miércoles, octubre 29, 2025

En torno a la caracterización de una poesía viñamarina: una especulación

Por razones que no alcanzo a entender del todo, desde mi llegada a la Región por ahí por el 2000, me tocó hacer trabajos de antología de los autores locales, digo, de la Región. Si bien nunca hice una diferencia geográfica, desde ya intentaba resolver -por capricho de fenomenólogo instintivo, quizás- la posibilidad de diferenciar la escritura que surgía desde las diversas ciudades -Valparaíso, Viña, Quilpué, Villa Alemana, en principio, pero si miramos más allá teníamos los entornos de Limache, Quintero y el litoral al sur... Esto porque naturalmente uno asume que los diversos entornos históricos, económicos y hasta la predisposición del paisaje, deberían ser un factor de influencia (hablo de determinación, no causa...) no tan solo en el carácter de quien escribe, sino además en su modo de relacionarse, no tan solo como autor dentro de un campo de relaciones gremiales y territoriales -que determinan el modo en que se valida, es decir, en que se “entra”, por donde se entra, al mundo de la literatura-, pero además en las trazas que eventualmente pudiera dejar su habitación, su lugar en el mundo, en la escritura misma.

No se sacaba directamente mucho en limpio tan solo leyendo a los autores desde lo actual de su escritura, hay que decirlo. Más allá de una persistente huellita, mínima, del territorio, todo parecía confirmar lo que escuché muchas veces: que la división entre Valparaíso y Viña del Mar (y por ende, entre Viña y Quilpué, Valparaíso y San Antonio, etc.) era una división administrativa que no tenía un ascendente particular sobre la obra. No obstante, una lectura que involucrara las influencias y el tránsito más propiamente dicho de las relaciones del campo cultural regional a través de los últimos sesenta años, sí empezaban a generar ciertos hitos que parecían imposibles de comprender sin situarlos geográficamente en detalle. Y en este sentido, sí existía una diferencia, bien situada históricamente, que llamaba a una aproximación más cuidadosa. De eso me quiero intentar encargar en la presente especulación.

Permítanme partir por algo que parece evidente -pero que acaso no lo sea tanto cuando hilemos más fino-, lo “poético intrínseco” del puerto de Valparaíso. La lenta decadencia económica de la ciudad la llevó paso a paso desde la ciudad ultramoderna “en que nadie sabe de arte” (al decir del gran odiador de Valparaíso y secretario de la municipalidad de Viña del Mar, Carlos Pezoa Véliz), a ser el anfiteatro pobre pero rico en ruinas, vale decir, con las huellas de su grandeza perdida abiertas como llagas que no solo se ven, sino que se tocan, se habitan permanentemente. A esta condición estética -que se asocia naturalmente al culto de la ruina del arte y la literatura del siglo XIX y al sentimiento melancólico que se suponía como ingrediente esencial para la emoción poética- se le sumaba su condición de haber sido el gran imán de la inmigración europea, lo que le daba aquella particular condición de ciudad “afuerina”, de un entorno territorial que se entrega más fácilmente a lo exterior, y en que la mirada al océano, como la de Ulises en la isla de Calipso, guardaba fielmente la entre-mirada hacia las tierras inalcanzables -cada vez más mientras más grande la ruina-, tierras que estaban más allá: en el fondo, los grandes centros industriales y culturales de Europa que le habían alimentado y después dejado hambrear. Este romanticismo fascinado, vivo aún en nuestros días en las escrituras más tradicionalistas de Valparaíso, no oculta su carácter retrógrado, asumiéndolo incluso como un valor: a través de esa escritura, Valparaíso le daba la espalda a una modernidad que ya le había mostrado la suya tras el canal de Panamá y el terremoto de 1906; Valparaíso se hacía el hogar natural del “poeta maldito” desde el instante mismo en que el puerto como tal tomaba todos los caracteres de este personaje arquetípico de la cultura europea del decadentismo de finales del siglo XIX: su “parada” elegante a maltraer, su nihilismo y su nostalgia por algo que acaso no existió nunca, su capacidad de ensoñar aquello que ha desaparecido de la vista o que es abiertamente imposible, su forma de asumir la desgracia estéticamente, de manera pasiva, como destino inevitable, la percepción de la muerte como evento cercano. En una segunda línea, inevitablemente marcada por la diferencia de clases y las opciones políticas que esta determinaba, estaba el rescate de la vida cotidiana y el mundo del trabajo, con todas sus variantes: desde lo reivindicativo hasta el registro picaresco, “pintoresco”.

Esto no es difícil de reconocer, tanto en la Selva Lírica de 1917 como en la ambiciosa antología de Poetas Porteños realizada por Luis Fuentealba Lagos en 1967, esta última absolutamente marcada por el imaginario de los “cerros” y el “puerto”. Pero ¿reconoce alguna diferencia entre Valparaíso y Viña del Mar Fuentealba Lagos en la modernidad de los años 60? Leo:


Es, Sara Vial, una de las poetisas porteñas más identificada con su tierra natal. Al leer sus poemas, siempre encontramos que nos narra, con insuperable pasión, el paisaje, los hombres, la vida del Puerto de Valparaíso. Es el lugar donde nació. Donde estudió en colegios y Liceos y, luego, durante seis años, escultura, en la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar. Aquí ejerce su profesión de periodista como Agente General y Corresponsal de “La Nación”, además de colaborar en otros diarios regionales. (Fuentealba, 1968: p. 223)


Cabe decirse sin dudas, Fuentealba Lagos tiene absolutamente incorporado que Viña del Mar es una especie de suburbio de Valparaíso. Y en este sentido, el caso límite es el de Ennio Moltedo, nacido en Viña del Mar, en que nada en la introducción de Fuentealba menciona ni a editoriales de Valparaíso, ni a asociaciones de escritores de Valparaíso. Fuentealba reconoce a Ennio Moltedo como poeta porteño sin duda alguna, porque para él Viña del Mar es parte integral de Valparaíso.

