jueves, noviembre 07, 2019

Preguntas estéticas inútiles en un mal poema con vista a la Place Carnot



¿Cómo poner el fuego en el poema?

      El pyros griego es puro / el fuego fue pureza:

los dioses, el dios, más que oír entendían mirando la llama, veían

los ojos abiertos, como la diosa República de la Place Carnot

      -ese hollín en los ojos de frente a la Gestapo y a los traidores

            nutridos de su leche, ah esa IV república ahí quieta, que aun

                  no ha visto a la V ni la VI, compadecida, cenicienta

                  su vista del humo, el fuego aliado, la renovación urbana

                  que partió en 5 su grupo escultórico; habría que hablar de ella,

                  es de ella de quien deberé hablar alguna vez, pero debo decir ahora:-

el fuego fue transporte de la necesidad

y atravesaba el cielo llevando la explotación -la misma-,

     el látigo de los imperios -el mismo-, la sequía -siempre

     la misma-.


Pero cómo poner ahora, ahora el fuego en la historia

                    perdón, en el poema,

después que como en sueños veo allí a Machiavelli que ve

sus libros (¿los ve aun, los verá aun?) ardiendo por las manos de esa turba,

por ese Savonarola, el severo y “justísimo” monje transido en la buena nueva

     de su dios a la altura del imbécil y la vieja de misa diaria

          -sucio el pavimento florentino, todo hecho retazos y ceniza-; o bien

con ese fuego que cuece la col para la sopa en la pensión sucia de Suiza,

          insoportable, hediondo y sin aire, que huele y ve Lenin mientras el zar

          baila que baila más allá de los hielos con su fuego de artificio;

o este fuego de Chile, esa bandera que espectro se hace en medio

                    del humo ese martes tan lejos o bien...


No. No poner este fuego en el poema, y así queda el problema:

cómo sacar el fuego del poema. Cómo pensar la historia

                         perdón, el poema,

sin el fuego en los ojos que va quemando el nervio, hacia atrás hacia

     el seso; cómo sacar de acá este fuego pestilente de parafina, de cuerpos

     arrojados inertes, el fuego cuarentayséis años de humedad en el adobe

     -el moho hecho humo es cómo qué, cómo qué se puede decir qué es,

     amigos, compañeros, ¿son como los bosques del sur cuando se queman,

     huele como cuando se inmolan los seres en medio del frío

          -indiferente, pálido- de los gobiernos? No sé qué imagen ocupar

               en esta parte del verso, díganme-,

este fuego como el de la vela en la mano de los sacramentos,

     -recuerda que te van a interrogar: el primero el 74, el segundo, cuándo,

          acaso el 82, y después la confirmación en la fe, claro con la velita

          en la mano en ese puto y mentiroso año del 86-,

     ¿es como la fe, que se pasa después y jamás vuelve?


¿Poner o sacar el fuego del poema? ¿Cuál es el fuego que poner

     o sacar? Compañeros, ¿hay varios fuegos allá, son distintos o es uno

          y el mismo? Compañeros, díganme, ¿cuántos fuegos hay?

     Hay que hacer este poema, compañeros, ¿a quién se le ha encargado

     ese rito que ahora, al revés, ensucia el alma, no dice nada a nadie,

          NO DEJA VER?

¿Cuál es esa divinidad renacida de la ceniza -ese espectro senil que encarga

     su holocausto, o bien peor: no hay divinidad alguna ya,

y todo esto es una pura invención de la ceniza gris de los basurales?

     -pero este poema no está bien. Se parece a la plegaria impotente

          de un pornógrafo lírico. Mucha palabra grande.


Me confundo y me confunde que aparezcan en esta historia


                    -perdón, en estos versos-

un espectro doble de tan tan malafama: florentino y ruso -Niccolò y Vlad Ilich-

viendo de frente, de frente, las cosas hechas fuego, y ver cómo, cómo casi ya

     se deciden, o bien por el dulce exilio en San Casciano, o bien

     la brutal aceptación de lo cruel de la llama que acabará por quemar el seso,

     arrojada de vuelta a la mano, al gatillo ya pegado a la carne de los dedos,

                    HASTA EL FIN.


Me confunde también ver tanto dios en este texto al ver la otra historia,

                    perdón, la otra página. Ya que

la República de la Place Carnot también es sorda.

