La dimensión de la experiencia de quien antologa, acaso no puede quedar fuera de un proyecto sobre antologías. Si es que las antologías constituyesen una instancia de validación dentro de un campo literario específico, entonces el lugar del seleccionador no puede sino ser uno de riesgo: es decir, si el lugar que asume aquel dentro de la institución literaria es el de un guardián de la puerta, ¿no es el seleccionador un mandatado por la mismísima institución literaria? Sería un consuelo que el encargo lo hiciera la academia -al caso se podría asumir que hay una experticia, una “autoridad”-, pero cuando no se da aquello, y encima el antologador también es parte del mismo oficio creativo, el lugar resulta bastante inquietante.
La primera vez fue por encargo de Roberto Mascaró, para la revista Encuentro, de Malmö, el año 2003. Se trató de un número especial con treinta poetas de Valparaíso (todos con libros publicados), con dos poemas de cada autor. Hay que decir que yo solo vivía en Valparaíso desde el año 2000, y que antes de llegar a la ciudad conocería a lo más tres nombres, en una época en que el uso de Internet no estaba masificado, y menos una presencia estable de publicaciones literarias en línea. Así, mi trabajo de selección y pesquisa fue en sí mismo la forma de conocer el ámbito literario al que venía llegando. Desde ya, asumí un criterio esencial que implicaba un oficio literario visible, más allá de mis gustos personales o estilísticos, lo que implicaba por su parte ampliar el rango de estilos y formas. No podría decir mucho de esta revista, ya que no conservo la copia digital, y hasta para buscarla catalogada (no subida) en las bibliotecas de Suecia se gasta un enorme tiempo, y es de hecho una selección perdida bajo los bites de la era internética que vino después. No tuve tampoco noticias de la recepción que tuvo, o la cantidad de ejemplares.
Al año siguiente, elaboro una segunda selección, ampliando casi al doble la cantidad de autores y de textos de cada uno de ellos, para la revista anual Aerea, de Ril. Esta se publicó en los números 7 y 8 (2004-2005). La ampliación implicó una pesquisa más exhaustiva, y la mayor difusión y relevancia de la publicación significaba una responsabilidad más marcada. Por ello, se impusieron criterios más precisos: autores que estaban en plena actividad (lo que excluía a fallecidos) y que hubieran publicado un libro individual al menos en los últimos doce años. Posteriormente, se planteó la idea de editar esta antología en forma de libro, bajo el nombre La orilla inquieta, aun más ampliada; sin embargo, hubo inconvenientes que lo impidieron.
El año 2005, se me encarga desde revista Trilce, de Concepción, una selección de “Nueva Poesía de la Región de Valparaíso. Esta apareció en el número 12 de la tercera época (año 2005). Esta incluía a ocho autores en su mayoría inéditos, que no aparecían en las antologías anteriormente mencionadas.
Estas tres experiencias (más la preparación de La orilla inquieta, cuyo texto fue, de hecho, terminado) implican, de alguna forma, una experiencia particular de la selección literaria como “oficio”: fijar criterios, comprender los aspectos relevantes de cada poética, identificar textos que pudieran dar mejor cuenta de cada obra, significaba un peso ético que se sentía a cada decisión que se tomaba. El peso ético tenía por consecuencia subrayar esas definiciones como reglas autoasignadas. En este caso, corresponde señalar algunas de las problemáticas que se presentaron, así como las formas en que aquellas se resolvieron.
Una de las primeras problemáticas es la territorial. ¿Cómo comprender el alcance de una antología de este tipo? Por cierto, fue después que conocí a fondo Poetas porteños, de Fuentealba Lagos (el último intento de una publicación extensa, exceptuando de esta definición el número de Libertad 250 en que Ennio Moltedo hizo una muestra bastante más acotada en volumen). En el libro de Fuentealba los poetas porteños eran porteños; incluso cuando se pasaba la Avenida España hacia Viña del Mar, el autor define el escenario desde la comuna-puerto (y por su lado la presencia en el plano del contenido del entorno de la ciudad de Valparaíso y un imaginario marítimo sublimado es aplastante). Sin embargo, yo ya me pregunté en su momento: las psicogeografías, las historias sociales y políticas, y hasta las historias de las sedes académicas y grupos literarios, de Valparaíso y de Viña del Mar son tan radicalmente distintas que hacía imposible pensarlas en un solo arco de pensamiento, y uno supone que cualquier creador se ve influido por ellas al intento de componer el poema. Recuerdo que me decían que daba lo mismo decir Valparaíso y Viña en términos culturales. Pero la pregunta seguía patente, y la antología de Fuentealba Lagos parecía hacerle eco: ¿si es que no da lo mismo, no era más fácil lo que hizo esa antología del 67, asumir el límite territorial estrictamente? Pensando aparte, que ese mismo año empieza la acción de la Tribu No en Concón y la actividad de Godofredo Iommi desde el Instituto de Arquitectura de la UCV (ubicada en el límite casi preciso entre Valparaíso y Viña). Sí, Fuentealba saca su fotografía en la ciudad de Valparaíso y desde Valparaíso.
