martes, octubre 28, 2025

DE LA CRISIS DEL ARTE A LA CRISIS POLÍTICA. En torno a la obra de Gustavo Barrera Calderón

Subvertir las relaciones –delicada y falazmente agazapadas- que existieron y sobreviven como fundamento del intercambio artístico ha sido una constante necesaria desde que terminaba el siglo XIX hasta ahora. Y no podía ser de otro modo, desde el instante en que el capitalismo en su aurora sabía encontrar condiciones nuevas e inauditas de asimilación del literato a la sociedad nueva y cambiante en que vivía (piénsese en Poe o Baudelaire: su rol mísero pero axial en la distribución masiva de material impreso del pujante Estados Unidos y de la Francia del Segundo Imperio, respectivamente). Carente de toda ingenuidad en la conciencia de la imposible cadena que ahora sentía en el pie, el autor de bellas letras ya no podía sino mirar de frente a su lector, un semejante temido, odiado, despreciable o idolatrado (del modo ambiguo y perturbador en que Carroll podía idolatrar a una Alice Lidell)-, pero ya nunca más esa musa aérea y sublimada que constituía una falaz ilusión de academias y nostálgicos medievalistas. La misma expresión “bellas letras” caía a los suelos en medio de la ruina del concepto de belleza –junto a toda su amplia familia de trascendencias- como fundamento de la obra artística. 

La responsabilidad y resonancias de lo que sucedió durante el siglo XIX para llegar a esto puede ser fácilmente endosable a este o aquel personaje o circunstancia –la caída definitiva del paradigma religioso como baluarte de la construcción de sociedad, la revelación de fuerzas cada vez más misteriosas en el seno de la estructura física y química de la realidad, el evolucionismo...-; sin embargo, muy probablemente nada de esto hubiera podido estar tan presente como para determinar de forma tan absoluta toda la vida social si no se sintiese en la piel de la vida cotidiana un cambio radical en la forma de habitar y ser habitado por la ciudad moderna. La poesía reconoció el cambio del clima, y se dio a la tarea de saltar más acá de la esfera separada del arte a la de la vida, y las nuevas problemáticas, contradicciones y horizontes de los tiempos que aún –apenas- habitamos, surgirían de ese desplazamiento, desenraizante, iconoclasta, crítico. 

No podía partir una consideración sobre la obra de Gustavo Barrera Calderón (Santiago, 1975) sin armar este par de párrafos que, en general, podrían ser considerados obviedades –pero es que a la poesía chilena, contempladora del propio y singular abismo de su habla y de su relación con su territorio, le ha costado encontrar en sí una voluntad de desplazamiento frío y decidido desde los terrenos de las Bellas Letras. Sin duda, el último gran paso –tras haberse iniciado el camino con el ambiguo y ácido humor de Pezoa Véliz- fue el dado por Juan Luis Martínez, en que la subversión en el seno de esa geografía fantástica que constituía la comunicación artística lograba mostrar la profunda perversión que fundamentaba la relación entre fantasmas –el autor y el lector, entre otros- sobre una materialidad que no dejaba de resistirse a un consumo con reglas supuestamente fijas, y acertaba a revelar la desaparición del carácter único y primordial de la obra de arte –su aura. Y si bien Martínez ha dejado una poderosa huella en todo el espectro de la creación literaria de nuestro país, la gran mayoría de sus continuadores más declarados u obvios se ha limitado a aferrarse a los gestos que Martínez introduce en medio de la vía a paso cansino de la poesía chilena. En el caso de Barrera, me parece que su filiación martiniana, por así llamarla, apunta a un cúmulo de asunciones que logran responder al corazón de aquello que termina revelando la labor de vanguardia en que Martínez se inscribe, y que corresponde a una crítica radical de las condiciones existentes de vida desde la misma crítica de las posibilidades de juicio –y de lectura- sobre ellas.

Artículo completo descargable en pdf, aquí.

 

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