Parada se ha quedado ahí pasmada. Creo, de verdad, que no escucha, quién

     va a escuchar nada con todo este gentío, esta Babel.

Puede que ni vea, cegados los ojos por ese hollín que ya no saldrá más.


Ya no sale el fuego del poema / o bien, quiero decir,

               de la historia. Ya no estoy seguro.

Hay que vivir con eso. Limpiarse el hollín de los ojos.

No somos esa República, no somos dioses, no somos de piedra.

Ya, luego, empezará a amanecer. Tienes que salir a trabajar.



Place Carnot, Lyon, 25 de octubre 2019.


(Publicado originalmente en revista MAL DE OJO, octubre 2019.)


domingo, noviembre 03, 2019

CURAUMA, de Rafael Cuevas Bravo: La mirada pasmada.




La trastienda de un poema -tanto como el de cualquier acción sobre la realidad social o política- es casi siempre un acto de radical inseguridad. Los procedimientos -emprendidos como acciones voluntarias y conscientes- solo pueden ser posteriores al pasmo, al shock ante el lenguaje, que en este oficio se torna ejemplar si es que se quiere dar a la palabra un poder del cual carecen de por sí. El instalar la perspectiva del poema en ese instante de pasmo es una operación que, si bien requiere de una técnica muy precisa, obliga además a una intensa evocación del acto mismo de la percepción y una topografía afanosa del paso de esta hacia su expresión. Es una opción que se ha practicado escasamente en la literatura latinoamericana, pero que presenta una particular porfía en hacerse ver: en Chile, escrituras como las de Humberto Díaz-Casanueva, Ennio Moltedo o, más cerca en los años, las de Julieta Marchant o Jorge Polanco, muestran decididamente apuestas como estas, que por lo general se pierden en el “gran escenario”, no habituado a las sutilezas del artesano civil -el escenario ritualizado de la gran poesía chilena, que hace rato se viene cargando hasta la comedia bufa, no precisamente de buena vena y hasta con cierto olor a cabaret, impotente y hasta complaciente ante los hechos más feroces.
Una asombrosa muestra de la porfiada especie de conciencia escritural que destaco al principio aparece de manos de Rafael Cuevas Bravo (Viña del Mar, 1994): Curauma, libro publicado en la notable colección Postal Japonesa, de Editorial Aparte (afincada en Arica y dirigida por Rolando Martínez, que se instala desde este 2019, por cantidad de títulos y sus decisiones editoriales, ya como un referente imprescindible en el entorno de la creación poética chilena). Cuevas entrega en este, su primer libro, una poética de intensa profundidad reflexiva, que sabe decantarse a plena conciencia en textos que saben poner en primer plano lo inefable de una experiencia vital que se enraíza en una experiencia cotidiana que se sabe propia y determinada en toda su especificidad. El lugar se enuncia desde el título: Curauma, sector de Valparaíso aledaño a la carretera que lleva a la capital, signado por su desarrollo urbano intencionado desde el interés inmobiliario, habitacional, industrial y comercial. Como tal, se trata de una zona sin Historia, a no ser que se considere como tal la de su desarrollo inmobiliario -que daría para una archivística de carácter puramente cuantitativo-, o bien el cúmulo de las historias particulares de sus habitantes, cuya enorme mayoría es de reciente data. Si bien como espacio geográfico es un sector marcado por explotaciones mineras y por una cruenta batalla el año 1891, el eterno presente del desarrollo capitalista sentencia esos eventos a referencias que se desea en el registro especializado -de archivo- y no sobre el suelo o menos como memoria social.
El hablante de Curauma, en este sentido, no puede dejar de reconocer su experiencia como una desgajada de proyecto histórico alguno. Este despojo da como rendimiento la afirmación de esa experiencia como única posible, forzando la perspectiva hacia una crítica radical de la percepción, y generando en consecuencia procedimientos que tienden a poner entre paréntesis tanto la dimensión geográfica como la temporal, en vías de una analítica perceptiva. El resultado es una visión segmentada del entorno perceptible, que a fuerza de la yuxtaposición y la secuencialidad de las imágenes genera un efecto “cubista” -en el que no se puede dejar de reconocer la huella de Ennio Moltedo, si bien en la escritura de este la experiencia despojada de proyecto histórico se asumía más bien desde el horizonte marítimo en la figura de límite.
La visión segmentada de Cuevas se expresa en un particular efecto de “titubeo”, que sabe reproducir el despliegue de la mirada, como ya se revela en el primer poema del libro, Multipropósitos:

Ojos una mañana
como toda repetición
de haber diversidad se ensaya
ser dirigidos hacia el día
por aquello que el día exige
un lugar entre la puerta recién abierta
y el temor confundido en las cosas
que tanto neblina y madrugada
tienden a humedecer (p. 7)

El despliegue de esta mirada no puede ser el montaje frío y disciplinado de elementos para forjar una síntesis precisa: Cuevas sabe enfatizar el extremo despojo de su visión a través de presentarla nublada e incierta, y así el recurso de presentar la humedad -la neblina, la presencia múltiple del agua, hasta la alusión a los ojos lagrimosos- alterna con el escenario crepuscular, y particularmente el matutino. Como una analogía del efecto de la humedad sobre el suelo, fuerza al lector a perseguir activamente las imágenes, que se revelan, tanto en su fluidez como en su superposición, desleídas, tal como el mismo narrador y la realidad humana misma parecen susceptibles de deshacerse bajo el poder del agua (cfr. A partir de Michiu Kaku, p. 13), una potencia que puede (re)establecer un mundo primordial:

Hace ojos la lluvia
no hace párpados y hace
cunas para los pirigüines
la avenida llena de pozas
y colas negras entre los pies
un lenguaje de chapoteos y
suspensión y distancias guardadas
para lo grande y lo brusco (Marca de agua, p. 32)

En consecuencia, al lector avisado se le hace inevitable evocar el hiato entre lo experimentado y lo expresable, instancia análoga a la de un despertar lento y difícil desde la soledad hacia la comunicación que se da, precisamente, a la hora del crepúsculo matutino:

Micro carretera abajo
más allá del ventanal los pinos
hechos parte y a partir del vértigo
una conversación con el mundo
desde la velocidad mira una cara
a ratos reflejada en la ventana
que se evapora cuando pone
el pie en la vereda (A dos voces, p. 18)

Esta deriva discreta de la mirada se hace más marcada en el instante de la evocación, en que el especial ritmo de la secuencialidad muestra casi el desplazamiento físico del hablante al instante de mirar:

Era una plaza
con decenas de palos
vueltos espadas y niños
aferrados a esas espadas
había viento y había mástiles
y había algo así como un honor
que me empeñaba en defender
sordo por el zumbido de la madera
chupándome los dedos morados
pasé mi derrota mirando
el caparazón de cangrejo
que una gaviota dejó caer
entre los columpios (Bandera blanca, p. 29).

O bien, en Forado de los tres perros:

Para llegar a tu casa
la Violeta es salvaje el Max es tranqui
el Palomo solo es el Palomo
basta una patada en el hocico
y el vapor regresa al invierno
una guirnalda de tantas veces
el enrejado te pilla la salida de cancha
tu sombra impresa en la pared
un rastrito de ti y un ladrido hacia ti
las garrapatas aprovechan la garuga
hundidas como semillas en el patio
el año pasado se pensó bodega
lo que hoy sigue húmedo y sin techo (p. 8)