¿La solución? Primera opción (equivocada): pensar en la región de Valparaíso. No digo que sea imposible, pero el año 2003 ó 2004 fui a la presentación de Poesía nueva de San Felipe de Aconcagua, compilación de Patricio Serey, Camilo Muró y Carlos Hernández Ayala. ¡Veinte poetas de San Felipe y Los Andes, con personalidades absolutamente propias, variedad de estilos, actividad grupal, publicaciones periódicas, talleres, lecturas! No era un campo literario subalterno: era otro campo cultural. Y desde la costa sur iban llegando nombres y referencias de uno, dos, tres, cuatro autores de San Antonio, y más y más... ¿Y Quillota...? Lindo desafío para un equipo de investigadores, pero para un humilde poeta con recursos limitados -con nulo financiamiento para ninguna de estas iniciativas de selección...-, no gracias. Obligado a acotar: se trataba de poetas con presencia en la provincia de Valparaíso; y no necesariamente habitantes de ella, sino que hubiesen publicado en editoriales y medios de esta provincia. Dada esta definición, quedaban varios afuera que eran interesantes y talentosos, pero... menos mal (desde el lado del trabajo asignado, naturalmente que era un descanso).
Segundo problema: el de estilos validados y no validados desde la institucionalidad literaria. Nadie habría dejado fuera a Juan Cameron, Renán Ponce, A. Bresky o Ennio Moltedo: eran elecciones fáciles, se trataba de imprescindibles. Pero en medio de todo esto, se me aparecían poéticas underground que no dejaban de gustarme (recuerdo particularmente el caso de Sadomasoquismo chileno, un texto violento y terrible del en ese entonces muy joven Francisco Núñez, que incluí en la de Malmö, o la poética siempre desafiante de Álvaro Báez, o la literatura de escenarios de Enrique Moro, que había que presenciarla para sentir lo contundente de su puesta performática, o las obras-objeto de Víctor Rojas Farías, que se resistían a ser leídas como colecciones de poemas). Varias decisiones que tenían que ver con estas formas relativamente marginales me trajeron críticas agrias, pero ante eso lo que quise que se preservara fue el reconocimiento a lo que llamé el oficio visible y el hecho de que lo que cargaba el peso ético eran mis hombros y no los de otros. Esto supuso como consecuencia otra cosa: el orden alfabético. Que las jerarquías las pusiera el lector según su gusto, su capricho o su gusto del día. Mi deber era ampliar el arco de estilos hasta su límite (aunque no más allá de cierto límite, se entiende).
Tercer problema (y esto suena casi policiaco): los informantes. En mi caso: primordialmente Álvaro Báez, Juan Cameron (que tenía una biblioteca completísima), A. Bresky, Sergio Madrid Sielfeld, Virgilio Rodríguez, Ismael Gavilán, tras los cuales venía otra línea descendente de informantes, y así sucesivamente. Parece no ser un problema, pero sí lo era: cada uno de ellos me mencionó nombres imprescindibles que no lo eran tanto en mi opinión al leerlos. Y bien, eran años de trabajo, grandes talentos, gente brillante en sus estudios, etc., pero no se trataba de una enciclopedia, el espacio era acotado, y no quería andarme arrepintiendo después. Catalina Laffert, o Claudio Faúndez, ambos con un solo libro publicado, no podía dejarle su espacio a autores que si bien tenían buenos poemas, oficio y una cantidad de libros y reconocimientos, no alcanzaban ese peso escritural concentrado. Solución: la pequeña autoridad que me entregaba el encargo, y la falta de ansiedad por andar haciéndome amigos así no más.
Cuarto problema (enorme): las mujeres escritoras. Cualquier pretensión de paridad de género en esos años se hacía imposible. El peso de lo patriarcal en la práctica poética era tal a inicios de los 2000, que si es que se trataba de centrarse en oficio y en ejercicio literario, no se hallaba muchas autoras que hicieran una diferencia tal como para pensar en un equilibrio. No digo que no existieran, digo había varios nombres centrales que no habían publicado en los últimos 15 años, y las autoras más visibles (era un momento de mucha lectura pública) no tenían el desarrollo de oficio que yo me había puesto como vara. De hecho, fue la antología de Trilce la que presentó paridad precisamente en el año 2005, y sin siquiera programarlo; lo que implicaba estar de frente al germen de un cambio de época.
¿Es que estas antologías resultaron ser un ejercicio de validación? Apenas. Corresponde recordar que la atención de las universidades sobre el ejercicio poético actual y presente, si bien es un hecho que da sus muestras de vez en cuando en la actualidad, en aquella época era mínima (si es que descontamos la atención que ponían sobre sus particulares ámbitos, bien delimitados, de desarrollo creativo y de estudio, como era el caso del Instituto de Arte de la UCV en ese momento). Fueron ejercicios que, además, no generaron hito en el campo literario de la región, y en este sentido no se comparaban al peso histórico del antecedente de Fuentealba Lagos. Y en el plano público, siempre hubo más poetas que no estaban en las antologías que los que estaban incluidos; se hacía fácil, entonces, ejercer cierto coro de silencio.
Su función principal fue, sin ninguna duda, dar a conocer la poesía de Valparaíso hacia afuera.
Y acaso yo diría que eran ejercicios de amor hacia el oficio y hacia un ámbito literario que me acogía y quizás me susurraba que tenía que pagar una aduana desde un lugar que me hacía gracia e interés: el trabajo crítico, el entender desde dónde plantear una perspectiva de lectura, y, por qué no decirlo, corregir un par de injusticias que me parecían obvias (lo que suena, de nuevo, como la resolución de un caso policial). Porque en esto también hay afanes de heroísmo y vanidad que uno debería confesar, ya que por más que el lugar de perspectiva quisiera ser objetivo, los escritores somos cuerpos y mentes que escriben sobre testimonios de otros cuerpos y otras mentes, y no podemos soltar los afectos a ciertos estilos, ciertos temas y ciertos giros que algunos poemas saben susurrarnos personalmente al oído.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario