No faltará quien diga que el monólogo poético en su versión
clásica –con su apelación al momento sublime que suprime
cualquier expresión capaz de adecuarse, de donde surge su lenguaje
alto y de voluntad
intemporal- se quedó en alguna zona entre Tennyson y Pound, como
estertor final de un romanticismo arrinconado por otras exigencias.
Como si la demanda de novedad exterior de la metrópoli hubiera
clausurado el eco interior, entregándonos a la solidaridad formal de
una comunidad humana, de clase o de género como únicos horizontes
de trascendencia. De acuerdo a la voz que nos (mal)canta la época,
no hay nada de malo en el olvido de sí mismo, y sí habría alguna
oscura inmoralidad en la “fuga” que supondría volver a hacer
resonar un llamado interior.
Esa oscura inmoralidad es, en el sentido común de nuestros tiempos,
una franca desobediencia, que parece incluso un sacrilegio. Mal que
mal, ya Goethe nos narra bien entrado el siglo XIX, en plena
revolución de la ciencia experimental y de la industria, que Fausto
debió vender el alma, dar la espalda a un Padre presente y
omnipotente para, hastiado de “los saberes”, lograr acceder a las
Madres, las diosas augustas que reinan en la soledad, sin que haya
en torno suyo espacio ni tiempo, esas de las que no se puede
hablar sin experimentar una turbación indecible. Esa turbación,
esa inquietud que hace que el corte de verso, en vez de embellecer,
indique un aliento que se quiebra y busca una precisión imposible en
el registro de la experiencia, es lo que estas Dramatis Personae
(Valparaíso: Universidad de Valparaíso, 2018) de Alejandra del Río
(Santiago, 1972) parecen aspirar a traer a flor de página.
Ya supo Esquilo de esta cósmica tragedia familiar, y del costo de
entregarla a la luz del escenario. El juego de máscaras de una
ceremonia dramática que ya no reconoce la distancia hacia el auditor
para reproducirse en lo interior de este como revelación, no puede
sino tener una cualidad ritual, que tantea entre la impostura del
gesto y la verdad radical que ni siquiera puede hacerse completamente
consciente para así dar paso a una salud -una más cercana a su
etimología de salvación, de salir entero. De ahí la demanda
de una lengua solemne, que no puede sino responder a su
primordial carácter de celebración, de cumplimiento de un ciclo.
Tal como en la aurora de nuestra experiencia artística, acá se
entiende el acto de enunciación poética como conciencia de una
modulación especial del tiempo y el espacio. Más allá de los
saberes que en pie de progreso desean abarcar en su dominio hacia
atrás, técnicamente, el tiempo y el espacio, la poética tras estas
Dramatis personae se plantean desde un conocimiento que apela
a sumergirse en un origen desde el cual entender el mundo y sus
fenómenos como una serie de modulaciones de experiencias
primordiales. Por ello, Alejandra debe hundirse en el tiempo para
revisitar a los mitos, no como el turista que busca bellezas, ni como
el estudioso que busca e interpreta las fuentes de la historia, sino
como el intérprete, aquel que debe vestir la máscara para que todo
aquello vuelva a suceder en la integridad inquietante que nos deja en
el límite del entendimiento, donde la verdad nos sucede.
El argumento privilegiado acá es, me parece, el abandono, uno cuya
huella no es tan solo la angustia en la emoción, sino que la herida
en el entendimiento, la conciencia de haber conocido. Los
nombres que abren la serie -Pasifae, la Sibila, Perséfone, etc.-,
son personajes que, tras obtener la experiencia de la divinidad, el
abandono se les hace el inevitable gemelo de la experiencia
trascendente. Acceder al dios es asumir que no se es con él,
y que si todo trayecto tiene un costo, este es insaldable. Lo que
rendirá la experiencia es ser signo de ese puente entre el mundo y
lo que lo trasciende, un signo que no puede sino acabar siendo huella
de la ausencia, vaciada en el carácter monstruoso, ominoso,
inefablemente doloroso. La persona, la máscara, es la demanda
natural ante este desajuste entre lo que existe a la vista y lo que
no desea presentarse a los ojos –lo que se teje en el aire-,
y su lenguaje tendrá que ser también máscara, transcripción
empequeñecida e indignificada por el trato material.
La máscara del lenguaje, entonces, es índice de que debajo está el
rostro marcado ya por lo insalvable, también, de esa distancia. El
lenguaje en su límite es seña del abandono, precisamente por ser el
máximo don; y esta paradoja es la que, creo, se encubre, en
Pharmakon, que parece recorrer taxonómicamente esa escisión
del absoluto ausente. Lo que guarda la máscara está destinado a la
muerte, y tan solo la máscara puede pervivir como voz o como signo
escrito, como la imagen de aquello que podría regresar. La redención
del intérprete, por otro lado, es imposible.
Pero es en este punto en que se produce el salto de fe de Alejandra,
apoyándose precisamente en experiencias que se van instalando
gradualmente más acá del mito. El método se va revelando cada vez
más abiertamente, si bien ya conformaba íntimamente esta poética:
la resonancia del origen en el presente, que solo se logra dar en el
instante de una pasión sublime, inexpresable. Así, por ejemplo, el
Recado de Doña Isabel Riquelme sabe entregar las pistas de
una segunda posible lectura en torno al mito del héroe, en que es la
constitución de un ethos femenino la que crea una eventual
redención, encarnada en ese Libertador en mayúscula, que
bien murmura una aspiración intemporal. En adelante, esta poética
se aboca a alzar la anécdota hacia la voluntad de símbolo, señas
de reconciliación de lo singular con el origen universal.
Así, la pasión física recordada a la que, por ejemplo, aluden
Habitación de hotel o Casanova, no se aprecia tan
lejana tras comprender la aspiración de volumen de Dramatis
Personae, como tampoco los monólogos que nos traen a Laura y
Eleanor Marx nos llevan a una simple anécdota histórica. Lo que
actualiza la parte III es un camino de comprensión de lo femenino
como punto de perspectiva de una nueva síntesis. Tal como en Locas
mujeres de Gabriela Mistral, veo acá la lúcida personificación
de un mismo sujeto, que aprende a tomar conciencia de sí a partir,
paradójicamente, de esta multiplicación de máscaras. En el
escenario propuesto por Alejandra, todo yo es otro y todo
otro es yo, afirmando así la aspiración de reconciliación, de
salud. La existencia efectiva, marcada por la inquietud y la
separación, no podrá culminar su juego de multiplicaciones sin
conformar un nuevo universal; las máscaras solo por existir suponen
que serán sacadas en algún momento de los rostros; las palabras
tienden el puente hacia el futuro en que no serán ya necesarias.
La obstinación en la utopía es, entonces, lo que anima a esta
poética, y su llamado es desde una profunda inquietud de carácter
netamente político, en el sentido más primario de la palabra, como
el drama griego o la reacción del monólogo poético en el siglo XIX
ante el desafío propuesto por la cuantificación técnica del mundo.
Dramatis personae ocupa su ceremonia en una búsqueda por el
lugar de la humanidad en el mundo que habita, y por el motivo de esa
habitación que en su principio siempre se revela tan solo como un
ciego azar. La poética vuelve a ser acá la intuición de su aurora:
un salto al vacío.
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