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La perspectiva que dicta este
título nace de la inquietud de reconocer en los 5 años de trayectoria de esta
revista un momento particularmente signado, en que un objeto difuso logra su
máximo despliegue, exposición y autorreconocimiento, en gran medida
retrospectivamente y cuando está al borde no solo de su propia extinción, sino
que de la extinción de las posibilidades en que podía existir. Lo que llamamos
futurismo ruso desde el día de hoy solo puede concebirse en plenitud, diríamos,
después y a través de LEF.
El vago origen de lo que llamamos
futurismo ruso es efectivamente una suerte de rompecabezas, lo que ha hecho
extremadamente difícil la reconstrucción de cada hecho que lo constituye como
fenómeno. Pongamos, por ejemplo, el problema de su punto de partida. Este
dependerá de quién sea el que rescate los hechos años después, especialmente en
la época de las defensas y justificaciones ante el poder soviético, y de cómo
se entienda la noción de futurismo -como estilo, escuela literaria, tendencia,
movimiento o actividad propiamente vanguardista. Así, tenemos varias fechas: la
versión definitiva del poema Zoológico, de Velimir Jlébnikov, en
1909, el cual no alcanza a publicarse en la revista simbolista Apollón, dirigida
por el poeta Nikolay Gumilyov; la publicación a inicios del año 1910 del poema Encantamiento
por la risa, del mismo autor, en el almanaque Estudio de los
impresionistas; la publicación de los veinte ejemplares del almanaque Trampa
para jueces, inicio de la agitación cultural en el plano editorial de David
Burlyuk, el mismo año, en que efectivamente ya aparecen una serie de nombres
fundamentales para el desarrollo literario de lo que se conocerá como
vanguardia futurista; el segundo almanaque publicado por Burlyuk en 1912, en
mejores condiciones de distribución, La bofetada al gusto público, en
que ya se aprecia una voluntad compacta de manifiesto, con clara influencia del
movimiento italiano, y que en rigor corresponde no a uno del futurismo, sino del
grupo Hylaea (recién acá se nos aparece Mayakovskii).
En este lapso de tres años que
llega a 1912, el grupo Hylaea desarrolla una conciencia propia de su
labor: el rechazo violento de la tradición clásica rusa, el afán de
investigación en nuevas posibilidades sonoras y de sentido atreviéndose a ver
esta experimentación como un tema técnico, cuando no científico (esto
particularmente por Velimir Jlébnikov y Alexey Kruchyónyj en una serie de
manifiestos teóricos), la opción por el primitivismo como medio de diluir la
adscripción a una tradición occidental europea rastreando en el lenguaje una
diferenciación eficiente del arte ruso con respecto a Europa; y una profunda
relación con las últimas tendencias del arte visual, particularmente el
cubismo; como consecuencia de lo anterior, su enfoque está puesto en el
reordenamiento razonado y técnico de los elementos materiales en nuevas formas
tras la destrucción activa de las antiguas. Vemos que no suena de manera tan
exacta a lo que conocemos como el futurismo italiano: el término futurismo
ruso, en sentido estricto, no es evocado en ningún momento por este
colectivo, sino hasta después que otro grupo de poetas, encabezado por Ígor
Severyanin, lanzan a la publicidad su Academia de Egofuturismo, a
inicios del año 1912, caracterizada por el uso del efecto sorpresivo, la
preeminencia de la inspiración por sobre la razón, un ostentoso cosmopolitismo,
la afirmación del yo en una hipóstasis trascendente, influenciada fuertemente
por el movimiento teosófico, y una consciente parodia del simbolismo
decadentista que llega a ser extremadamente lúdica, incluyendo elementos
exóticos como el orientalismo y un permanente elogio al placer de la
vida moderna, más que a la técnica, a la guerra o la capacidad destructiva, que
es el caso italiano. No obstante esto último, este grupo de poetas es el que,
en un sentido efectivo, acoge en forma abierta al menos parte de la doctrina
futurista italiana, no solo manteniendo correspondencia, sino que destacando la
relevancia de la figura de Marinetti dentro del medio ruso hasta la definitiva disolución
de este grupo en 1914 -dos años después- tras el intento frustrado de
constituir una doctrina coherente.
Es en una suerte de paradójica reacción
ante esta abierta adscripción “infiel” a un movimiento extranjero, que el grupo
Hylaea empezará a ostentar, desde 1913, en el almanaque La luna
reventada, el término futuristas, y más precisamente cuando
necesiten remarcar la diferencia, cubofuturistas, coincidiendo con el
inicio de una actividad pública abiertamente provocadora que recuerda, esta sí,
a la agitación de Marinetti y su movimiento, con un programa de lecturas y
actos poéticos, extensísimo en tiempo y geografía, utilizando la calle y
ostentando vestuarios, maquillaje y comportamientos escandalosos; Hylaea llegará
hasta la creación de una ópera en 1914, La victoria sobre el sol. El
surgimiento de otras tendencias artísticas organizadas, como el acmeísmo, es el
que llega al fin, a fuerza de diferencia, a definir algo así como un futurismo
ruso en el imaginario público, con Vladímir Mayakovsky convertido en la figura
central del movimiento, proponiéndose a sí mismo en textos y en escena como paradigma
de una nueva conciencia estética que opone violentamente al artista futuro -un
agente técnico, racional y cuya mayor pasión es personificar la voluntad de
cambio histórico- con la chatura de una vida material indigna de ser vivida -un
presente que contiene aun al pasado muerto, amenazante para el artista incluso desde
la misma intimidad que le acecha a través de los viejos sentimientos que este ya
no debería sentir. Esta tensión, tanto a nivel de forma como de
contenido, engendra el particular sentido de la violencia en la expresividad
del futurismo ruso, la que más que desorganizar de modo anárquico, produce una
dirección explosiva de la energía que posibilita la composición eficaz de los
materiales. Dicho de otro modo, en palabras de Kruchyónyj, conocemos los
rayos de la locura mejor que Dostoyevsky y Nietzsche, pero aquellos no nos
tocarán jamás (en el libro La poesía de Mayakovsky, de 1914).
Con todo, los pocos caracteres
comunes, más bien superficiales, entre Hylaea y el Egofuturismo se
asentarán dentro del ámbito literario ruso como rasgos de la literatura futurista:
el uso casi sistemático del neologismo, la búsqueda de lo nuevo y actual por
sobre la tradición, y el desprecio al burgués desde la conciencia artística, o
para ser más preciso, el desprecio a su byt.
Este término byt, proviene
del verbo byt’, ser y estar, y quiere denotar lo establecido, o para ser
más amplio y preciso, las costumbres cotidianas y aceptadas, lo cotidiano, aquello
que se espera que debe ser. Sobra decir que este rechazo desdeñoso había
sido característica constitutiva de la conciencia artística en la modernidad -no
olvidemos que el “complejo futurista” conformado por Hylaea, el
Egofuturismo y toda una serie de grupos de existencia efímera que se sienten
más o menos cerca de esta renovación estética, no pueden evitar tener sus
raíces en el simbolismo decadentista francés, de potentísima influencia en
Rusia-, mas si bien es característica, el desde dónde se dirige la
mirada desdeñosa sí que tiene poderosas consecuencias. En esto, resulta
fundamental la comprensión de Jlébnikov, David Burlyuk y el ahijado artístico de
este último Vladímir Mayakovsky, con respecto a qué exactamente los separa de
ese modo de vida normal: ya no es la torre de marfil del artista incomprendido,
sino la conciencia de un desfase de la cultura artística y social de su país con
respecto a un momento histórico que demanda una nueva noción no tan solo de la
relación de arte y vida, sino de cada uno de los extremos de la ecuación: una
nueva noción del hombre-artista y una nueva noción de la vida social, nuevos
horizontes para el cambio de percepción y registro estético. Sea la eslavofilia
como destino de Jlébnikov, o el más indefinido -y por lo mismo más puro- ímpetu
iconoclasta y desgarrado del Mayakovsky prerrevolucionario, o el fuerte y
precursor acento en la investigación lingüística como medio de descubrir el
horizonte de una nueva cultura nacional de Kruchyónyj, el inconformismo de los cubofuturistas
llega mucho más lejos y más profundo que una simple pose paródica; y en esto
hay que poner atención, ya que desde la emergencia del fenómeno que podríamos
llamar futurista desde el año 10 a la revolución de 1917 hay tan poco tiempo
como para que esta oposición entre arte nuevo y vida vieja adquiera, antes de
cualquier teorización y reflexión mayor, perfiles críticos que van a hacer
tambalear toda la incipiente base conceptual de esta escuela artística. Esto
porque, si era difícil que estos autores, en un medio cultural tan incipiente y
atrasado de un país agrario con una amplia mayoría analfabeta, sin poder jamás
tener una revista periódica más allá de los almanaques y sin real acceso o
apoyo de medios de prensa, lograran efectivamente espantar al burgués, serán
otros los que no solo le espantarán, sino que aplicarán sistemática y
extensivamente contra este viejo enemigo de la vanguardia artística la variable
político-científica del vanidoso épater: el terror.