Aquí es donde me atrevo a asumir esto como una especie de signo. Acaso la introducción a la obra de Moltedo, en que la única mención a Valparaíso es la del diario en que escribe el crítico Claudio Solar, está allí como avisando algo: el diario La Nación, desde su corresponsalía en la ciudad-puerto, es una condición de validación. En un libro en que Fuentealba Lagos asocia muy líricamente hasta las características estilísticas de ciertos poetas con la geografía de la ciudad-puerto, el autor no puede hacer esto con Moltedo, cuyo trabajo se concentra en el lenguaje más que en la representación precisa de un paisaje, y dice:


Moltedo nos entrega, en aparente desorden, emociones y palabras. Es como si asistiéramos a los primeros momentos de la formación, en el instante en que se hizo la luz y todas las cosas; los seres raciones e irracionales; los reptiles, árboles y plantas; las montañas y cavernas; los pájaros y la semilla, empezaron a agitarse, a moverse, con diferentes velocidades, para encontrar su sitio, su ubicación sobre la tierra e iniciar su permanente proceso de transformación. (Fuentealba, 1968: p. 132-133)


Cuando uno esperaría el gesto crítico instintivo de asociar esta escritura a la vanguardia histórica -expresionismo o surrealismo, se podría decir, en el caso de Moltedo-, Fuentealba en cambio remonta la aspiración hacia lo primordial, un momento arcaico ideal en que no hay una locación, la indeterminación previa a la conciencia territorializada del animal sedentario. Es como si de repente asistiéramos a un poeta “universal”, que no responde a un código o determinación geográfica, lo que podría leerse, a su vez, como si Viña, la ciudad en que nace, es un lugar sin historia.

Y acá se produce la paradoja: Viña del Mar sí que tiene historia, cambios y desplazamientos radicales de su población y de las actividades productivas. En términos más gráficos: es como si la lentitud impuesta a Valparaíso por el descenso comercial y la sismología a inicios de siglo, hubiese desplazado el dinamismo hacia la jovencísima Viña del Mar, que pasó en menos de 50 años desde un desarrollo industrial y un movimiento social destacadísimos hacia una definición de sí como ciudad balneario, con todas las metamorfosis extremas que implica esto. Desde Viña del Mar ya en los años 60 se ha creado una “Viña del Cerro”, que al fin iguala en dimensiones y población al viejo Valparaíso, y el desarrollo del comercio se multiplica hasta el punto de ir gradualmente cortando toda dependencia con respecto a Valparaíso en este respecto. Quien desee investigar se encuentra con que la aceleración del vértigo del crecimiento de Viña del Mar habla de su extremo lugar de vanguardia en la construcción de la modernidad económica en Chile, una ciudad marcada por los ciclos de industrialización y desindustrialización, que quedan marcados en su historia arquitectónica.

No obstante, el carácter de balneario decretado sobre la ciudad conlleva consecuencias profundas en la imagen de la ciudad hacia el propio destino que se ha puesto. El balneario es, lo sabemos, un lugar de paso, destinado a la mirada superficial del extranjero, en que lo duradero, lo que resiste el paso del tiempo, queda como objeto de admiración, o quizá de paso, pero no de habitación. De hecho, las profundas llagas que dejó la modernización de Viña del Mar, y una planificación que radicalizó el giro hacia el comercio, son llagas que no se pueden habitar y que de hecho se hacen difíciles de observar sobre la planta central de la ciudad. Quedan replegadas hacia los sectores más populares de la ciudad: las llagas acaban generando movimiento de población, como quien desplaza un flujo de energía descargada hacia las partes más altas o más cercanas a las colinas.

Algo más: un balneario, idealmente, proyecta su destino urbanístico, entrega y administra la forma en que desea ser vista, despliega una ficción para que esta se vuelva en algún momento realidad; esta es una de las claves de la forma de modernización que implica una economía de servicios. Esto engendra un contraste y una tensión permanentes entre la ciudad que existe y la ciudad que se desea dejar ver -por así decirlo, la ciudad que se ofrece. Desde la voluntad que mueve nuestro desplazamiento y el de nuestra mirada, se nos niegan ciertos sectores, ciertas realidades humanas, cierto segmento de la historia que pueda quebrar la imagen de ese presente que desea eternizarse en la mirada del que pasa.

Si volvemos a pensar en Moltedo en este punto, nos encontramos con que desde sus primeras obras podemos apreciar una diferencia análoga entre lo que está allí, a la vista del autor, y el modo en que su especialísima prosa poética desea reestructurar nuestra percepción. Tal como ciertos hongos alucinógenos desestructuran nuestra mirada para darnos la “real” forma del mundo y comprobarnos lo artificial de nuestra visión, la escritura de Moltedo nos fuerza a nuevas relaciones de sentido, en que la figura de quien observa y la impronta de lo observado deben pasar a reconstruirse. Desde ese punto de vista, la lectura de la obra de Moltedo -y particularmente la de los primeros libros, a partir de Cuidadores, de 1959- obliga a pensar en una refundación del mundo desde una nueva mirada, que desea liberarse de las huellas de lo acostumbrado, de lo poético como mera representación melancólica.

Y acaso esto sí tiene relación con que estas tensiones entre percepción y realidad geográfica están presentes en el discurso y la representación de Viña del Mar cuando la ciudad se mira a sí misma. Es difícil achacar a una casualidad que en 1952 se cree la facultad de arquitectura y urbanismo de la UCV en Recreo, límite sur de la comuna de Viña del Mar, institución precisamente dirigida a enlazar el impulso de la poesía -concebida desde su capacidad de creación, poiesis- a la arquitectura, es decir, pensando en la capacidad refundacional tanto de los medios artísticos y técnicos como del impulso material mismo (su aplicación, digamos). El desarrollo de esta institución culminará en 1970 con la fundación simbólica de una Ciudad Abierta, el que por entonces era precisamente el límite geográfico de la comuna de Viña del Mar, en este caso, hacia el norte.

