Gran parte de
la literatura chilena se revela como una red de secretos a voces, que da cada
cierto tiempo la oportunidad de redescubrimientos -que bien se pueden
considerar lecturas únicas, habiendo enriquecido la perspectiva una suma sabia
de años. Así, sobre la presencia literaria de Iván Teillier (Angol, 1940) no
hubo en realidad un manto de silencio, aunque -sea por la poderosa personalidad
de su hermano mayor Jorge, sea por la realidad política que puso a toda su
generación entre la zozobra y la diáspora- siempre pareció quedar en ese pie de
página que cierra el artículo fundacional de su hermano en los Anales de la
Universidad de Chile de 1965 Los Poetas de los Lares, en que el mismo
autor no se incluía. Hoy, quizá, recién podemos sentarnos a leer su obra más
acá de la rareza bibliográfica, a través de la reunión de su obra novelística (Novelas,
Santiago: Lecturas Ediciones, 2014), quedando a la espera su obra de narrativa
breve (con dos libros, Herederos de la lluvia, de 1983, y Después de
los relámpagos, de 1987), y poética (Una rama verde, de 1965, y El
orden de los factores, de 1982).
Las cuatro
novelas de Iván Teillier no serían en absoluto ejemplos de arte novelística si
pensáramos en el modelo lineal chileno, que justifica a sus sujetos en estilos
dominantes de acuerdo a la generación a la que pertenecen: su escritura entra
en una zona difusa para la tecnociencia literaria que fue la riesgosa búsqueda
formal tardía de los 60, la Novísima que describe casi irónicamente, y
en que se incluye, Mauricio Wacquez en su artículo La última generación de
la narrativa chilena. Marcados por las nuevas influencias literarias, les
esperaba el limbo de la catástrofe política, que más que silenciarlos, resultó
en una radical diáspora, no sólo geográfica sino escritural, y bien se sabe que
la línea trunca es la línea del fracaso, cuando no interviene una
instancia externa -editoriales españolas, camarillas universitarias, etc.- que
puede legitimar el carácter genial de una forma única. El caso de Iván
Teillier es, en fin, trágico en este sentido.
Trágico, ya
que el notorio interlocutor de su mundo novelístico que no está en el campo
narrativo, sino en el poético: se trata del hermano mayor, que ya en uno de sus
poemas de El árbol de la memoria, de 1961, dedicado a mi hermano
Iván, parece poner en escena el ámbito vital y geográfico que casi diez
años después animará El piano silvestre: el tránsito, absolutamente
naturalizado, entre el lugar de encuentro alcohólico y el espacio intocado por
la urbanización, como dos escenarios de sociabilidad radical, se repetirá
prácticamente como un eco en todas las novelas de Iván Teillier. El mundo
que se ha tornado irreal a fuerza de lejanía que mostraba Enrique Lihn al
referirse al libro de Jorge Teillier antes nombrado, parece retratar en un
espejo inversor los espacios ficticios (Quelén, Puerto Madera) en que los
personajes centrales de Iván Teillier, únicos con la posibilidad de recordar o
imaginar el mundo externo a ese espacio de frontera, se debaten en la continua
esperanza de irse de una vez.
El efecto de
irrealidad teillierano, en este sentido, que no resulta especialmente violento
en la poesía de Jorge (dada la raigambre romántica, de segunda naturaleza,
de su cosmos literario), sí genera un efecto de extrañeza en la narrativa de
Iván, que tiende a presentar existencias desasidas con respecto a la linealidad
histórica y social que se supondría como su contexto. Este mundo de frontera
parece haberse detenido, como si fuera una pura experiencia de memoria, y de
poco vale que efectivamente sucedan hechos reales y contextos históricos
precisos; la vida de los personajes centrales se define por el radical pasmo
ante una realidad carente de sustancia palpable, y cuyo absoluto anclaje a un
presente eterno la hace hermana del ensueño. En el espacio que abren las
novelas de Iván Teillier, los adolescentes con ansia de cambio en sus vidas o
el mundo, y los espíritus inquietos -aquellos que acceden a la literatura o el
cine como evasiones necesarias ante un universo detenido y cerrado en sí
mismo-, se enfrentan a una serie de otros personajes cuya adaptación a esa
irrealidad es tal que los irrealiza a ellos mismos. Paradigma de esto es el
anciano Hermes Dominion, figura del poder en las primeras tres novelas, quien
parece resumir en sí mismo buena parte de las pulsiones más oscuras de este
mundo ensoñado: la enfermedad eterna que le hace decaer sin cesar, la
conservación persistente de un orden de cosas que jamás llega a subvertirse, la
absoluta distancia con respecto a los seres cuya vida se rige por un esquema
común de temporalidad -y su presencia y final parecen índices de un
desplazamiento de todo este imaginario de frontera, característico de lo
lárico, hacia la erosión y el olvido. La huida de estas comarcas, tal como lo
era la evasión en la imaginación artística, es signo de redención.
Los efectos
de esta irrealización en el dominio estilístico son profundos: el argumento se
hace secundario ante el hacer y el sentir de los personajes centrales, o dicho
de otro modo, las experiencias subjetivas de éstos no alcanzan a urdirse en el
plano argumental característico de la línea central de la narrativa clásica.
Este “defecto” -presente en buena parte de la novelística de Hemingway, Proust
y Virginia Woolf, plenos habitantes de lo que Benjamin llama la desaparición
del valor de la experiencia en su clásico ensayo sobre Leskov- saca a Iván
Teillier de la tradición narrativa chilena, asignándole esa carga de línea fracasada
que nos fuerza a releerlo sin relación de contexto generacional o histórico-cultural,
sino en cuanto literatura. Acción que, sin fuerza, debiéramos hacer de vuelta a
través de toda la línea de creación narrativa en el país, en pos de nuevas
cartografías y nuevos panoramas en que no sólo estén presentes narrativas como
la de Iván Teillier y se revaloricen escrituras específicas anteriores que
quedaron en segundo plano -pienso en Alberto Romero y Marta Brunet, por
ejemplo-, sino además se den juicios más certeros, fundados y analíticos sobre
las “generaciones centrales” (la de 1938, la del 50, etc.), reasumiendo el
papel de la experiencia creadora por sobre el impulso de adscripción a un
contexto -impulso este que gusta de reproducir juegos de poder y relaciones
públicas, en un medio tan pequeño y magro como el chileno.
No es exageración decir que
la iniciativa de Lecturas Ediciones es un profundo acto de justicia. Iván
Teillier fue uno de los escritores que vivió, incluso más que su hermano Jorge,
la violencia extrema y soterrada de un campo literario mezquino y
sobreintervenido por fuerzas externas a la creación artística: le correspondió
al fin de sus días compartir el margen silencioso -sin esteticismos ni
sofisticación intelectual- con una generación entera de autores bajo la bota
del poder que existía y el látigo sutil y domador del poder que se nos vino.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario