jueves, julio 28, 2016

Postfacio del libro DIARIO DE ABRIL (Emergencia Narrativa: Valparaíso, 2016), de Álvaro Báez

Parece que es tiempo de muertos -bueno, siempre es tiempo de muertos-, pero hay tiempos con más muertos y tiempos más muertos que otros. No es por hablar mal de los muertos, pero no se debe pasar tan bien, donde sea que conduzca esa puerta. Y hay cada muerto, que llega a dar susto. Tampoco falta el idiota que declara la muerte de la poesía misma, y eso quizás por la amplia perspectiva hacia el propio ombligo. No es fe lo que hace falta, es ojos: la poesía está más viva que nunca y nos va a terminar seguramente enterrando a todos. Buena junta se hará por esos lados, pero y mientras… ¿qué hacer?
Probablemente nos demos cuenta después, de que echar unas líneas de tinta al papel no era tan mala idea. Báez viene haciéndolo hace rato: Placebo (Valparaíso: Trombo Azul, 1990), El Envase de mi Ser (Valparaíso: Serie “El Vaciadero” Poesía, 1996) y Pájaros y Plumas (Valparaíso: La Cáfila, 2002), bien lo demuestran, y el raro conocedor de la microhistoria literaria de la provincia sabe que estas publicaciones recorren hitos de la orillera trayectoria de la edición en esta orilla. Ya pasados buenos catorce años, Báez pasa de vuelta ahora a ser algo más que una referencia bibliográfica para entendidos con este libro, si bien nunca dejó de estar activo y atisbando desde la distancia playanchina. Es de los que trabaja fuerte.
Esto porque es de los pocos poetas que efectivamente asumen sus debidas 24 horas. Desde que lo conozco -unos años antes de que nos cayera a todos la gracia patrimonial como los intangibles artistas que somos en medio de tanta belleza turística-, me resulta difícil determinar qué es lo que no es trabajo poético en Báez. Bien se sabe que existe una forma particular de perder el tiempo -y perderse en el tiempo- que es la música, que es la otra -pero ¿es otra?- inquietud que le ha consumido unos cuantos años (no olvidar la Troika, Eslabón Perdido, Madre Foka… más hitos orilleros), pero si hablamos de consumo, habría que decir que todo nos consume los años, lo que se escucha, lo que se ve, lo que se transita, lo que se sueña (y este sí que sueña). El tema es económico: ¿invertimos?
No invertir sería una locura o una subversión atrevida, y es que así funciona un sistema como se debe. Pero el entregar la vida a algo supone a veces que no te la van a devolver, y entonces ¿cómo responderle a finanzas tan delicadas como las del idioma? Cada día se hace más inútil poner el tiempo y la vida en este horrible mercado, y bien se debe hacer esto: sacar de quicio al que arrienda los puestos. El deber de la ironía textual de Báez significa entonces estar alerta: ironía para que no te llegue la boleta y no se produzca tan rápida y ágilmente la historia de siempre, el tener que recurrir a la informalidad de la esquina, tan agradable al sol y mejor con algo para matar el tiempo, pero en que nada queda fijo y todo se lo lleva el viento de la tarde allá arriba. Nuestros lucidos buscadores de Internet bien pueden saber cada paso del street art del último lugar del Asia, pero sobre Valparaíso la historia sabe bien cumplir la fea ley de una vida real que jamás llega a hacerse aire en la pantalla: más bien, acá todo desaparece de la memoria después de un tiempo, como debe ser. El acto de traer a la memoria es ya gesto mágico. Y por lo demás, no le interesa a nadie, y eso está bien -así nadie capitaliza, ¿verdad?
Diario de Abril cumple bien su rol como poesía, precisamente en la medida en que se hace imposible saber cuál es este rol. Este cantor reflexiona al tiempo en que vive, y bien se sabe que el cantar, pensar y vivir al mismo tiempo es algo que ningún teórico ha sabido jamás definir. En el honroso Diamat -a su pesar, uno de los senos nutríficos de Báez junto al otro, el eléctrico-, bien podrán defender el rol de reflejo de las condiciones reales… Pero este sujeto vive imaginándose cosas y poniendo todo de cabeza, como el viejo Arcipreste; o sencillamente da la espalda para ponerse a ver películas. Acá no se explica nada, y bien probablemente a nadie le va a ser ni mejor ni peor echarle un ojo al libro.
Pero es precisamente esta suprema gratuidad, esta absoluta ligereza la que le da al Diario el tono justo. Lo que el lector encuentra es tan solo una esquina entre la calle de una historia cruel y ciega y el pasaje del vivir, que emboca a una escalera y cae a pique, hasta pie de cerro. Por eso, mientras usted lee, la historia no termina, y aparte, nadie se va a caer cerro abajo. Tranquilo lector. Salud. En Playa Ancha hay alguien trabajando para usted.