Pensando en lo anterior, resulta curioso que precisamente en 1967, en que Fuentealba Lagos aún no reconoce una identidad particular a Viña del Mar, la “Tribu No”, de Bertoni, Vicuña, Roccatagliata, Charlín y Rivera saca muy secretamente su No Manifiesto desde Concón (redactado por Vicuña), en ese momento parte de la comuna. Y es desde 1968, el año siguiente, que el poeta porteño avecindado en Viña del Mar, Juan Luis Martínez, empieza a componer su Pequeña Cosmogonía Práctica, la que será más tarde La Nueva Novela; y el viñamarino Eduardo Parra, integrante de un grupo de música incipiente y que está empezando a generar música de extrema vanguardia para el panorama chileno, publica La puerta giratoria (e incluiría en esta enumeración, de todos modos, a Tito Valenzuela, tocopillano-porteño que es figura inseparable de esta trilogía, que el mismo año publica en Santiago Manual de Sabotaje). En torno a Martínez, en 1970 se empieza a congregar una serie de otros autores porteños -cabe mencionar tan solo a Raúl Zurita o Juan Cameron- precisamente en el Café Cinema, frente a la Plaza de Armas de Viña del Mar, en lo que puede considerarse como casi una de las fuentes centrales de poéticas nuevas de la región.

Esta poderosa vocación de vanguardia, entonces, no surge de cualquier parte. El contraste entre la poesía vista desde la emoción romántica y la poesía como poiesis eficiente -potencia fundante, anclada en el presente- se ofrece de manera natural en los años 60 y 70 en el recambio de las generaciones poéticas, y así Viña del Mar, hasta esa época, conserva su imagen de juventud y vitalidad con respecto al viejo Valparaíso, precisamente por el carácter y frecuencia de las publicaciones y los eventos literarios y artísticos.

No me referiré en esta especulación a lo que ocurre desde mediados de los 70 -naturalmente, me refiero a la Dictadura, y corresponde decir: represión, toque de queda, miedo a lo desconocido, desconfianza a la juventud y a la novedad, conservadurismo, y una decadencia forzada de la industria nacional que afecta profundamente a toda la Región. Acaso es desde este momento que, nuevamente, Valparaíso y Viña del Mar comparten de nuevo un destino y un carácter más aproximado, con una melancolía más análoga. Lo interesante en este caso es cómo nos ha quedado hasta ahora una herencia de la poética de neovanguardia que sí corresponde pensar en relación a cierta diferencia entre Valparaíso y Viña del Mar durante los años 60, y que tiene que ver con una forma de percepción y de vida, de tiempos y geografía, exclusivos de ese lugar y ese momento. Esta especulación desea tan solo acercarse a esa coyuntura, una coyuntura determinante si es que queremos definir, en general, las características de la escritura en la región completa.

 

Un re-curso interior: CUATRO ESTRELLAS CRUCIFICAN LA NOCHE, de Víctor Quezada

Con una importante trayectoria en escritura de poesía, Víctor Quezada (Antofagasta, 1983), reúne en Cuatro estrellas crucifican la noche (Antofagasta: Pluma Negra, 2024) prácticamente una década de escritura: los libros de poemas Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018). 

La poética de Quezada pasa, como él mismo lo indica en su nota, por la necesaria encrucijada entre vida y poética, y se hace indispensable determinar mejor el carácter de ese cruce, ya que con ello se verá más claro el peso de sus decisiones escriturales.

Quezada sabe desviar el acceso a la experiencia que subyace al texto, ocupando procedimientos como aliteraciones, cortes de verso y desvíos sintácticos de extrema efectividad expresiva. El texto mismo no puede evitar referirse a la obscuridad que invade las imágenes, como acentuando la necesidad de una mayor intensidad, un mayor trabajo del ojo. Esto salta a la vista especialmente en el primer libro, Muerte en Niza. El hablante no deja de acentuar la extrema dificultad para comprender un mundo que está torcido por una ausencia que ha sabido colonizar su intimidad, hasta el punto de presentar la confusión de una visión pre-adánica, previa a la definición precisa del mundo externo, que resalta la imposibilidad de nombrar. Esto es ejecutado a través de elisiones que distorsionan la sintaxis, que mantiene a mano segura la tensión del lector.


Llevado al aquí mismo de lo ausente

desciende y rueda por caer su envergadura


invocada tanta lejanía tanta distancia

galopa perdido en mi lengua y desciende


y rueda


(como un caballo arrastrando, p. 15)


En cuencas donde hallo el mundo hoy

y pequeño asiste todo

no habrá ojos:


la pechera rota

celada pues vacía

de esplendentes opacadas armas.


Tal le vieron 

caballero sobre la mano 

estará el metal por ojos míos.


(...)


Llegado momento en que se mueve

y no alcanza fin lo que acaba

estando en sí por cumplir viajero plan

-prolongándose si comienza-

es preciso no nombrar lo innombrable.


(Muerte en Niza, p. 20)


Una sola flecha es una guerra si el mundo

está sembrado de espejos amor mío


¿hallaré en la noche entonces

para traer la lengua mi palabra

lo que cayó bajo esta mesa

mi poema de amor?


(afuera, p. 28)


Lo inteligible, entonces, acaba vistiéndose de enigma. La presencia de una animalidad que sale a la superficie sin la mediación de una percepción reflexiva, produce un poder extremo de seducción en las imágenes.

