miércoles, noviembre 29, 2017

Gnosis y apocalipsis en CAMPO ALASKA de José Javier Villarreal

Toda empresa lírica ha sido siempre expresión de un desengaño radical. Su aliento representa el incumplimiento del deseo, y por esto no resulta extraño que aparezca en su mayor potencia en épocas de violenta conmoción en la percepción del mundo (la Roma de Augusto o la crisis de la modernidad que aun arrastramos desde hace más de dos siglos). Esto, porque difícilmente hay mayor desengaño que aquel que nos enfrenta a nuestra propia condición sobre un suelo y una historia que parece recrear interminablemente las leyes de su configuración íntima, en la cultura y en el fuero íntimo.
Desde esta perspectiva, Campo Alaska, de José Javier Villarreal, es una buena muestra de un desengaño radical, y no resulta extraño leer en una entrevista el proyecto de un poema narrativo que se habría frustrado previamente a la escritura de este poemario. Esto, ya que la voluntad narrativa (pensamos en De Rerum Natura, de Lucrecio, como ejemplo que desarrollaremos con respecto a uno de los textos de Campo Alaska) supone una certeza de comprensión del mundo cuya posibilidad Villarreal niega insistentemente en cada uno de los poemas. La certeza que sí vemos patente de manera constante es de una permanente amenaza: la de una disolución inevitable de la percepción misma, que conlleva la imposibilidad del mismo cosmos; lo que pudiésemos entender como realidad es una construcción a medio hacer, como un puente cortado, que nos condena a un permanente riesgo de sentido. Por ello, esta lírica tomará el “modesto” salto al vacío de postular a la poesía como posibilidad de reconciliación y comprensión íntima de lo real.
Esto se puede postular tan solo desde un inefable punto de partida: un punto ciego de la percepción, en que las relaciones de sentido pueden quedar en pleno suspenso.

En el cuerpo de la noche
donde cuelga el silencio que rasguña las ventanas.

En ese jardín mordido por la indiferencia
donde los botes se mecen sobre aguas tranquilas.

En ese crujir de ramas y gordas zarigüeyas,
con la atención del miedo que regala la soledad en cada cuarto.

Suspenso, descalzo, y con la luz apagada,
quedarse muy quieto como si en verdad alguien hubiese entrado
y corriéramos un riesgo, un peligro tan grande que nos hiciese despertar. (p. 17)

Desde aquí -desde la incerteza radical de la autocreación de las imágenes en el proceso de creación poética- se podría hacer posible una puerta hacia la Imagen mayor, aquella en que nosotros mismos somos objeto de visión, que genera la geometría del sentido humano. Este vuelco -que podríamos llamar idealista, en la tradición filosófica del término- no escapó a cierta área de las vanguardias históricas, como nos lo muestra el surrealismo y buena parte de la poética contemporánea, acosada por el desplazamiento de los valores éticos y estéticos bajo el proceso posmoderno, haciéndose de este modo un vuelco análogo al florecimiento de la poesía mística en la España barroca. En el corazón de esta voluntad, entonces, se posiciona como justificación del programa poetico la otredad radical de lo inefable: algo que resiste la dación de sentido en conformidad con lo abismal de su intuición:

Nadie la había visto,
nadie siquiera la imaginaba
bajo los escombros que se iban apilando (…)
Nadie la había visto,
nadie la imaginaba siquiera
dormida o caminando por angostas calles;
no era un delfín,
tampoco un ave.
Era algo parecido a un ruido persistente,
a una manija
que saca agua,
a un reino que se ha quedado sin rey
porque éste asiste a la pesadilla de un niño
que habrá de convertirse en un hombre solo.
Tampoco se trata de un paisaje
donde el viento corre
de este lado del río;
es algo más íntimo
y más brillante,
valioso y pequeño
como una joya,
el prendedor o el anillo
que por generaciones
ha pasado de mano en mano,
de momento a momento
en circunstancias diversas. (…)
No es que estuviéramos lejos contemplando un paisaje diferente,
era saber que algo ya no estaba,
que esa pequeña joya la habíamos perdido
aunque nunca la hubiéramos visto,
aunque nunca antes hubiéramos sentido
la necesidad de su presencia. (p. 255)

Es el índice de una ausencia que guarda en ella esa presencia necesarias el que revela ese punto ciego como una posible plenitud de sentido, en analogía a esos ausentes que parecen habitar precisamente en el instante de la creación:

No los vemos, tampoco los escuchamos;
ellos no nos ven ni nos escuchan,
pero estamos todos juntos en una misma habitación. (p. 142-143)