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Resulta una ficción agradable
imaginar que Lenin fuera más allá de las relaciones ajedrecísticas con sus
vecinos del Cabaret Voltaire, y se impregnara del espíritu de franca y festiva
desmoralización, antibelicismo y libertad frenética que se respiraba allí; si
lo vemos mejor sabemos bien que a su psicología aquello simplemente “no le
podía entrar”. La desmoralización que sí le interesaba, de seguro, era la de
Rusia, en que la historia le estaba pasando la cuenta ese año de 1916 a una
estructura social, política y económica que 11 años antes ya había mostrado
grietas que solo esperaban el terremoto de la guerra para echarla abajo. La
deserción de los soldados y marinos, en vistas a una inminente derrota en el
frente, por un lado, y a la agitación en pro de democracia y derechos sociales
y económicos, termina desencadenando la ya conocida doble revolución, a la que
llegará Lenin para esperar la oportunidad de lograr la ansiada toma del poder,
una acción que en su mirada implicaba algo más que un simple cambio de giro de
la monarquía hacia una democracia a la europea, sino que una revolución como la
que jamás antes viera la historia del mundo moderno.
Aclaremos: a Lenin le interesa
ese desorden de 1916, pero no porque signifique el paso inminente a una
libertad y una democracia dictadas por un idealismo bienintencionado, y no es
que este movimiento irruptivo le guste en ningún ámbito. El programa político
que ha desarrollado a través de su partido bolchevique no tiene nada de
idealismos, y surge de un hilo del corpus de Marx que los partidos marxistas
europeos consideraban inaplicable por lo inaudito: la instalación de una
dictadura del proletariado, a través de un partido de masas, que destruyese
hasta su base las instituciones burguesas y las relaciones de propiedad a
través de la movilización social y el terror estatal, construyendo seguidamente
una estructura socialista férrea bajo cuyo seno se desarrollase una nueva
concepción de justicia social y de desarrollo de la producción, una nueva
sociedad, que solo se relacionaría con las sociedades que le anteceden en
relación de analogía.
El futurismo que llega a la
revolución de Octubre tiene poco que ver con el impetuoso empuje que
reseñábamos, del año 1914. Ya al año siguiente, 1915, el futurismo es una
tendencia literaria más, y cada uno de sus autores va tomando caminos
separados, algunos irreconciliables. Ya nadie se espanta ante lo que va dejando
de a poco de ser una extravagancia literaria para ser objeto de crítica
especializada, estudio académico, parodia folletinesca o, lo que es peor en
este contexto, una tendencia artística legítima y respetada socialmente. En
diciembre de 1915, el mismo Mayakovsky dirá ácidamente que “el futurismo ha muerto”,
pero que en este mismo momento ha alcanzado su victoria, al permear, de una u
otra forma, toda la vida cultural de Rusia y haber llegado para quedarse. El
ensayo de esta cita, atrabiliario y rabioso, se llama Una gota de alquitrán,
y aparece en un folleto misceláneo de poemas, artículos y grabados llamado TOMADO,
que en el mes de diciembre aparece gracias al auspicio de un joven Osip
Brik, recién recibido de leyes, y que ya había hecho servicios de editor ese
año para el poema La nube en pantalones, de honda importancia al llevar
a Mayakovsky a ser un autor respetable y admirado más allá de su adscripción
futurista, al tiempo que lo consagra como el poeta futurista. El
impacto es fundado tanto en los valores formales -un verso ruso absolutamente
renovado, que ha pasado de la experimentación a la aplicación de su ventaja
expresiva- como en su tema: la tragedia del poeta ante un mundo fundado en el
absurdo y la represión del deseo.
Osip Brik, por otro lado, un
hombre racional y estudioso, va a ser introducido por Mayakovsky y el joven
Víktor Shklovsky, asistente editorial en el trabajo de La nube…, al
mundo de los estudios literarios, en los que, de manera insólita, ya se destaca
el año 1916 como miembro y editor de la recién creada Sociedad para el estudio
de la lengua poética, nacida en buena parte desde las intuiciones de los
cubofuturistas como Jlébnikov y Kruchyónyj.
Al producirse la toma del poder
bolchevique, Anatolii Lunacharski, el comisario de Ilustración del nuevo
régimen debe tomar comunicación con la Unión de Trabajadores Culturales creada
en marzo de 1917 por una enorme y representativa asamblea de artistas que van
desde el conservadurismo hasta los anarquistas: el mediador será nada menos que
este joven Osip Brik. No es raro este especial y estratégico nombramiento, ya
que el delegado escogido por los escritores de toda Rusia en el consejo general
de esta Unión es nada menos que su amigo y casi hermano Vladímir
Mayakovsky.