Esa obscuridad que tensa y concentra la visión en la poética propiamente en verso del primer libro, se transmite hacia la prosa y los poemas en verso del segundo libro incluido, Yoko. Las unidades breves refieren un viaje que se produce en un plano transversal de la experiencia: que enlaza continuamente la dimensión íntima -nostálgica- con la superficie de un gran Otro que parece vigilar la escena de la escritura desde una calma inquietante, que sobrecoge al sujeto. No es raro que la figura de un rayo de sol desde la ventana nos haga derivar la mirada en la lenta consideración del estado íntimo de quien escribe, y este cruce vida/poesía no deja de retener una intensidad que sabe mantener la profundidad del tono.


Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla. Si la dibujo, pensé, tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre. A fin de cuentas, los vacíos de la visión.

Y ese dibujo me llevó al cuerpo vivo y verde de mi planta, su rebosante sanidad en nada parecida al amor que le profeso. Y la luz alcanzaba a penetrar sus hojas: el haz claro, cuando más claro el envés, siempre.

Me hubiese gustado escribir esto, pero es inaceptable.


(pp. 41-42)


La figura de la ausencia, ocupada visualmente por la imagen de una planta -en lo que Quezada vuelve a visitar la dimensión enigmática que tensa su relación con el lector-, se repite obsesivamente como el foco del momento cero de la escritura. Acaso con esto, el problema de la (imposible) identidad precisa del objeto de nostalgia, tiene ya sus paradójicas soluciones en la analogía con el viaje literario -Sterne, Melville, e incluso Andrés Bello en viaje por la silva americana como un Marón americano-, que enfrenta al hablante con ese Otro que persiste como tal. La solución se da en el trabajo mismo de la obra, el testimonio de una intersubjetividad que solo se puede explicar por la experiencia de lo sublime, del deleite en el sentimiento sobrecogedor ante aquello enorme y obscuro que, bien parece sugerirnos el autor, es la “materia” final que compone la construcción lingüística. En ese enorme, oscuro Otro se oculta una nostalgia inefable que no puede sino asimilar(se) al sujeto, dejando de aparecer como pura superficie, para generar el Testimonio que es lo poético -y me parece obvio notar acá la sombra de las intuiciones de Patricio Marchant en el trasfondo de esta escritura, más aun considerando el poema final del libro:


SILENCIO, LA TIERRA VA A DAR A LUZ UN ÁRBOL


He aquí un pecho que desprecia la vida.

Se acabó este sueño

De los hombres por los hombres

Ya has sufrido bastante, hermano.


Te entrego mi pecho

Para que el primer rayo de sol lo atraviese

Y señale el lugar de mis restos.


Entierra mis huesos en la arena

Comienza un jardín 

Con esta máquina de guerra.


(p. 70)


El hablante deja, así, el testimonio de su imposible subjetividad, tras llevar esta al mayor extremo posible. Nuevamente, el lenguaje ha devenido pura seducción, puro índice de algo que está, por así decirlo, detrás de él. Algo que las palabras solamente conservan, a la manera de una guardia que no quiere dejar salir a su prisionero, un forzado a rendirles un trabajo de creación de sentido que declara su insuficiencia a cada tranco.

La extrema densidad que adquiere así cada expresión, su decisión de enigma, salta más a la vista en Insistencia del día, el tercer libro que compone el volumen. Al expresar el método de su primera sección, cuarenta días -escribir por cuarenta días como la primera cosa que se haga al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre) (p. 76), naturalmente se reduce el alcance de la experiencia en cuanto contacto con lo Otro. La pincelada breve de las frases de Quezada acá solo deja ver en parte aquello que sobrepasa al hablante: siendo el día una caja de doble fondo, que desea hacerse fuerza audible y/o visible más allá de su persistencia abstracta (Más allá de la bruma, el oro del día, p. 80). El alcance de determinación de lo Otro, entonces, se reduce absolutamente: Hacia lo lejos, nada es diferente, todo fluye, (p. 84). Los objetos sonoros y entre-vistos que van apareciendo (pájaros, la montaña, automóviles, etc.) se cargan por los restos del sueño en la primera vigilia, dándonos la particular distorsión de la lógica que torna a dichos objetos en poéticos:


Todo se desprende de la montaña, que es una oscuridad indescriptible. (p. 94)


Las grúas (de edificios futuros, de vidas y muertes futuras) marcan el tiempo y el espacio, indican el cielo y la tierra. (p. 95)


Lo propiamente poético de estos objetos, es precisamente su imbricación forzada al flujo inconsciente del que el hablante se está recién desenmarcando (o mejor dicho, al flujo que ha acabado arrojando al hablante a los marcos del discurso).

Este sujeto desanclado de su mundo (o abruptamente anclado al Mundo), no puede sino sentir la experiencia del vacío. El vacío se proyecta al horizonte por venir como expectativa fatal:


Todo quieto tras la lluvia.

La materia se abre, muestra sus fundamentos: el limo. (p. 109)


El paso del sueño a la vigilia, se quiere entonces como una metanoia, un apocalipsis -revelación- de un cambio decisivo que se opera sobre los fundamentos mismos de la realidad. Al modo del romanticismo, el afuera no puede sino reproducir los movimientos íntimos del hablante, bajo la inquietud del vuelco total, del cielo nuevo y la tierra nueva en que se convierte la experiencia de este siempre reiterado día

En algún sentido, deriva, la segunda sección de Insistencia del día, representa el especial aprendizaje de la percepción que se desprende del desarrollo de la escritura de Quezada. La caída de una hoja -hecho en apariencia arbitrario, asociado a una llana cotidianeidad- abre el espacio para la necesaria consideración sobre la posible trampa que involucra esa aparente arbitrariedad; lo que existe o deja de existir, arroja la sombra de su sospecha sobre la propia vida o muerte. 

La tercera sección, cielos de la ciudad extranjera, que cierra el libro y el presente volumen, me parece una irónica reflexión sobre el status que todas estas dudas acaban por imponer a la figura de El Autor, y el choque de esta con la desolada conciencia que ha impuesto sobre el escritor de su quiebre inevitable con el mundo de las cosas, la inherente soledad radical de la que la obra surge -precisamente lo que le ha elevado a Autor. Inevitablemente, más que una “solución al problema”, se trata de una deriva poética en que la separación de sí mismo con respecto a la figura de Autor, acaba por darle cuerpo y afectos -jamás permanentes, jamás comprensibles- al hablante.

Víctor Quezada proyecta en este volumen una trayectoria escritural, un camino que en muchos sentidos es una inversión del realizado por Dante en su Comedia. La profunda y absoluta inmanencia en el corazón del proceso escritural acaba siendo, en cuanto punto de llegada del “viaje” la negación de toda posible divinidad -incluso en la analogía con la divinidad que implicaría la condición de Autor. Una vía segura hacia donde sabemos que no hay seguridad alguna, representa un libro siempre sorprendente y un ejercicio de reflexión -una que se asienta en procedimientos propios, en absolutamente propias matemáticas y lógica-, que confirma a Víctor Quezada como una voz imprescindible en este momento subterráneo de la poesía nacional.       

 

 

martes, octubre 28, 2025

Sobre EL ZORRO Y LA LUNA, de José Antonio Mazzotti: una lectura desde el sur

Parece que pasaban tantas cosas emocionantes, escalofriantes y hasta espeluznantes en la poesía chilena, que plantearse la tarea de echarle ojos a cualquier momento de la riquísima creación del Perú se hacía incómodo. Puede que se sumara la impresión de que, a diferencia del orgulloso irrespeto a la lengua castellana que ostenta el discurso chileno, el cuidado por ella que -se supone- rige los hábitos de la poesía que se hace desde la frontera norte del país hasta el Río Grande, sería una cierta barrera infranqueable para una experimentación válida en la escritura, lo que hacía al autor inobjetablemente brillante de esos “otros lugares” un ente excepcional, “universal” -y por lo mismo, legible y respetable para un diálogo con la poesía chilena. En esta creencia, que considera como “cuidado” lo que a menudo es sencillamente un mayor conocimiento y manejo de la tradición literaria, se ha fundado la especie de extraña soberbia de una tradición poética que fue capaz de inventarse su propia serie de tabulas rasas, en un país cuyas instituciones culturales fueron capaces, y hasta el vicio, de producir cortes radicales de acuerdo a los “destinos” que se iban manifestando a sus élites dirigentes y a sus representantes políticos. Estas tabulas rasas, cuya funcionalidad en la historia artística es tan solo la versión relativamente indemne de un síndrome generalizado en todos los planos, tiene su momento clave en el Centenario, en que una serie de nuevos mitos debía fundar una nación distinta, nacida de hechos vinculados a una miseria moral y económica (la dependencia servil hacia el capital inglés) y al derramamiento de sangre que esta demandó (la ocupación del territorio mapuche, la guerra del salitre y la guerra civil); de aquí que la elección de Pezoa Véliz (particularmente la sección de su obra que reelaboraba el decadentismo francés incluyendo elementos de lenguaje popular urbano y campesino) como punto de partida de la poesía chilena sea un eco efectivo de una reacción de rechazo a la tradición literaria latinoamericana, y tenga un especial correlato con la soberbia matonesca que caracterizaría en adelante la relación de Chile con sus vecinos del norte, que incluye una autopercepción de superioridad cultural fundada en buena parte en una reelaboración semiconsciente de las escenas de robo y saqueo de las bibliotecas, los museos y las instituciones médicas y de ingeniería del Perú. Así, la figura del “roto” Pezoa Véliz se impone, en cierto plano muy presente del imaginario nacional, a la elegancia de las artes del virreinato, y acaba formando parte de las imágenes sustitutivas para cubrir la relación de jerarquía efectiva que, antes de la guerra de 1879, tenía Perú en todos los planos por sobre la república pobre, miserable y completamente dependiente de capitales extranjeros que tenía más al sur.

Si en Chile cada trauma cultural exige empezar todo desde cero -una tara que más que estupidez, revela la ausencia de una tradición efectivamente elaborada que no sea una construcción más o menos mítica-, leer El Zorro y la Luna (Lima: Hipocampo, 2018) de Juan Antonio Mazzotti (Lima, 1961) obliga a plantearse las posibilidades diversas de una poética cuya perspectiva es capaz de plantarse ante una tradición literaria que deviene “nacional” al instante de realizarse en una escritura consciente. Me explico: si bien no corresponde a estas alturas pensar una cultura literaria como limitada geográficamente -y menos apelando a una supuesta uniformidad que en nuestros países siempre constituyó un mito que hasta se vuelve peligroso-, Mazzotti es capaz de proyectarnos en principio una visión de su Perú, que me atrevo a decir que es tanto o más palpable que la noción de una cultura peruana que tiende a hacerse marca comercial en nuestro imaginario. Esto no es poco, ya que es el signo de las poéticas realmente imprescindibles, que ante la falacia identitaria se yerguen ante el desafío imposible de construir una identidad desde la diferencia, desde una tensión eficiente, lo que, como aclararé más adelante, acaba manifestándose desde el detalle mínimo -anecdótico, personal- hasta el despliegue mayor -la aspiración cósmica.