Este vuelco idealista es el que desconfigura radicalmente las relaciones mutuas entre autor, texto y lector. La figura del autor como sujeto perceptivo -un flâneur perseguido por un mundo de imágenes que líquidamente resisten la fijeza- se involucra en el corazón de la imagen poética, construyendo desde ahí una complicidad radical con el lector, que trae a este a pasar -como a padecer- la misma flânerie. El texto mismo parece no conformarse con la voluntad lírica, intentando trascenderse en lo narrativo, en una dialéctica que acaba por formar una trama que desencaja cualquier concepción de lo poético como unidad de sentido.
La construcción a medio hacer del mundo impone su radical contingencia, su desate con respecto a leyes fijas, la deriva. Esto es planteado en lo estructural a través de la fluidez de las imágenes, mas se presenta fuertemente en la amenaza de un caos primigenio, prehumano, en el seno de una vida que desea ser moderna y emancipada de su fondo oscuro. Las figuras de animales que amenazan en el seno de lo doméstico son poderosos índices de esto, constituyendo la realización en la imagen del riesgo inherente al rapto, a la salida de sí mismo que impone la experiencia poética.

Estoy en mi cama, bajo la frescura de la sábana, y el zoológico es tan grande.
La calle se prolonga atravesando la ciudad y la playa no tiene fin.
Estoy de pie ante el cristal de mi ventana, pero la ciudad ya no está, mis hijos y mi mujer ya no están;
mi nombre es tan breve, y la luz y el calor tan intensos, y esos rostros tan hambrientos
como tiburones que empiezan a acercarse o como el komodo que se da la vuelta
y me mira fijamente, aguardando, desde la tina de mi baño. (p. 57)

La misma fluidez del proceso de creación se hace momento de riesgo, precisamente asumiéndose como una fuerza natural que rompe fuera de sus espacios reglados, hasta presentarse como una invasión de lo inefable en el seno del orden de las palabras y las cosas:

Era un río el que corría por todas partes,
un riachuelo el que se desplazaba por los barandales
y se sentaba al borde de la banca del segundo piso
a ver a la gente salir y entrar,
quejarse, apresurarse,
quedarse frente a una vitrina
expectantes, fascinados.
Era tanta la gente que ahí se congregaba
que los dioses, como el río, pasaban entre ellos
casi sin ser notados. (p. 115)

La advertencia es patente y urgente. El fin de este mundo a medias percibido está más que cercano: este fin de mundo convive permanentemente con su inercia existente. Lo posible, que toma un modo propio de presentarse en el seno de lo real, es signo de este acabamiento, que se hace condición inevitable de la misma existencia. Es esto lo que vemos en la plena visualidad de lo mineral en el seno de lo doméstico:

Hay un trozo de piedra en la cabecera de tu cama,
una diadema de plata en el cesto de la ropa,
el callado temblor de un topacio entre los platos,
una pepita de oro en el cajón de los cubiertos. (p. 140)

Y al fin, en la amenaza de la nada, como condición de la existencia:

Nadie se percataba y el ruido y la prisa seguían afianzando sus banderas,
poblando la ciudad con sus ojos entrecerrados.
Estaba solo en aquel corredor, en aquella oficina;
el baño se había perdido en la gravedad de su rostro,
sus manos -húmedas por el agua- aún no desaparecían.
Todo era como de costumbre, como un vaso,
como una taza sobre la mesa.
Fue entonces cuando quiso despertar, cuando abrió la puerta,
cuando buscó su auto entre los autos,
cuando se dio cuenta que nada había cambiado,
cuando sus manos comenzaron a desaparecer. (p. 179)

La desaparición de las manos, por cierto, implica un riesgo sobre la acción misma de la creación, en que la representación se hace imposible. El dibujo que parece ser expresión de esperanza de una felicidad doméstica, no puede sino terminar con el pulso de esa nada:

Pero una nube,
que no recuerdo haber dibujado,
crece desde un extremo
y amenaza con cubrirlo todo. (p. 241)

Vemos entonces que la melancolía trasciende la emoción para volverse condición esencial:

Debí haber reparado, aplicado mi fuerza al silencio que estiró los brazos y se echó sobre mi cama;
debí haber maliciado que la ofrenda encerraba la afrenta, el animalillo con la pata quebrada.
Debí haberlo esperado en mi reposé frente a la tele,
en ese dilema tan hondo que me jalaba con todo y todo, con esa hambre de abismo,
de palomas mutiladas, de parásitos en la alcoba.
Acondicionado y sin crayones; sin nadie, a no ser esta compañía, este conmigo mismo que ya me saca de quicio. (p. 49)