Por Carlos Henrickson

martes, julio 26, 2016

NOR SUD. NARRATIVAS CONTEMPORÁNEAS DEL NORTE DE CHILE Y SUR DEL PERÚ: una espléndida toma de terreno.

Nos gusta -y digo nos, porque sé que muchos son los que comprenden este placer desviado- alejarnos de los centros de la gran distribución editorial, los escenarios de entronización de nuestras republiquetas literarias. Republiquetas, sí, porque no son nuestras repúblicas: los medios culturales de nuestros países se han acostumbrado, en su pasión burocrática, a mimar los procedimientos y malas conductas de nuestras administraciones políticas, en donde se supone que las obras tienen que desplazarse hacia un centro convenido para adquirir reconocimiento, puro valor simbólico que no siempre -ya que no tiene por qué- coincide con el valor intrínseco del trabajo literario: su capacidad de conformación original, el manejo desarrollado de técnicas complejas, la formulación de un mundo literario capaz de pararse enfrente hasta desafiar al mundo de arena, piedra, carne y cemento. Hacer labor literaria fuera de los grandes centros magnéticos del campo cultural, es trabajo de honestidad y de una resistencia íntima, más que social, política o artística.
El plantar imanes fuera de las capitales es, entonces, necesario, para que esa resistencia íntima se haga productiva y no un llanto de niño abandonado. Esto es, creo, una de las fortalezas que informan Nor Sud. Narrativas contemporáneas del norte de Chile y sur del Perú (Arica: Cinosargo, 2016): el llevar hacia esta área de frontera la selección, inevitablemente nos fuerza a una forma de lectura distinta, a buscar en estos relatos la señal de una otra pertenencia. Ya que el límite es el que nos dicta este pensamiento de orillas. Si bien la literatura de provincias apartadas (y pienso ahora en el caso de Chile, esperando que lo que digo aplique más allá de la frontera) fue históricamente marcada por una definición de las características propias -gesto obviamente dirigido a ser reconocida desde el centro del campo cultural por alguna particularidad irreductible-, el pensar desde el mismo ser de frontera es la nueva señal de reacción que me parece ver reiteradamente en lo que nos viene entregando este polo literario de nuestro “Norte Grande”. Este gesto ya no se dirige hacia la capital, sino que destaca la difícil construcción de sí misma de esta literatura; es capaz de tantas particularidades distintas que deja de ser particular, pudiendo aspirar a comunicar su fronteridad a cualquier otra frontera de todo el ancho mundo. Las categorías fijas -armadas y hechas para ser administrables y domesticadas fuera del terreno en que las cosas ocurren, en los espacios de la inmovilidad y el silencio bibliotecario, en la concentración que requieren los objetos científicos-, estas categorías de precisión y método químico, acaban dejando de aplicarse, y la obra queda en esas huerfanías errantes que se acaban encontrando con otras huerfanías errantes. Y estas cuando se juntan hacen ruido, barullo y hasta escándalo, y hasta procrean de tanta emoción efectiva y vital, natural a toda real actividad literaria.    
¿Es que no pertenecen a esta huerfanía los autores efectivamente malditos de los cuentos de Juan José Podestá (Tocopilla, 1979) y Daniel Rojas Pachas (1983)? Juvenal Ruz, de San Martín 1556, del primero de los mencionados, puede perfectamente bien estar en Santiago -como nos señala apenas el índice del metro-, pero ese no-lugar al que se le debe ir a ver, es indudablemente característico de una larga dinastía de excéntricos que supieron hacer o dejar de hacer todo para no confundirse con esa plebeya clase de los exitosos y bien situados. En la precisa y habilísima torpeza de la voz narrativa, se sabe sugerir bien la noción de arte más cercana a un modo de vida que a la burocratización forzada que está en el corazón del autor que ha ubicado su nicho. Por su parte, Óscar Collazos, en Una forma de escribir es irse epigrafiando, de Rojas Pachas, llega a su summum de in-situación a través de cómo se nos presenta, entregando su ser a la irrealidad en un relato que en su misma forma se plantea la casi-total literaturización del autor. Tal como en el relato de Podestá, la presencia del anhelo amoroso es un polo crítico en la asimilación de estas figuras en el límite, que parecen resistirse a la literatura que los ha consumido parcial o totalmente; las figuras del deseo resuenan como las espaldas enormes de la vida puestas enfrente, la vida que sabe siempre el real peso de lo hecho y lo escrito.