El primer libro de Mazzotti -Poemas no recogidos en libro- surge un año después que el Perú pasaba a una frágil democracia tras un largo período dictatorial en 1980, cuando se da el inicio de una extensa guerra interna. Esta producción inicial, que carga consigo inevitablemente la experiencia fragmentada de quien está recién saliendo de la adolescencia, ya halla en la condición social a la que se ve enfrentado la analogía precisa de una historia que se resiste a una recomposición: es un mundo con el cual no hay reconciliación posible. Abunda en imágenes de un nihilismo mordaz, en que la inminencia de la muerte llega a plantearse como experiencia posible y elegible, una fatalidad que pretende expulsar lo trágico para contemplar la vida de frente en su levedad más patente. La figura del hablante, que se postula desde un yo burlesco, deviene flâneur, mas asumiendo ya guiños líricos que apuntan con seguridad al tema amoroso como síntesis inmanente. El amor ya se levanta como forma posible de reconciliación con el mundo en el plano vital -que lleva siempre el signo de una lejanía-, mas en el poema A un joven poeta activista la afirmación del oficio de la escritura deja ver un inaudito y único signo de positiva confianza que se constituye en el plano de la escritura:


No me hables

de la Realidad, por Dios, no me la pintes

de negro o rosa o verde o marquesinas.

Cuida tu verbo, que es tu carne, cuida el piso

en que también caminas:


métete la realidad en el poema.


(p. 29).


Este texto -que con razón ha sido visto como una declaración en pro de una poesía conversacional, ajustada a lo real y lo vivenciado más allá de ideologías o programas literarios- plantea una imperiosa ecuación inversa a los postulados clásicos de la poética comprometida: la realidad se debe al poema. Este me parece un gesto primordial que anuncia una de las fortalezas más visibles en la obra posterior de Mazzotti al reconocer al poema como un artefacto que puede generar relaciones orgánicas de sentido, recomponiendo en una síntesis de imágenes un cosmos posible y un umbral para una reconciliación.

Esta reconciliación toma un primer plano a nivel temático en el amor ya en Fierro curvo, en que desde ya se encuentran índices de este amor como potencia universal. Este acento es tanto más fuerte cuanto se deja ver la percepción de la violencia como des/fundamento, actuando de manera persistente en la construcción de imágenes -notable en Dante y Virgilio bajan por el infierno y en el sentimiento de pérdida de la organicidad del mundo en Cuismancu, donde ya esta organicidad es enraizada en la historia americana antigua. El poema Noche serena / Versión libre de la Oda VIIIa del fraile agustino Luis de León / Salamanca, 1580 resulta en este sentido programático para la obra futura de Mazzotti. El acto de amor es abiertamente contrastado con la vida urbana y la violencia, asumiéndose desde una dualidad sagrado/profano:


Sin la guerra, que es sucia y haragana,

sin la música marcial / lazarillo de cortejos fúnebres /

la música de grillos bajo la ciudad

a oscuras, los autos asustados jadeando

hacia sus tímidas viviendas

/que ellos incendien la ciudad/

que quemen ellos

todo vestigio en sus motores de sus días venideros.

Yo sólo miraré

el ruido de los círculos concéntricos: ¿es más que un breve punto

el bajo y torpe suelo, comparado

a este gran trasunto, donde vive mejorado

lo que es, lo que será, lo que ha pasado?


(pp. 56-57)


El amor como gnosis inmanente, entonces, se hace resistencia. Pero Mazzotti va más lejos: en el ámbito de la forma poética logra asumir una tradición en cuanto fuerza viva, enhebrándola con quiebres fuertes de verso y construcciones de imagen incompletas características de la poesía moderna. El transcurso del poema muestra al oído la tensión de la misma escritura, ratificando a lo poético como figura de lo permanente y como la inmanencia de un orden, de un cosmos posible. Este sentido de posibilidad está ya subrayado con la referencia cosmogónica neoplatónica de Fray Luis -que reconciliaba la experiencia en un sentido trascendente-, que acaba indicando en su sentido desplazado al acto sexual como el lugar de la reconciliación en la inmanencia.

Dicho lo anterior, el libro Castillo de popa, de 1988, representa el punto más alto de estas tensiones, tanto en el plano de la escritura como en el de la aspiración cósmica de esta poética. Resulta inevitable relacionar el título con el topos clásico de la “nave del estado”, en que desde el Introito se aprecia el rumbo del galeón sobre las aguas negras, en que el pato feo (alusión al albatros de Baudelaire) encarnaría al poeta que canta en la toldilla, la parte más alejada del rumbo y del timón, un mero testigo del curso difícil de la embarcación. La crítica acá se hace esencial al plantearse hacia la esencia misma del poder como violencia -represiva o subversiva-, por ejemplo, en DIUTURNUM ILLUD / Sueño profético de Wanka Willka, señalando a través de un texto marcado por voces diversas lo inevitable de un estado final de devastación que puede llegar hasta la inhumanidad más extrema:


Y rocas, declive, lluvia,

piedras negras y barro, laberintos, rocas,

declive, lluvia, y ningún pájaro.


(p. 89).

...


Crepitan rescoldos y un gemido subterráneo.

Una inmensa pradera de cenizas se confunde con el mar.


(p. 91).


Asimismo, la tensión erótica como expectativa cierta de un cosmos, toma a cargo de forma decidida este plano como imagen de lo posible y, por tanto, inmanencia ya cumplida de este cosmos:


Tú sola eres la medida inversa de lo que inventaron

los hombres: bajíos, herrajes, y hazañas que no fueron sino grandes

matanzas /cantadas

por hombres quizá menos presurosos pero con la misma angustia

de aquéllos.


(Fábula de P. y G., p. 76).


La tradición literaria, en este sentido, se define más claramente en este libro como la forma de reconciliación inmanente en la escritura: la pertenencia a este mundo salva al sujeto de la imposible unión con una sociedad entendida desde la historia política, en que la violencia se hace realidad tan palpable que niega la posibilidad de existencia de la síntesis poética como “canto”. El vuelco idealista sabe bien tomar una forma eficiente de expresión, que universaliza y re-encuadra al sujeto creador como ente posible.

