Para
casi todos nuestros asuntos bien nos bastaría una prosa limpia y
precisa, pero eso hasta que se nos revelan dimension de la vida
nuestra y de los otros que no desean dejarse decir, como un pliegue
en que sin el propio afecto el mundo se da incompleto y no llega, no
desea darse a ese lenguaje sencillo de la prosa.
Entregado
a este hecho, Jaime Ceballos (Iquique, 1959) sabe dar el paso al
lenguaje poético en la plena necesidad de este, como nos muestra en
Cruces de la memoria
(Iquique: Campus, 2011). No es por capricho que elija la paradoja
para la presentación de esa cotidiana imposibilidad que nos impone
la memoria: la persistencia de lo que ya se ha ido, la presencia de
lo ausente.
La
verdad de la vida / Consiste en ocultar / La verdadera vida,
dice en Estamos todos bien,
que remite a la película de Giuseppe
Tornatore Stanno tutti bene,
que presenta la brutal distancia entre lo que se desea y lo que la
realidad quiere dar de sí en
el inevitable contraste entre la realidad social y política y el
deseo personal. Esta distancia no puede expresarse mejor que en el
retrato del crucificado de Tiempos modernos,
que no logra remitirnos al trascendente hijo de un dios o a un
símbolo de carácter universal, sino a un harto humano y presente
hombre sufriente. Se nos presenta así como condición esencial este
escándalo de la cruz
que definiese Saulo de Tarso, el instante en que muerte y vida llegan
a una mutua y desplegada revelación, ligada a un decir calmo y sin
patetismo. Desde aquí es que Ceballos entiende lo social en su
escritura, desde lo inefable de la experiencia que no puede sino
expresarse por procedimientos poéticos que sepan preservar su
escándalo -su
descalce profundo- ante
una vida cotidiana que
presenta la falacia de su sencillez.
Esta
paradoja trae en sí un dolor
que se da como una marca
física e histórica, que
hace eco de una
geografía y una relación
social determinada. El
espacio abierto y seco del Norte Grande, que enfrenta a lo humano
desde su diferencia radical -y su propia paradoja: su amplitud
invitante que bien sabe
de encierros-,
alimenta la visión del autor y el programa de su obra. Es
lo que veo en varios trechos de su escritura como
artes poéticas, actos de situación de la conciencia lírica: como
en el tercer fragmento del
poema Doña Franca:
Ya
es noviembre
Y
el sol duele como siempre
Me
veo raspando coronas de metal
Hablando
de la vida y de la muerte
Como
un pequeño duende a tu siga
Recorriendo
viejas tumbas
-Cruces
de la memoria-
La
vida resuena en cada árbol
Que
crece ante mis ojos.
Y
en Territorio de ausencias:
Él
vuelve al sitio en que no lo espera nadie
Él
mira los muros derruidos
Está
su casa tomada por la broma
Su
casa de piedra, su pozo de los sueños
Él
sale a divagar
por
los cementerios de su alma.
Hacerse cargo de esta
permanente conjunción de la vida y la muerte, por cierto, implica
una opción ética difícil, dada la cuestión de la legitimidad de
la voz poética ante la violencia de la realidad social e histórica.
El entorno desde el que Ceballos escribe Inútiles las palabras,
que indica a la dictadura y la impunidad del crimen, muestra con
claridad que la decisión lleva en sí todo el peso de la conciencia:
Mis
papeles me avergüenzan
Pongo
mi silencio por testigo.
Es así como este habitar
sobresaltado en el lenguaje que encubre el procedimiento de la
paradoja muestra su necesidad. Mientras la vida personal y afectiva
da aun para la expresión del vínculo esencial entre la voz y la
sociabilidad íntima -notorio en su poética de amor familiar y
erótico-, Ceballos revela sin cesar el último confín de su
escritura, la imposibilidad de nombrar y definir la vida en su
dimensión más plena. Esta revelación final -apocalipsis en
su sentido más preciso- es notoria y eficaz cuando ilumina la grieta
entre lo que se desea decir y el instrumento inhábil que resulta ser
al fin el lenguaje humano:
Esto
es definitivo:
No
tengo vocación de vividor
Es
un simulacro el existir
De
tanto ver morir
Se
ve la vida
En la mejor herencia de la así
llamada “antipoesía” de N. Parra, Jaime Ceballos sabe alejarse
del humor facilista y llevar al lenguaje al límite de su rendimiento
lírico, al ponerlo críticamente frente a sus propias posibilidades
expresivas.
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