La experiencia vital se hace entonces mínima, marginal, y presta a desaparecer, sea por la lenta y visible acción de la humedad, o la amenaza del fuego, cuya dimensión imponente -luminosa, de eliminación “limpia”- solo puede presentarse como lejana y hasta ominosa (cfr. Escena con incendio bien al fondo, p. 34). El horizonte encendido por el fuego debe ser tan invisible como el horizonte de lo por venir en la posible lectura de los signos (cfr. Conversación oracular, p. 27), y el acto de percepción queda amarrado, encerrado en su momento presente, fuera de toda posible archivística, no tan solo por la ilegibilidad que reside en su marginal insignificancia (pronta, destinada a la desaparición), sino también por la que surge de su carácter desleído. En la Curauma de Cuevas, el problema mayor, apenas enunciado de manera obvia, es el de cómo leer el mundo desde un espacio en que una dimensión histórica ha dejado de tener presencia. Esta Curauma, condenada de antemano al ominoso siniestro de la desaparición, acaba siendo una imagen general del capitalismo tardío desde los ojos nublados del artista que reconoce con lucidez en su tentativa de representación un inevitable fracaso, asumiendo los límites de la experiencia literaria ante la historia social.
Rafael Cuevas Bravo no ha escogido iniciar su trayectoria de autor con una poética fácil, y es en esto ejemplar de la presencia emergente de una nueva camada de autores jóvenes, que a nivel nacional ya están empezando a mostrar poéticas muy heterogéneas cuyo punto común, podría yo afirmar, es un decidido desafío a cualquier forma de facilismo e ingenuidad, tanto en el desde de los hablantes como en el para qué que determina el lugar del objeto literario en el “mercado” del arte -detalle mayor desde el momento en que este solo puede funcionar en una normalidad que ya tuvo en Chile su hora fatal. De espaldas a cualquier “mensajismo” básico (dictado por una estructura mecanicista de la percepción y de la representación literaria que cada vez se ha revelado más como reflejo de una porfiada sombra clientelista en nuestra historia reciente, una estructura de la impotencia que no pudo predecir ni ponerse a la altura de la emergencia social) y activos en la búsqueda de un nuevo horizonte para una destinación social real de la obra literaria, estos escritores ya tienen en Maraña. Panorama de poesía chilena joven (Ed. Alquimia, 2019, cuya selección pertenece precisamente al mismo Cuevas junto a Gaspar Peñaloza) un registro de obligada consulta para quien desee hallar nuevas esperanzas en el mar cada vez más revuelto de la producción literaria chilena -que pareciera cada vez más contaminado y depredado si es que uno se deja llevar mal-mirando líricamente desde lo alto de las cordilleras y entre sueños.


Lyon, noviembre 2019.

miércoles, febrero 27, 2019

La franqueza de una poética desmoronada: CAÍDA LIBRE, de Jaime Retamales


El nuevo libro de Jaime Retamales (Santiago, 1958), Caída libre (Santiago, Calabaza del Diablo, 2018), encubre tras la nota vitalista ya característica en sus seis publicados un gesto de detención, un momento de balance. Cualquier conocedor de su obra se da cuenta de inmediato apenas empieza a leer los poemas, que pasan por temas clave de sus anteriores libros de manera consciente; esto, que bien apunta a una revisión de lo escrito, sabe proyectarse en una efectiva revisión de lo vivido, desde el poema 1958 hasta textos que desean ser índices de intimidad -Madre, Padre. Sobra decir que en esta poética lo vivido no desea separarse de lo escrito; no obstante, esta construcción textual no admite ingenuidades. Retamales es capaz de ver que existe una brecha insalvable y asume la dificultad de hacerse cargo de esta. Para ello, recuerda ya al principio en Circo el complejo simbólico que había establecido hace dos décadas en Dinastía circense (Santiago-Valparaíso, RIL, 1998), pensado en relación a la posibilidad de plantearse como observador o actor ante el mundo -complejo de símbolos que sabía cubrir ya una variedad de implicaciones vitales y artísticas:

Una red se tiende y sostiene
un mundo imaginario
que nunca se acaba en el decir

Hazlo nuevo dice el maestro
no vuelvas tu mirada
pierde el miedo y cae

en el borde y en el fondo
eres estrella y espectador. (p. 10)

Este poema, el segundo del volumen -que parece contener la clave del título- parece dar desde ya la resolución del “dilema” de la relación de la vida y el arte: la inevitable aniquilación eventual del sujeto -no solo en forma de muerte física- casi como premisa ética, apuntando a la desaparición de sí mismo en cuanto ente capaz de acción y conciencia. No obstante, este no es el lugar desde donde pudiese partir una escritura. Enfrentado a una aparente vía cerrada, Retamales enlaza su poética a la videncia, entendida como forma particular de la acción: casi como un estado del alma, una apertura hacia lo que la vida no desea decir:

Es raro el asombro
si lo vives
termina por imponer
una mudez en el fondo de las cosas. (Tríptico, p. 14)

Entiendo acá la videncia como una particular manera de percepción que sabe no reconocer principios ajenos al sujeto creador, tentando a un estado de percepción primaria del transcurso del mundo.

Sincronía de los elementos
nada de unidad
jerarquía
orden
sólo el esplendor del mundo visible
(...)
Lleva tiempo
la exactitud a tus narices
el modo de presentar a tus protagonistas:

sujetos al azar
una mezcla de tierras
vulnerables
en el modo de existir o morir. (1958, p. 11)

Los principios ajenos, externos al sujeto -enunciados acá como unidad, jerarquía, orden- deben ser aislados para que surja el esplendor que dé exactitud. Esto rinde una forma particular de oposición entre el sujeto y el mundo, en que el mundo representará la instancia de una ley exterior ante un sujeto que ha elegido estar más acá de cualquier ley en el instante de la percepción de la realidad. Se trata indudablemente de una resistencia ante un orden de cosas en que lo vital debe enfrentarse con un espectáculo incorpóreo que actúa por su propia inercia:

En el cristal líquido
rayos de áurea admonición
donde calza peras con membrillos
el chapucero Mañana
&
entre dos paredes
sus tendenciosas nuevas:
(...)
el organizador de sesos es un programa
basura
como este templo
en el que ridículos
solemnes inclinamos las cabezas
para vadear el campo de la guerra simbólica. (Tiempos Modernos, 17)

Ante esto la Vanidad (cfr. p. 15) de quien se ha vuelto extranjero tiene tan solo este escenario de guerra simbólica para afirmarse a sí mismo. En poemas como Arrebato (p. 27), de temple mayakovskiano, vemos la insistencia en este rompimiento radical que es capaz de negar cualquier estructura proyectiva o coherente consigo misma. Como señal de época precisamente se planteará una retirada -la de un buzo, cansado, desde la orilla del océano-, y como poética la búsqueda de la superación de los engaños de la percepción:

Elementos

Figuras y escasos rayos
entran a un ensimismado
sin resistencia alguna

maldice su estupidez
y a tiempo
concentrado en la naturaleza de la luz
descubre la representación equivocada:

rectas van desde el ojo al objeto
en el asombro particular
de quien cuenta la estética
de adentro hacia fuera
y en la vía de enfrente pasando
toda creída la verdad como era

¡estafado por Euclides!

acá tiene lugar
el desgaste
la voluntad
el fracaso de medirse con la ciencia

la claridad de un día
en la contemplación de las cosas
hasta acabar con la ley. (p. 43)

A falta de esta ley externa, impuesta, no queda sino enfrentarse a las leyes del equívoco que presenta Bruno Montané en el primer epígrafe presente en el libro. La paradójica precisión de estas leyes no rendirá sino una construcción frágil, que parece reproducir el momento de su aparición esplendorosa más que postular a la duración. Ello valida poderosamente la disposición gráfica del poema en la página: a modo mayakovskiano, Retamales hace surgir las palabras de la página, haciéndolas saltar desde el esquema sintáctico y produciendo en conciencia una lectura activa que se asienta en la búsqueda de los conectores y permite un arco largo de tensión antes de lograr completar la expresión completa de una frase gramatical. Cada palabra adquiere volúmenes y pesos específicos, que saben proporcionar visualidad a una poética cuyo predominio es más bien el tejido de la logopeia.
Ante la disolución sin reservas del arte a la que apuntaba Theodor Adorno, producto del desmoronamiento de sus materiales ante la crisis del objeto estético, Retamales ha elegido hacer de su poesía una voz de resistencia personal que en su intensidad bien se puede nombrar como porfía. La imposible resolución de los conflictos fundamentales que se ha planteado como base de su poética, al devenir un factor constitutivo del sujeto y de su cosmovisión -un sujeto sin expectativas, una cosmovisión conscientemente incompleta y difícilmente postulable-, hace de Caída libre un libro de una franqueza excepcional, una franqueza a la altura de la difícil ética de los días que corren.