Este re-encuadre en Mazzotti coincide con la experiencia del extrañamiento, lo que en un poema de El libro de las auroras boreales de 1994 -Díptico con lágrima- se empieza a expresar con una poética en que la flânerie de los primeros años de escritura se amplía geográficamente -particularmente desarrollada en Las flores del mall, del 2009. El sentido del vagabundaje, eso sí, pasa desde el nihilismo inicial a un decidido y afirmativo afán de autorreconocimiento. Este proceso no puede dejar de asumir la distancia del espacio de formación y pertenencia -el Perú, en principio-, el cual toma una dimensión interior, como “emanación” que es susceptible de expresarse en la superficie de la escritura en cuanto complemento inalcanzable del microcosmos del autor. Resulta esencial en este sentido el poema Que chanca la noche y chanca.


El Perú me visita.

La metáfora que lenta destilaba el alambique

por un chorro de luz ya no se vuelve

flor, por un soplido

su tallo de diamante se dispersa

y de pronto la ciudad se enciende,

los reflejos sobre el río son los candelabros

de una procesión.


¿Te he visto, hermano, entre los muertos caminando

sin que me vieras?


Cada mañana al encender el cigarrillo

un rostro como el tuyo sostiene la llama.

Escribir a tus espaldas es lo que me queda.

Seguir tu rastro inerte como un ebrio

que chanca la noche y chanca.


(p. 107).


Esta expresión casi alucinatoria del lar lejano funciona como un programa de escritura, en que la temática del exilio, del shock histórico y de la memoria sostendrá, como un eje negativo de tensión, una poética con posibilidades afirmativas que aspirará a resolver la reconciliación interior que se hace reflejo inmanente -reconciliación ya realizada operativamente- de la cósmica. Poemas posteriores como Himnos nacionales, en Declinaciones latinas (1995-1999), serán el lugar del momento negativo; mientras el eje afirmativo tomará cada vez más fuerza, impulsado por la tensión. Cabe considerar en este sentido la sección Gimnasio de papel de El libro de las auroras boreales, en que tanto las aspiraciones del deseo amoroso, la memoria histórica y los procesos de la intuición creadora parecen sugerirse bajo la figura de ejercicios físicos, en un movimiento que apunta a la asimilación y recomposición de una conciencia capaz de comprender al mundo a través de la comprensión de sí misma como lugar de los eventos externos. Esta concepción es fundamental para entender la posibilidad de una identidad desde la diferencia, única forma de hacer que la obra aspire a definirse como reflejo de la totalidad de un mundo y que la deriva identitaria en vez de un borroneo constituya un proceso de continua redefinición del sujeto en la superficie de su escritura.

Este proceso de conocimiento no puede sino reflejarse en una gnosis en sentido completo: Sakra boccata (2006) y Apu Kalypso (2015) representan bien esta poética en que el sujeto y lo representado se definen por un vínculo transformativo. El léxico mismo cae en esta continua transformación, al desplazar su elección desde el cultismo español, el término quechua o el neologismo vallejiano como materiales integrados que progresivamente van universalizando la escritura; es más, la obscenidad popular como desafío a la enajenación de la experiencia por una cultura pretendidamente superior muestra no solo su potencia de liberar una represión a nivel del deseo personal y despertar una memoria etaria y geográficamente localizada, sino su capacidad de ser parte del proceso inmanente de un sujeto hacia sus posibilidades efectivas de reconciliación y -por ende- su liberación de las represiones generadas por la tensión identitaria e histórica, un “rendimiento” que tan solo confirma la profundidad del proceso. Al fin de cuentas, la aspiración cósmica de Sakra boccata -vaciada como una relación inmanente de divinidad en la persona, esto es, una mística- y de Apu Kalypso -como una relación inmanente de divinidad en la geografía y la vida natural, esto es, un animismo o, incluso, un chamanismo-, no pueden sino plantear a la poesía como el lugar de reconciliación desde la experiencia interna fundada en una memoria -Erfahrung- que es capaz de re-situar al sujeto en su experiencia con el mundo.

En Mazzotti el vuelco hacia una reconciliación inmanente sabe encontrar una lengua literaria dúctil, que se reconoce como cercana en toda la amplitud de su tradición, entendiendo dentro de esta no solo la antigüedad europea, sino la americana. Esta síntesis, creo, solo puede pensarse hoy en el horizonte de la compleja elaboración que supone una poética situada en el Perú, que sabe convertirse en un Perú personalísimo en cada uno de los grandes nombres vivos de ese entorno literario que ha sabido resistir diásporas y quiebres -desde la pensada reflexividad de Mario Montalbetti hasta la no menos reflexiva experiencia vital de Tulio Mora o Roger Santiváñez. En buena medida, la justicia del Premio Internacional de Poesía José Lezama Lima 2018 de Casa de las Américas no solo recae sobre Mazzotti, sino sobre la tradición de escritura que le hace posible.

 

DE LA CRISIS DEL ARTE A LA CRISIS POLÍTICA. En torno a la obra de Gustavo Barrera Calderón

Subvertir las relaciones –delicada y falazmente agazapadas- que existieron y sobreviven como fundamento del intercambio artístico ha sido una constante necesaria desde que terminaba el siglo XIX hasta ahora. Y no podía ser de otro modo, desde el instante en que el capitalismo en su aurora sabía encontrar condiciones nuevas e inauditas de asimilación del literato a la sociedad nueva y cambiante en que vivía (piénsese en Poe o Baudelaire: su rol mísero pero axial en la distribución masiva de material impreso del pujante Estados Unidos y de la Francia del Segundo Imperio, respectivamente). Carente de toda ingenuidad en la conciencia de la imposible cadena que ahora sentía en el pie, el autor de bellas letras ya no podía sino mirar de frente a su lector, un semejante temido, odiado, despreciable o idolatrado (del modo ambiguo y perturbador en que Carroll podía idolatrar a una Alice Lidell)-, pero ya nunca más esa musa aérea y sublimada que constituía una falaz ilusión de academias y nostálgicos medievalistas. La misma expresión “bellas letras” caía a los suelos en medio de la ruina del concepto de belleza –junto a toda su amplia familia de trascendencias- como fundamento de la obra artística. 

