jueves, octubre 19, 2006

CONCEPCIÓN

Imagínate huir. Imagina encendidos
los seres, sin secar las máscaras
de lodo sobre el rostro. Y todo aquello nuevo:
la soberbia insolente de una ciudad nueva, cual
reconstruida. ¿Adónde el baile, adónde
las fértiles ceremonias? En ninguna parte; busca,
nada. Un regimiento: he ahí el bautismo,
y los sargentos aún sobre ese gris. ¿Gris
de cemento? Más bien otra máscara, ya que
estuve años de años como un alucinado, viendo
lodo si secar ante los ojos, y al temblar era el agua,
el agua negra de la melancolía la que
bailaba. Se pasaba bien en esa melancolía
negra: entraba a la digestión y daban ganas
de quedarse sentado, quieto, por siempre. Pero
los sargentos y sus oscuros rituales no eran
lo que correspondía para un nacido
de la más feroz de las gatas, el bello
laberinto de avenidas que todo el resto del mundo
odia, desde el alma. ¿Qué puede hacer
la exaltada y heroica belleza del aurinegro,
las viejas memorias, la cultura, cuando
todo el lugar se llena de sargentos, respirando
en tu cuello, repitiéndote una y otra vez
que hagas la rutina: que seas digno
del patrio lar. Nada. Escuché:
salta-salta-salta, raspa
de aquí, extranjero. E imagínate huir. Hasta
la patria final, o bien hasta la patria
natal, o bien hasta la más bella
de las patrias, el mar un escenario triste y encendido.
Difícil saber esto: me esperaban en casa. Fue
un desliz miserable criarme en esa gris, húmeda
extranjería.

(Inédito, del libro Jaunesse)


ALUCINACIÓN DE LA MERCANCÍA (fragmento)


El espíritu de la muchedumbre corrompida dijo a los objetos:
¡soy vuestro, tomadme! Se lanzó a la corriente de los objetos,
se dejó arrastrar por ellos y sucumbió en sus cambios.
Hegel


XXV

Volviendo la esquina, ya se sabe, el baile
duró la noche entera. Confusas, como siempre,
las voces: nadie supo nunca qué decían. ¿El comercio de los cuerpos,
la apropiación de lo ajeno, el inocente
barullo de los ebrios? Suponiendo
que el sueño ha terminado, la existencia
libre de los despiertos estremece. Fantasmas, se diría: los muertos,
los vivos. Y la espectral carne como peste, reproducida en los
que duermen, en lo cóncavo del párpado, la inquietud
incesante en los minutos, habitando. Porque al fin termina todo
–bello hermano el tiempo de la muerte acechante–, todo termina:
la semana, la noche. El sol
quiebra mundos enteros con su feroz discurso, palabras
sin nada detrás del dibujo
del trazo de
las letras: aire
contra aire tenue,
la mañana.


XXVI

Invadidos del sueño de los profetas, los leales
soldados del mundo salen, ciegos y
sordos, a la luz: es día
de feria. Una quietud de nubes que preside,
insectos que infestan la avenida peatonal como escenario
de tragedias; y los seres, cumpliendo
su llamada encendida, al frente mirando como
si a sí. Acá no hay siquiera esperanza: todo, todo
lo ha matado, miserable y retórica,
la pequeña fe de estos años, más pronunciable
virtud. El hambre y la sed, renovadas
a cada hora, envueltos los encuentra,
plenos y ahogados en los restos de ayer y antes de ayer,
las antigüedades
inefables: la verdura y la fruta de los puestos al sur, son
ilusión del día, que arrastra su fatamorgana.
Lo insaciable de esta hora,
este minuto: la bendición fatal
que se merecen.


XXVII

La felicidad como hocico de perro guardián,
la sombra de este día ciego de tanta luz;
la felicidad: el sueño febril
de la ciudad de domingo inquieto. Anhelantes,
todos desean
la mordida fatal del animal mentiroso y
retozón, la parda felicidad. Y tras este velo
de paseo calmo, de luz postiza, otra
es la imagen del día de feria: la tiniebla
del fin, en silencio, bella y oculta como niña
de cuentos infantiles; fugaz fantasma su perfil, su piel de
aroma súbito. Y quién,
quién podría otra cosa ver,
sino esta suave alegoría, cubriendo su belleza tan sólo con el
aire estremecido, las máquinas obsoletas,
verduras mortecinas, música que ya nadie
escucha, gente que pasa,
nubes.


XXVIII

Es la hora de las grandes voces: se estremece la plaza extendida
en la avenida seca. Cualquier dolor o molestia nada es: tan sólo
la arena que se cuela en los ojos, el aguijón de los productos
que se miran, inquietos. Y claro, el viento.
Hechos de tierra el hombre y su palabra, el soplo
de esta tarde es de los que llamaban el soplo
de Dios. Hoy es otro tiempo. Sabemos
que el viento es viento. Que, nada, nada con más
poder.


(De An Old Blues Songbook)


CARLOS HENRICKSON (Santiago, 1974): Escritor, poeta y traductor. Ha publicado: Ardiendo (poemas, 1991), Y si vieras la mañana (cuentos y poemas, 1998), Aviso desde Lota (poemas, 1998) y En tiempos como éstos (cuentos, 2002). Mantiene inéditos los poemarios Teología sorda y El desconcierto; y en imprenta An Old Blues Songbook (por Ediciones del Temple). Ha publicado, en calidad de seleccionador y reseñista, una Breve antología de la poesía contemporánea en Valparaíso, en la Revista Encuentro de Estocolmo, Suecia, y una versión posterior puesta al día en Revista AEREA, de RIL Editores. Sus trabajos, que incluyen narrativa, poesía y crónicas, han aparecido en diversas publicaciones de alcance nacional e internacional. Prepara la traducción de Los Amores Amarillos, del poeta francés Tristán Corbiére.

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