miércoles, febrero 13, 2019

UNA RECURRENCIA CONSCIENTE: Rec, de David Bustos


La literatura no puede plantearse la misión de contar la historia. Para esta misión solo se puede acudir a la mirada científica del especialista en historia -en la medida en que creamos que sea posible convertir la vida social en un objeto de estudio, a la distancia necesaria para medir y armar modelos. La conciencia histórica del que escribe literatura en su sentido más pleno tendrá que encontrarse a sí misma una y otra vez en medio de ese supuesto objeto distanciado, distorsionando toda posible perspectiva, hasta convencerse de que si existe algo así como una historia -algo real que ya no pueda ser el objeto detenido de un estudio frío- solo se podría construir desde la interioridad del sujeto, y someterse a la serie de validaciones que demanda un objeto artístico -entre las cuales la Verdad no gusta de entrar.
Esta limitación impuesta por la propia experiencia a la literatura hace que la obra literaria sea siempre el testimonio más o menos acertado -y asumido- de un fracaso radical. David Bustos (Santiago, 1973) ya se había planteado esta aventura de una conciencia histórica en el plano de la escritura con Ejercicios de enlace (Santiago: Cuarto Propio, 2007, de pronta reedición), en que tras el intento de representación de la historia el mismo sujeto se descomponía y perdía toda posibilidad de una lectura unívoca, al encontrar en aquella la conformación -frustrada- de sí mismo; como consecuencia, la misma posibilidad de representación histórica terminaba descomponiéndose. En Rec (Santiago: Cuneta, 2018), Bustos asume nuevamente el intento de una representación histórica, esta vez a partir de sujetos particulares que se sitúan en la dictadura y postdictadura. A fuerza de mantener la legibilidad de sus relatos, la forma narrativa, sumamente parca y concisa, no parece sufrir los embates que la poética sí sufre en manos de la imposibilidad de representación histórica; no obstante, es en el plano de los argumentos -las historias- en que este fracaso radical se proyectará con puntualidad y profundidad.
El fracaso de leer la historia vivida se presenta aquí en la ausencia de conclusiones, de cierres -”moralejas”- ante lo que aparece como una continuidad “racional” que envuelve a los personajes. Su aspiración a accionar sobre los acontecimientos se ve frustrada de maneras diversas, mas análogas en su quiebre interno, su perplejidad ante un transcurso que se ha hecho indescifrable y ausente de referencias precisas de lectura que fundamenten esa “racionalidad” más allá de su inercia.
En el primer relato, La funa, lo antedicho se expresa mediante la introducción del personaje de Vanesa, quien resulta ser nodal dentro del argumento. El detalle que se revela al fin del relato, es su parentesco con el torturador a quien se le ejecuta la funa en la que ella resulta herida -con un trauma en su cabeza-, y el narrador en primera persona de manera seca y clara toma conciencia de esto y es capaz de reaccionar, de una forma fría y decidida, haciendo patente la continuidad histórica en la elección del nombre con el cual se presenta ante ella. Sin embargo, una segunda lectura puede revelar una dimensión particular de la pregunta del tercer párrafo del relato: ¿Pero quién es Vanesa?, que parece indicar que el misterio de la trama histórica no se soluciona con la “solución” formal, como si hubiera en este argumento simple un signo que no logró ser leído a cabalidad.
El guionista y Cámara, los relatos que siguen, tienen en sus personajes centrales un factor común: ambos son participantes secundarios y semianónimos en la construcción de contenidos centrales en la cultura de masas desde los 80: las teleseries. En ambos casos se revela una preocupación de que ese medio sea capaz de hacerse cargo de los eventos y necesidades reales de la sociedad, y la imposibilidad de tal aspiración a fuerza de la finalidad de evasión de las producciones audiovisuales televisivas, sabe frustrar cualquier tipo de acción de los participantes individuales que toman parte de los colectivos que sustentan estas. La “racionalidad” que envuelve los argumentos de estos relatos no puede sino extinguir a las individualidades creativas: Luis, el guionista, solamente puede eliminar el obstáculo visible de sus aspiraciones de manera física, lo que resulta más bien simbólico al no poder encargarse con esto de la raíz del problema, la inercia de la propia televisión al elaborar sus contenidos de acuerdo a la sintonía y a procedimientos puramente técnicos de producción. Sabemos desde ya que la invisibilidad de Luis no logrará superarse de ninguna forma. En el caso de Cámara, la individualidad marcada del personaje de Tito, que destaca y se hace destacar dentro del mecanismo de producción a pesar de su forzosa invisibilidad detrás de la escena, contrasta con la relativa visibilidad del director de área dramática Celso Ricci, y la visibilidad absoluta del actor Óscar Ruedi: el desarrollo histórico del medio de las teleseries acabará poniendo a cada uno de ellos como momentos desplazados, cayéndole al narrador, un profesional del área de cámaras, la misión de relatar de manera directa y fáctica los eventos. El final del relato encuentra a este narrador alejado del mundo de la televisión, dedicado a actividades domésticas en Chiloé. Su invisibilidad es la que le ha permitido registrar, y tan solo eso -tal como lo hace el camarógrafo de una producción audiovisual-, la inercia de la historia y su reflejo “racional” y “técnico” en la industria televisiva.
Los relatos que siguen tomarán perspectivas distintas, que gradualmente irán desembocando en revelar lo que resulta ser el fundamento de esa forzada inercia histórica que impide el accionar particular: el neoliberalismo implantado por mano militar en el golpe de estado de 1973 y continuado en la postdictadura. Esta marca histórica se deja ver como una clave interna del relato Higiene del sueño, en que una afección aparentemente física acaba relacionándose con un sueño recurrente, que es la vuelta al colegio a los 40 años.