El riesgo es radical, y conforma radicalmente la conciencia y la voluntad del creador:

Desde que tuve conciencia
-entre los siete y ocho años-
supe que el mundo tenía sus días contados,
todo así lo indicaba,
las pruebas y presagios se iban acumulando
en la cómoda, sobre mi cama, frente al televisor,
alrededor del árbol, atrás de mi casa;
era cosa de prepararse y esperar lo inminente,
los programas de televisión así lo mostraban
y había algunos héroes solitarios, hombres y mujeres sin familia,
que iban de ciudad en ciudad
salvándonos momentáneamente,
alargando ese desenlace a todas luces inevitable. (…)
Seguramente el mundo habrá de permanecer
como hasta ahora amenazado y condenado,
seguramente a más de uno ya se le habrá acabado el mundo
pero permanecen como sombras,
como iguales a nosotros
a pesar de todo.
Y a pesar de todo, y confundidos con nosotros,
siguen esperando ese fin del mundo categórico,
sin ninguna duda, que nos revele a todos como iguales,
como parte de este mundo,
como sobrevivientes de este mundo. (p. 218)

La reproducción del mundo, entonces, es también la reproducción de la sombra que lo pone en riesgo, y la amenaza es completa y cotidiana. Sin embargo, se puede ver que ya en la conciencia en formación que plantean estos versos, se hace ver el momento del heroísmo, vaciado en la expresión masiva del protagonista de las series de TV. El llamado al heroísmo tiene como contenido esta necesidad de evitar el descuadre absoluto del mundo, en el restablecimiento permanente de la cara “positiva” del estado de radical contingencia: la esperanza de sobrevivencia en medio de una escisión inevitable.

Pero una moneda nunca puede volver el rostro,
nunca se puede ver a sí misma;
el sol sólo ilumina un hemisferio
y la cara no sabe lo que ocurre a sus espaldas.
Es curioso que teniendo dos lados,
una sola denominación,
un mismo tamaño
y una misma aleación
el sol y la cara jamás puedan verse a los ojos. (p. 223)

La empresa de reconciliar esta escisión, es en este caso, hecha desde la poesía, como si el creador, al multiplicar los espejos del mundo críticamente, lo integrara en nuevas combinatorias, generando posibilidades nuevas para que ese mundo tome conciencia de sí como entidad justificada por sí mismo. Esto, claro, es una ilusión, pero una ilusión operativa dentro de la conciencia creadora, en una nueva analogía al contenido profundo de la experiencia mística. Una mística, claro, que emprende su campaña para un cambio íntimo en la experiencia del mundo, que impone al poeta la misión extrema de la gran Reconciliación en el seno de la operatividad de su arte:

Escribir un poema, un gran poema, de esos llamados clásicos, donde todo cupiera,
donde todo estuviera como al natural, sin fisuras, sin puentes a medio hacer, (…)
Un poema que no terminara, que no tuviera un gran final ni siquiera uno mediano,
donde el tiempo transcurriera marcado por el encuentro, señalado por el deseo.
Un poema que tuviera el aire frío del invierno, pero que estuviera iluminado por el sol de mayo.
Un poema que no terminara, que sólo fluyera como un pequeño río que no se olvida. (p. 264)

Esto da el índice de un riesgo de altura propiamente metafísica, en que la dimensión temporal del acabamiento rompe cualquier redención desde la comprensión. Esto fundamenta el que llamo vuelco idealista, haciéndolo tan absolutamente vital y operativo. Es este vuelco el que entrega la posibilidad de reconciliar la imagen del mundo, a través de una voluntad radical de traer a presencia.

Campo Alaska, en este sentido, nos habla de una fe, una fe activa, operativa. La exposición de la figura del creador en el seno de su creación -creación imposible, mas patente y con su propia realidad; espejo crítico de un mundo en crisis- restaura la certeza de una intimidad radical con la contingente e inaprehensible vida “exterior”, y da la medida de su carácter apocalíptico -revelación y signo del fin. Plantear la acción creadora como redención de ese fin, este salto al abismo de Campo Alaska, es una apuesta que acaba dándole a sus páginas la cualidad de examen activo y herramienta de certeza, a la medida del poema filosófico que está en la base de su escritura, como un programa descartado que sabe ejercer de todas maneras su magnetismo hacia una gnosis poética en toda regla. 

(incluido en El caracol y la montaña, Monterrey, Nuevo León: Conarte, 2016; editado por Jorge Luis Darcy)

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