Pero no es menor la falta de lugar de los protagonistas de Volver a Ayacucho y Máncora, lejos del gran mundo del arte. El primero de los relatos, de Orlando Mazeyra (Arequipa, 1980), encubre tras su ausencia de peripecia el desgaste radical de la vida ante un modo de vivir de una intensidad debilitada, en que una suerte de deriva sin norma arrastra las decisiones y los deseos; vemos aquí cómo la bien europea náusea existencial se hace acá un flujo bien distinto de bilis negra, en una expresiva no pertenencia, una lejanía que incluso se da ante la tragedia histórica, y no en vano se deja entrever que el protagonista es un profesional del periodismo, forzado en cierta forma a esa distancia. Por su parte, Máncora, de Jorge Alejandro Vargas Prado (Cusco, 1987), sabe dar en otro estilo y plano la misma falta de necesidad de los actos desde el escape de baja intensidad que es la vida de balneario; en el autoexamen y la diversidad de ajustes que hacen y esperan hacer sus personajes, apreciamos una desazón que no llega a ser trágica, al asumir precisamente la ligereza necesaria para encarar una vida que se ha hecho falta de sentido hasta llegar al riesgo más supremo.
En él último relato ese riesgo supremo -la muerte- se salta con la paradójica ligereza de la aceptación, casi opuesto perfecto de la seca inquietud de la aceptación del narrador de Mazeyra. En este índice me saltan a la vista Asmodeo Ramos y Camino de Calasaya como una resistencia absoluta hacia esa aceptación. En el primero de los relatos, Cristián Geisse (Vicuña, 1977) presenta en una prosa de vértigo una marginalidad grotesca, marcada por la locura y la decadencia, en que la violencia, la corrupción de los cuerpos y la mente, y la muerte al fin, se expresan de cara al lector, dándole el rabioso registro de un mundo que, de tanta humanidad, está a punto de perder hasta las señales de la realidad efectiva bajo el peso del dolor, de lo impensable, lo que paradójicamente intensiona un lirismo que me atrevo a llamar apocalíptico. El segundo, de Luis Pacho (Puno), que parece tan distinto a primera vista, en su prosa de cuidada intensidad emocional, me parece emparentado con el ya mencionado en la resistencia íntima al curso de las cosas, en el desespero trabajado hasta en los períodos de la escritura; el tratamiento del tempo escritural resulta aquí fundamental, y produce en este relato una eficiencia expresiva asombrosa, logrando situarnos integralmente en un ámbito natural y humano que define la distancia insalvable espacialmente con lo que se desea y la nostalgia de un tiempo irreversible.
Quien acceda al libro, como me parece transparentar acá, tendrá una diversidad de estilos interesantísima, en el mejor sentido en que esta se puede dar: la experimentación nace desde el tema mismo, sin pasar a lo gratuito de un juego literario vacío. El cumpleaños de Tía Julia, de Rodrigo Ramos Bañados (Antofagasta, 1973), puede señalar una anécdota lineal y sin lirismos, mas va generando un relato que si bien puede compartir aspectos formales con la crónica, deja ver un registro de experiencia harto más profundo. Cuando Giovanni Barletty (Moquegua, 1988), en Recuerdos imperfectos, describe momentos de infancia, refleja la paradójica precisión física de hechos que ya no pueden ser reflejados bien en la memoria, marcando a trazos fuertes y bruscos toda una esfera de percepción que no deja descansar al lector, al instalarlo en un mundo de sensaciones directas y potentes. Juan Malebrán (Iquique, 1979), en Creolina, ocupa por su parte una deriva alucinada que llega hasta ahogar los períodos narrativos cuando debe retratar una evocación de una marginalidad que, más que social, ha llegado a darse con respecto al corazón de la misma lógica de funcionamiento de la sociedad organizada.
Nor Sud entrega una galería de experiencias y estilos que la hace una de las selecciones de narrativa más interesantes que al menos yo he visto en años. De algún modo sabemos el destino de las selecciones de narrativa -se acaban leyendo rápido, difícilmente el lector promedio destaca a un autor, etc.-, pero ante esto hay que decir que Nor Sud es una ventana a algo más que un registro formal y técnico de narrativas. Es una espléndida toma de terreno, en medio de la madrugada de dos ciudades.