Esta mediación será el inicio de
la cadena de acontecimientos que lleva a la creación de la revista LEF en 1923,
un año después de la muerte precaria del precursor Jlébnikov y dos años después
del inicio del terror sistemático contra la intelectualidad prerrevolucionaria
con el proceso del Centro Táctico y el fusilamiento del poeta acmeísta Nikolay
Gumilyov, esposo de Anna Ajmátova. Para ese momento el futurismo se ha
convertido en una suerte de denominación general para el arte vanguardista
plegado a la revolución, usado de manera que excede a la de un estilo y tendencia
literarios: gracias en buena parte a que la acogida a los escritores
vanguardistas no se hizo desde la sección literaria (la LITO) del
comisariado de Ilustración -en que el predominio del Proletkult y su demanda de
“arte comprensible a las masas” era absoluto-, sino desde la sección de arte
visual del mismo comisariado, la IZO. El año 1923 Mayakovsky ya es
reconocido, después de varios pasos en falso y públicas dudas sobre las
acciones del naciente poder soviético, como el poeta más representativo de la
intelectualidad partidaria, y Osip Brik es ya un crítico de arte de primera
línea, alternando sus labores estéticas con su posición de funcionario conocido
e influyente de la GPU.
El futurismo de la revista LEF
es, tras lo dicho, la revelación de las posibilidades de un movimiento de
vanguardia literaria de más o menos 12 años de existencia, asumiendo un canal
hacia posiciones que se revelan como análogas con el constructivismo, el
productivismo y la punta de lanza de los estudios literarios que constituía la
escuela formalista; el futurismo es reconocible, entonces, a través y después
de LEF como una praxis compleja para la cual todo el desarrollo
prerrevolucionario parece un concienzudo prólogo. Apuntando a esto y mirando
retrospectivamente, la revista se esforzará en reconstituir la historia de la
vanguardia para hacer calzar sus posiciones con las realidades ideológicas de
la construcción del socialismo: al fin de cuentas, ¿no resultan análogos su
afán de destrucción de un orden en pos de la constitución de uno nuevo, el
materialismo que apela a los elementos en la composición de una realidad nueva
e inaudita más que a principios que existan en el pasado, la tradición u “otro
lugar”? ¿Y es que no había actuado también Lenin adaptando un pensamiento y una
voluntad de origen europeo a necesidades propias de comprensión y conciencia
nacional, tal como ellos habían hallado a nivel local nuevos horizontes para
una vanguardia artística europea que a menudo se quedaba en el deseo anárquico
o el rechazo vacío a las academias? ¿Es que el ansia de total hegemonía
política no es análoga al ansia de total hegemonía estética? ¿Y es que no era
el burgués biempensante y ansioso de calmo y gradual progreso de la sociedad
hacia objetivos idealistas el enemigo de Mayakovsky en sus poemas tanto como el
de Lenin en sus polémicas con el menchevismo?
LEF se preocupará de esto
asumiendo una permanente justificación de la acción de la vanguardia estética
de manera retrospectiva, en el mismo sentido en que un régimen como el soviético
ganaba junto con el control espacial y cuantitativo, territorial y productivo,
la posibilidad de ganar la lucha ideológica en el terreno temporal, rehaciendo
su propia memoria historia. Este pliegue, que en su eficiencia constructiva no
puede denominarse como una falsificación, sino como una reconstitución, no
puede sino instalar una nueva densidad en la lectura que, más allá de la
revisión de los hechos en un sentido objetual, significó el planteamiento de
una nueva conciencia del difícil empalme entre desarrollo artístico y
dialéctica histórica. Este apocalipsis, en sentido propio, no podía
terminar sino en el callejón sin salida de la contradicción del compromiso: la
aplicabilidad de los productos materiales y la efectividad funcional del
mensaje en literatura no podían dejar de aparecer como más que válidas
soluciones ante el vaciamiento teórico del arte y la literatura en ausencia de
su destinatario tradicional: el burgués preocupado de manera restringida en su
propio byt y su progreso individual. Para la nueva clase que accede en
masa como un nuevo horizonte de demanda, el nuevo arte ya no podía ocupar la
misma función y lugar que el futurismo y, quizás, ni siquiera el del realismo
socialista que ya se ve venir desde la “factografía” que Tretyakov tomaría
como estandarte en los últimos números de LEF.
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