Cuando
me referí hace dos años a Memorias del
Bardo Ciego (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) de Bernardo González
Koppmann (Talca, 1957), aludí a una falacia
lineal en la perspectiva de la poesía chilena, que, al restringir la
historia del campo literario a una cronología de poéticas que se habían hecho
presentes en el centro editorial y cultural del país –en el inevitable
establecimiento de un canon-, marginalizaba con toda decisión y sin culpas
el desarrollo siempre vivo de escrituras en la provincia. Por otro lado, esta
misma construcción canónica resultaría débil sin la fidelidad a sí mismas de
estas poéticas, que o bien pueden generar una recia densidad (piénsese en lo
ocurrido entre Valdivia y Chiloé desde los 70), o bien generar entornos en que
una amplia diferencia de registros se presenta en una permanente emergencia,
que por lo demás ha sido el caso más común en nuestra historia –lo que ha
tendido a convertir a la gran mayoría de las provincias en apenas algo más que
el alimentador de la máquina cultural santiaguina.
La
ejemplaridad del desarrollo literario de González Koppmann yace precisamente en
su lejanía a los tonos y gestos de la “primera línea” de la poesía chilena de
los últimos 39 años, anulados por una visión francamente centrípeta de la
metrópoli santiaguina. Y no es antojadizo decir 39 años, desde el instante en
que Catacumbas. Antología de poesía
social (Valparaíso: Inubicalistas, 2012) toma como eje reivindicaciones de
honda sustancia política y aparece precisamente en un momento en que el modelo crítico-cultural
predominante, planteado por la escena de avanzada desde los años 80, debe al
menos ser releído en el marco de nuevas circunstancias históricas y sociales.
El
libro constituye una selección centrada en el aspecto social de textos
aparecidos desde Sin conciencia ninguna (editado
en Talca en 1981) hasta Memorias del
Bardo Ciego (de 2009), incluyendo dos poemas de La Cabaña del Monje, libro inédito fechado en 2011. El Ichtus de la portada y la dedicatoria a
los sacerdotes del pueblo asesinados por
la dictadura, dan la clara señal de que lo social del libro no desea
definirse desde la reivindicación histórica netamente materialista de la poesía
política de más pura raigambre marxista. Sin embargo, esta muestra poética sabe,
en su desarrollo, no limitarse al socialcristianismo ingenuo que parece nutrir,
por otra parte, el inicio de la escritura de González, vinculado estrechamente
a las poéticas de resistencia política de los años 80 en el sur de Chile. El
gesto poético de González Koppmann rebasa con mucho, en este sentido, una
noción mecanicista de la poesía como respuesta al hecho social, asumiendo
formas mucho más integrales de ver la situación de la poesía y del poeta dentro
de su ámbito.
Y
es que acá cabe insistir en algunas diferencias esenciales entre las creaciones
culturales que aparecen desde el mundo rural y aquéllas que lo hacen desde la
cultura ilustrada de la modernidad, marcada ésta por la expresa enajenación del
hombre con respecto a la naturaleza. Más allá de la máquina productiva de las
ciudades, el ser humano no puede dejar de establecer una relación íntima con su
entorno, sujeto a una temporalidad y una vivencia sensorial que construyen al
mundo como una totalidad que, desde el espacio emancipado por el proyecto ilustrado, sólo puede ser sentida como
aspiración imposible. Desde allá, en cambio, la emancipación ilustrada
sólo puede verse como despojo y negación. González Koppmann puede muy bien
plantearse de forma ejemplar con respecto a esta visión, más aun cuando
considera un claro antecedente en la escritura de Jorge González Bastías, quien
ya en 1924, en El poema de las tierras
pobres (Santiago: Soc. Impr. y Lit. Universo), es capaz de elevar una
poderosa crítica social precisamente desde la experiencia de despojo que la
modernidad industrial, recién llevada a las costas del Maule a través del
ferrocarril, hizo sentir sobre un modo de vida que veía al río como centro de
su actividad cultural, social y económica, relegándolo a una miseria nueva. En este texto la
experiencia cotidiana y real de los hombres convive con una consistente
naturaleza cargada de sentido; el dolor no es un sentimiento subjetivo y
cerrado, sino que sabe hacerse un eco que traspasa toda una cosmogonía.
Lo
anterior ayuda a entender desde dónde leer la idea que parece permear Catacumbas: no es, en sentido
excluyente, una referencia obvia al cristianismo como doctrina de liberación,
sino sabe ser una noción menos circunscrita a una ideología particular. Se
trata de la existencia de algo que no está muerto, sino sumergido –el Ichtus apuntaba precisamente a esto como
signo clandestino de reconocimiento entre los primeros fieles cristianos-; una
experiencia que no es pasada, sino que es actual y sólo se oculta: la escritura
tendría la misión, entonces, de traer a la luz.
Pero
este traer a luz tiene poco que ver con el gesto militante del poeta-testigo,
que necesita apegar lo pasado a la Verdad –una entidad abstracta. Esto es
notorio en Neltume, publicado en
1984, en que es a través del flujo transformador de la naturaleza en que la
memoria de las víctimas logra llegar al presente, mas no a un presente oficial, público o judicial:
Las
plazas se llenan de estatuas
mientras
los niños juegan con el polvo
de
tus ojos, de tus huesos, de tus uñas.
Por
ello, el poeta debe asumir un lugar radicalmente distinto al del crítico cultural
o, incluso, al del poeta civil (entendiendo esto en el más amplio sentido,
desde la figura tradicional del autor comprometido hasta la que Bolaño aplica a
Gonzalo Millán como opuesto al poeta sacerdotal): su lugar sólo es definible
desde la contemplación, mas una que aspire a la fusión con su objeto. González
Koppmann lo plantea sin rodeos en Me
aburren los poetas llorones, una virtual arte poética del libro Aprendiz de Pájaro, del año 2002:
Es
mejor en vez de buscar culpables
a
diestra y siniestra
de
nuestra contumaz falta de asombro
en
vez de agregar otro suspiro
a
esta larga noche de impudicia
en
vez de pretender la salvación del hombre
con
ecos de estertores emitidos desde el púlpito
…
en
vez de llorar tanto digo
leer
a los inefables pájaros
cuando
dibujan en el aire su pequeño poema:
ese
vuelo fugaz que nos percude el alma.
Los
pájaros entregan el preciso reflejo de la acción del poeta en su canto, en su
capacidad de encantamiento y en su voluntad de forma, planteando su levedad
como atributo. Esta levedad es la que permite entender el punto de partida de
la experiencia poética en la escritura de González Koppmann, análoga a la de
los poetas populares de casi todas las culturas; su movilidad geográfica y
cronológica lo lleva a trascender la polis historiable. Su levedad le permite
rescatar la vida de la pesantez del olvido –lo que revela el carácter aparente
de la muerte, ya que la memoria acaba siendo presencia a través de la obra
poética. Esto es particularmente destacable en los poemas de Memorias del Agua, de 1999, en que el
tiempo poético se plantea como tiempo único, asumiendo una sutil dialéctica de
pérdida que sabe traspasar la pura negatividad del larismo. Más allá de la
memoria, el afán de González Koppmann asume la perspectiva de lo vivo y
presente, y lo pasado debe acceder al texto con tales características si desea
postularse como real.
Esta
escritura evita así el ambiguo pliegue trascendentalista que asentó el proyecto
cultural de la Concertación, que avaló la construcción cultural desde cero o la
redención desde el ungimiento político como las respuestas fundamentales ante
el trauma histórico de toda una generación, permitiendo con esto la
identificación enfermiza con lo ausente o el rol de testigo único. En este
sentido, las elecciones poéticas de González Koppmann –que pueden llevar a
ingenuidades formales o a cierta ostentosa superficialidad en el juego de ideas,
defectos que una obra extendida en el tiempo como la del autor no deja de tener
en ciertos momentos-, estas elecciones, digo, logran generar un cierto desafío
de lectura, estrechamente vinculado a la necesidad de abandonar ciertos lugares
ya demasiado comunes en torno a la relación arte-política desde la perspectiva
totalizante de la Escena de Avanzada, tan centralizadora en lo geográfico como
concentradora en la esfera del poder (inclusive en su aspecto puramente simbólico).
Este
ocupar un margen desde el más acá de
la historia, este arcaísmo de Catacumbas -si es que desea verse de esa
forma-, es hermano de varios otros arcaísmos necesarios en nuestro Chile de
hoy. La ilusión de ver la historia como un espectáculo servido al gusto de la
mesa del consumidor –que encubre una relación opuesta entre productor y
consumidor, caracterizada por la dominación de lo abstracto sobre lo concreto-,
la ilusión del desarrollo como el discurso mágico que por sí solo plantaba la
felicidad en el horizonte, pueden bien estar apareciendo como ficciones en un
país que de a poco parece despertarse de un sentido común ficticio y malsano
hacia una conciencia nueva que bien puede resumirse en los versos que cierran
el libro de González Koppmann:
Por
nosotros
sólo
por nosotros
el mundo acaso mañana sea hermoso.