Toda empresa lírica ha sido
siempre expresión de un desengaño radical. Su aliento representa el
incumplimiento del deseo, y por esto no resulta extraño que aparezca
en su mayor potencia en épocas de violenta conmoción en la
percepción del mundo (la Roma de Augusto o la crisis de la
modernidad que aun arrastramos desde hace más de dos siglos). Esto,
porque difícilmente hay mayor desengaño que aquel que nos enfrenta
a nuestra propia condición sobre un suelo y una historia que parece
recrear interminablemente las leyes de su configuración íntima, en
la cultura y en el fuero íntimo.
Desde
esta perspectiva, Campo
Alaska,
de José Javier Villarreal, es una buena muestra de un desengaño
radical, y no resulta extraño leer en una entrevista el proyecto de
un poema narrativo que se habría frustrado previamente a la
escritura de este poemario. Esto, ya que la voluntad narrativa
(pensamos en De
Rerum Natura,
de Lucrecio, como ejemplo que desarrollaremos con respecto a uno de
los textos de Campo
Alaska)
supone una certeza de comprensión del mundo cuya posibilidad
Villarreal niega insistentemente en cada uno de los poemas. La
certeza que sí vemos patente de manera constante es de una
permanente amenaza: la de una disolución inevitable de la percepción
misma, que conlleva la imposibilidad del mismo cosmos;
lo que pudiésemos entender como realidad es una construcción a
medio hacer, como un puente cortado, que nos condena a un permanente
riesgo de sentido. Por ello, esta lírica tomará el “modesto”
salto al vacío de postular a la poesía como posibilidad de
reconciliación y comprensión íntima de lo real.
Esto se puede postular tan solo
desde un inefable punto de partida: un punto ciego de la percepción,
en que las relaciones de sentido pueden quedar en pleno suspenso.
En
el cuerpo de la noche
donde
cuelga el silencio que rasguña las ventanas.
En
ese jardín mordido por la indiferencia
donde
los botes se mecen sobre aguas tranquilas.
En
ese crujir de ramas y gordas zarigüeyas,
con
la atención del miedo que regala la soledad en cada cuarto.
Suspenso,
descalzo, y con la luz apagada,
quedarse
muy quieto como si en verdad alguien hubiese entrado
y
corriéramos un riesgo, un peligro tan grande que nos hiciese
despertar.
(p. 17)
Desde
aquí -desde la incerteza radical de la autocreación de las imágenes
en el proceso de creación poética- se podría hacer posible una
puerta hacia la Imagen mayor, aquella en que nosotros mismos somos
objeto de visión, que genera la geometría del sentido humano. Este
vuelco -que podríamos llamar idealista,
en la tradición filosófica del término- no escapó a cierta área
de las vanguardias históricas, como nos lo muestra el surrealismo y
buena parte de la poética contemporánea, acosada por el
desplazamiento de los valores éticos y estéticos bajo el proceso
posmoderno, haciéndose de este modo un vuelco análogo al
florecimiento de la poesía mística en la España barroca. En el
corazón de esta voluntad, entonces, se posiciona como justificación
del programa poetico la otredad radical de lo inefable: algo
que
resiste la dación de sentido en conformidad con lo abismal de su
intuición:
Nadie
la había visto,
nadie
siquiera la imaginaba
bajo
los escombros que se iban apilando (…)
Nadie
la había visto,
nadie
la imaginaba siquiera
dormida
o caminando por angostas calles;
no
era un delfín,
tampoco
un ave.
Era
algo parecido a un ruido persistente,
a
una manija
que
saca agua,
a
un reino que se ha quedado sin rey
porque
éste asiste a la pesadilla de un niño
que
habrá de convertirse en un hombre solo.
Tampoco
se trata de un paisaje
donde
el
viento corre
de
este lado del río;
es
algo más íntimo
y
más brillante,
valioso
y pequeño
como
una joya,
el
prendedor o el anillo
que
por generaciones
ha
pasado de mano en mano,
de
momento a momento
en
circunstancias diversas. (…)
No
es que estuviéramos lejos contemplando un paisaje diferente,
era
saber que algo ya no estaba,
que
esa pequeña joya la habíamos perdido
aunque
nunca la hubiéramos visto,
aunque
nunca antes hubiéramos sentido
la necesidad de su presencia.
(p.
255)
Es
el índice de una ausencia que guarda en ella esa presencia
necesarias el que revela ese punto ciego como una posible plenitud de
sentido, en analogía a esos ausentes que parecen habitar
precisamente en el instante de la creación:
No los vemos, tampoco los
escuchamos;
ellos
no nos ven ni nos escuchan,
pero estamos todos juntos en
una misma habitación. (p.
142-143)
Este
vuelco idealista es el que desconfigura radicalmente las relaciones
mutuas entre autor, texto y lector. La figura del autor como sujeto
perceptivo -un flâneur
perseguido por un mundo de imágenes que líquidamente resisten la
fijeza- se involucra en el corazón de la imagen poética,
construyendo desde ahí una complicidad radical con el lector, que
trae a este a pasar -como a padecer- la misma flânerie.
El texto mismo parece no conformarse con la voluntad lírica,
intentando trascenderse en lo narrativo, en una dialéctica que acaba
por formar una trama que desencaja cualquier concepción de lo
poético como unidad de sentido.
La
construcción a medio hacer del mundo impone su radical contingencia,
su desate con respecto a leyes fijas, la deriva. Esto es planteado en
lo estructural a través de la fluidez de las imágenes, mas se
presenta fuertemente en la amenaza de un caos primigenio, prehumano,
en el seno de una vida que desea ser moderna y emancipada de su fondo
oscuro. Las figuras de animales que amenazan en el seno de lo
doméstico son poderosos índices de esto, constituyendo la
realización en la imagen del riesgo inherente al rapto,
a
la salida de sí mismo que impone la experiencia poética.
Estoy
en mi cama, bajo la frescura de la sábana, y el zoológico es tan
grande.
La
calle se prolonga atravesando la ciudad y la playa no tiene fin.
Estoy
de pie ante el cristal de mi ventana, pero la ciudad ya no está, mis
hijos y mi mujer ya no están;
mi
nombre es tan breve, y la luz y el calor tan intensos, y esos rostros
tan hambrientos
como
tiburones que empiezan a acercarse o como el komodo que se da la
vuelta
y me mira fijamente,
aguardando, desde la tina de mi baño. (p.
57)
La misma fluidez del proceso de
creación se hace momento de riesgo, precisamente asumiéndose como
una fuerza natural que rompe fuera de sus espacios reglados, hasta
presentarse como una invasión de lo inefable en el seno del orden de
las palabras y las cosas:
Era
un río el que corría por todas partes,
un
riachuelo el que se desplazaba por los barandales
y
se sentaba al borde de la banca del segundo piso
a
ver a la gente salir y entrar,
quejarse,
apresurarse,
quedarse
frente a una vitrina
expectantes,
fascinados.
Era
tanta la gente que ahí se congregaba
que
los dioses, como el río, pasaban entre ellos
casi sin ser notados. (p.
115)
La
advertencia es patente y urgente. El fin de este mundo a medias
percibido está más que cercano: este fin de mundo convive
permanentemente con su inercia existente. Lo posible, que toma un
modo propio de presentarse en el seno de lo real, es signo de este
acabamiento,
que se hace condición inevitable de la misma existencia. Es esto lo
que vemos en la plena visualidad de lo mineral en el seno de lo
doméstico:
Hay
un trozo de piedra en la cabecera de tu cama,
una
diadema de plata en el cesto de la ropa,
el
callado temblor de un topacio entre los platos,
una pepita de oro en el cajón
de los cubiertos. (p.
140)
Y al fin, en la amenaza de la
nada, como condición de la existencia:
Nadie
se percataba y el ruido y la prisa seguían afianzando sus banderas,
poblando
la ciudad con sus ojos entrecerrados.
Estaba
solo en aquel corredor, en aquella oficina;
el
baño se había perdido en la gravedad de su rostro,
sus
manos -húmedas por el agua- aún no desaparecían.
Todo
era como de costumbre, como un vaso,
como
una taza sobre la mesa.
Fue
entonces cuando quiso despertar, cuando abrió la puerta,
cuando
buscó su auto entre los autos,
cuando
se dio cuenta que nada había cambiado,
cuando sus manos comenzaron a
desaparecer. (p.
179)
La desaparición de las manos,
por cierto, implica un riesgo sobre la acción misma de la creación,
en que la representación se hace imposible. El dibujo que parece ser
expresión de esperanza de una felicidad doméstica, no puede sino
terminar con el pulso de esa nada:
Pero
una nube,
que
no recuerdo haber dibujado,
crece
desde un extremo
y amenaza con cubrirlo todo.
(p.
241)
Vemos
entonces que la melancolía trasciende la emoción para volverse
condición esencial:
Debí
haber reparado, aplicado mi fuerza al silencio que estiró los brazos
y se echó sobre mi cama;
debí
haber maliciado que la ofrenda encerraba la afrenta, el animalillo
con la pata quebrada.
Debí
haberlo esperado en mi reposé frente a la tele,
en
ese dilema tan hondo que me jalaba con todo y todo, con esa hambre de
abismo,
de
palomas mutiladas, de parásitos en la alcoba.
Acondicionado y sin crayones;
sin nadie, a no ser esta compañía, este conmigo mismo que ya me
saca de quicio. (p.
49)
El
riesgo es radical, y conforma radicalmente la conciencia y la
voluntad del creador:
Desde
que tuve conciencia
-entre
los siete y ocho años-
supe
que el mundo tenía sus días contados,
todo
así lo indicaba,
las
pruebas y presagios se iban acumulando
en
la cómoda, sobre mi cama, frente al televisor,
alrededor
del árbol, atrás de mi casa;
era
cosa de prepararse y esperar lo inminente,
los
programas de televisión así lo mostraban
y
había algunos héroes solitarios, hombres y mujeres sin familia,
que
iban de ciudad en ciudad
salvándonos
momentáneamente,
alargando
ese desenlace a todas luces inevitable. (…)
Seguramente
el mundo habrá de permanecer
como
hasta ahora amenazado y condenado,
seguramente
a más de uno ya se le habrá acabado el mundo
pero
permanecen como sombras,
como
iguales a nosotros
a
pesar de todo.
Y
a pesar de todo, y confundidos con nosotros,
siguen
esperando ese fin del mundo categórico,
sin
ninguna duda, que nos revele a todos como iguales,
como
parte de este mundo,
como
sobrevivientes de este mundo. (p.
218)
La
reproducción del mundo, entonces, es también la reproducción de la
sombra que lo pone en riesgo, y la amenaza es completa y cotidiana.
Sin embargo, se puede ver que ya en la conciencia en formación que
plantean estos versos, se hace ver el momento del heroísmo,
vaciado en la expresión masiva del protagonista de las series de TV.
El llamado al heroísmo tiene como contenido esta necesidad de evitar
el descuadre absoluto del mundo, en el restablecimiento permanente de
la cara “positiva” del estado de radical contingencia: la
esperanza de sobrevivencia en medio de una escisión inevitable.
Pero una moneda nunca puede
volver el rostro,
nunca
se puede ver a sí misma;
el
sol sólo ilumina un hemisferio
y
la cara no sabe lo que ocurre a sus espaldas.
Es
curioso que teniendo dos lados,
una
sola denominación,
un
mismo tamaño
y
una misma aleación
el
sol y la cara jamás puedan verse a los ojos. (p.
223)
La
empresa de reconciliar esta escisión, es en este caso, hecha desde
la poesía, como si el creador, al multiplicar los espejos del mundo
críticamente, lo integrara en nuevas combinatorias, generando
posibilidades nuevas para que ese mundo tome conciencia de sí como
entidad justificada por sí mismo. Esto, claro, es una ilusión, pero
una ilusión operativa dentro de la conciencia creadora, en una nueva
analogía al contenido profundo de la experiencia mística. Una
mística, claro, que emprende su campaña para un cambio íntimo en
la experiencia del mundo, que impone al poeta la misión extrema de
la gran Reconciliación en el seno de la operatividad de su arte:
Escribir
un poema, un gran poema, de esos llamados clásicos, donde todo
cupiera,
donde
todo estuviera como al natural, sin fisuras, sin puentes a medio
hacer, (…)
Un
poema que no terminara, que no tuviera un gran final ni siquiera uno
mediano,
donde
el tiempo transcurriera marcado por el encuentro, señalado por el
deseo.
Un
poema que tuviera el aire frío del invierno, pero que estuviera
iluminado por el sol de mayo.
Un
poema que no terminara, que sólo fluyera como un pequeño río que
no se olvida. (p.
264)
Esto
da el índice de un riesgo de altura propiamente metafísica, en que
la dimensión temporal del acabamiento rompe cualquier redención
desde la comprensión. Esto fundamenta el que llamo vuelco idealista,
haciéndolo tan absolutamente vital y operativo. Es este vuelco el
que entrega la posibilidad de reconciliar la imagen del mundo, a
través de una voluntad radical de traer
a presencia.
Campo Alaska,
en este sentido, nos habla de una fe, una fe activa, operativa. La
exposición de la figura del creador en el seno de su creación
-creación imposible, mas patente y con su propia realidad; espejo
crítico de un mundo en crisis- restaura la certeza de una intimidad
radical con la contingente e inaprehensible vida “exterior”, y da
la medida de su carácter apocalíptico
-revelación y signo del fin. Plantear la acción creadora como
redención de
ese fin, este salto al abismo de Campo
Alaska, es
una apuesta que acaba dándole a sus páginas la cualidad de examen
activo y herramienta de certeza, a la medida del poema filosófico
que está en la base de su escritura, como un programa descartado que
sabe ejercer de todas maneras su magnetismo hacia una gnosis
poética en toda regla.
(incluido en El caracol y la montaña, Monterrey, Nuevo León: Conarte, 2016; editado por Jorge Luis Darcy)
(incluido en El caracol y la montaña, Monterrey, Nuevo León: Conarte, 2016; editado por Jorge Luis Darcy)
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