En afán de examinar su sueño recurrente, había creado una geografía onírica y, estaba casi seguro, la primera vez que soñó que aún no se graduaba, fue dentro de ese año, 1990 calcula. La dictadura de Pinochet era su punto de referencia, como la cordillera para cualquier santiaguino, pensó. Es difícil estimarlo con exactitud, pero 1990 sin duda fue la primera ocasión que soñó que debía volver al colegio. En ese momento no le pareció extraño, ya que había salido recién ese año. Cinco años después, o sea en 1995, estaba completamente seguro que el sueño era recurrente. A los 30 años recuerda que soñó dos veces en un mes el mismo sueño y su angustia al despertar lo dejaba en silencio, sumido en un relato de pesadilla. Lo que sí es imposible saber a ciencia cierta es desde cuando roncaba. Nadie se lo había hecho saber hasta que vivió con Ana. (p. 53).

En la reflexión del personaje sobre la afección de su ronquido y su posible relación con el sueño recurrente -cabe señalar: situada en el centro físico del volumen- se deja ver el contraste difícil entre la conciencia histórica del sujeto (que es capaz de volver sobre sí misma, hacerse consciente) y el transcurso indiferente a la experiencia particular -más marcado aun como transcurso al relacionarse con el sueño. El deber de comprender a fondo el malestar producido por este contraste (que hace que recurra lo ya ocurrido), es el que acaba movilizando al personaje a solucionar el problema de su ronquido:

Su lógica le indicaba que la repetición se debía a una pieza o asignatura emocional que había pasado por alto. Dentro o fuera del sueño hay un vacío. Entonces pensó que los ronquidos podían tener que ver con esa imposibilidad. Aunque su razón más poderosa para tratarse el ronquido era que siempre andaba con mal sueño e irritable. Y otra razón tal vez más poderosa que la anterior, era Romina. (pp. 54-5).

El carácter adversativo de aunque no alcanza a cubrir que el proceso del sujeto toma la dirección de una reconstitución integral de sí mismo, una que logre recuperar para sí la seguridad de ese transcurso del cual no puede llegar a tener conciencia, asegurando de paso su existencia cotidiana. Paradójicamente será un dispositivo técnico el que, tras una compleja deliberación -retratada en el plano del relato como significativa en su extensión-, tomará a cargo la solución de la apnea, y el relato termina sin formular una pregunta clave que sí hace eco a quien lea el relato con atención: ¿recurrirá el sueño del colegio?
El transcurso de la historia como un proceso del que hay que hacerse consciente, para esclarecer así una posible lectura de lo pasado: es esto en lo que se fijará la voluntad narrativa en los tres relatos restantes. En estos tomará un lugar preponderante la caracterización de la vida social y las relaciones humanas durante la dictadura y postdictadura, retratadas desde una exposición fáctica simple que juega a distanciarse en los dos primeros relatos, mientras en el último es una efectiva evocación autobiográfica: en general todos se pueden identificar como relatos de aprendizaje. Mientras El cielo con las manos se centra en la relación de un tío del narrador con el joven futbolista que descubre y que acaba llevando al éxito internacional, Rec trata de un DJ cuya modesta y larga carrera se desarrolla en un acotado sector de Santiago. Lennon, el relato que cierra el volumen, rememora la relación del narrador con su hermano, lo que moviliza una serie de experiencias relacionadas con la represión y la resistencia en el marco de la vida social degradada bajo la dictadura.
El pasmo ante una historia que parece desarrollarse por inercia sabe en esta progresión dar paso a una conciencia situada con respecto a las condiciones de vida bajo un neoliberalismo que ocupa el shock como sustento de su cultura de masas. Bustos sabe desarrollar sus relatos de modo tal que mueve al lector a esta situación, en un ejercicio de evocación que no puede sino inquietar. Este malestar, signo de una efectiva anagnórisis -que revela la conformación del sujeto al tiempo que reconoce lo que tiene enfrente- hace de Rec una narrativa digna de este momento, en que las grietas del experimento social neoliberal van mostrando la arquitectura irracional de su supuesta racionalidad, de su falaz linealidad temporal.