al juego literario de esos
entes más allá del papel, víctimas del despojo profundo de su posible
naturalidad. La densa construcción de los últimos dos textos del libro –paréntesis de peces y cuerpo y trecho de la certidumbre al (sus)trato de la
taza- me parecen señales de este posible pathos en torno a lo no-humano, coronación de la imposibilidad de
pensar o describir la realidad desde nuestro lenguaje. Parafraseando al mismo
Ortega, es el ejemplo mayor del pragmatismo
asolador con que terminan tiñéndose todas las cosas en cierto grado de la
investigación poética.
Cian puede ser algo más o algo menos que las notas
que me ha provocado escribir para esta presentación; de hecho, me gustaría
considerarlo como un conjunto de anticipo para un libro mayor. Sin embargo,
desde ya su capacidad de poner en problemas al lector es una virtud escasa en
tiempos tan cómodos: las búsquedas poéticas mayores están reservadas para
pocos, y Fernando Ortega es uno de éstos.
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