La responsabilidad y resonancias de lo que sucedió durante el siglo XIX para llegar a esto puede ser fácilmente endosable a este o aquel personaje o circunstancia –la caída definitiva del paradigma religioso como baluarte de la construcción de sociedad, la revelación de fuerzas cada vez más misteriosas en el seno de la estructura física y química de la realidad, el evolucionismo...-; sin embargo, muy probablemente nada de esto hubiera podido estar tan presente como para determinar de forma tan absoluta toda la vida social si no se sintiese en la piel de la vida cotidiana un cambio radical en la forma de habitar y ser habitado por la ciudad moderna. La poesía reconoció el cambio del clima, y se dio a la tarea de saltar más acá de la esfera separada del arte a la de la vida, y las nuevas problemáticas, contradicciones y horizontes de los tiempos que aún –apenas- habitamos, surgirían de ese desplazamiento, desenraizante, iconoclasta, crítico. 

No podía partir una consideración sobre la obra de Gustavo Barrera Calderón (Santiago, 1975) sin armar este par de párrafos que, en general, podrían ser considerados obviedades –pero es que a la poesía chilena, contempladora del propio y singular abismo de su habla y de su relación con su territorio, le ha costado encontrar en sí una voluntad de desplazamiento frío y decidido desde los terrenos de las Bellas Letras. Sin duda, el último gran paso –tras haberse iniciado el camino con el ambiguo y ácido humor de Pezoa Véliz- fue el dado por Juan Luis Martínez, en que la subversión en el seno de esa geografía fantástica que constituía la comunicación artística lograba mostrar la profunda perversión que fundamentaba la relación entre fantasmas –el autor y el lector, entre otros- sobre una materialidad que no dejaba de resistirse a un consumo con reglas supuestamente fijas, y acertaba a revelar la desaparición del carácter único y primordial de la obra de arte –su aura. Y si bien Martínez ha dejado una poderosa huella en todo el espectro de la creación literaria de nuestro país, la gran mayoría de sus continuadores más declarados u obvios se ha limitado a aferrarse a los gestos que Martínez introduce en medio de la vía a paso cansino de la poesía chilena. En el caso de Barrera, me parece que su filiación martiniana, por así llamarla, apunta a un cúmulo de asunciones que logran responder al corazón de aquello que termina revelando la labor de vanguardia en que Martínez se inscribe, y que corresponde a una crítica radical de las condiciones existentes de vida desde la misma crítica de las posibilidades de juicio –y de lectura- sobre ellas.

Artículo completo descargable en pdf, aquí.

 

martes, octubre 21, 2025

Un iluminado abismo: DETRÁS DEL ACANTILADO, de Alejandra del Río.

 

Se puede hacer infinidad de relaciones entre arte y sueño, desde la fácil asimilación entre el mundo onírico y la esperanza hasta la intrincada síntesis que ansiaban los surrealistas entre la vigilia y ese otro lugar. Cuestión de fe, al fin, ya que el sueño puede verse con menos florituras, desde el lado más acá del arte, como una vivencia tan netamente personal que solo podemos enfrentar, desde el momento del despertar, con el pudor que merece lo callado, lo propio, algo que ni siquiera tuvo lugar. Incluso algo en nosotros pone el obstáculo indispensable en la memoria para que no evoquemos algo demasiado perturbador y podamos avanzar hacia el día sin morirnos de miedo.

Se trata de una barrera difícil: más allá está el abismo, un mar primordial y amenazante. Alejandra del Río (Santiago, 1972) decide componer este libro, Detrás del acantilado (Santiago: Rumbos Editores, 2025), desde ese más allá, asumiendo todo el peso de lo impúdico de esa operación. La invitación que hace no es al tránsito sobre el suelo, ese lugar en que decidimos dónde, cómo y cuándo poner el pie, sino que hacia esa casi imposible navegación que no puede sino caer en la deriva, en el momento en que el propio cuerpo, sin cascarón ni velamen, tiene que abandonar la ansiada dirección (el sentido).

Bien, vamos seguros suponiendo que la navegación, tanto como la natación, son para nosotros, si no ciencias, al menos técnicas. Pero Del Río no le habla a este nosotros con minúscula, sino que al Nosotros primordial, el que aún continúa moldeando la vida (post)moderna desde un lugar oscuro, bajo las mareas y las corrientes. Así, a través de los textos se reiteran las señales de una humanidad que habita un momento proto-histórico, un instante en que aún se comprende la necesidad del ritual y se asimila la violencia como elemento fundamental de la experiencia común. Así, el título remite al sueño que abre el libro, en que la hablante rememora su papel de víctima sacrificial:

Al borde de un precipicio. Visto joyas de turquesa y jade (…) No tengo pechos, no tengo vellos, soy una niña (…) Soy hermosa, la gente me mira y espera grandes cosas de mí. Espera que los sane, que el mundo vuelva a ser como antes. El sol me saluda, el viento me toca. Y una mano me toca también. Una mano que me empuja. Caigo. Caigo al pozo del sacrificio. Entro en el agua como quien entra al futuro. Pesa el jade, pesa la turquesa, pesa mi belleza. Y me ahogo, por los míos me ahogo. (El Sacrificio, p. 23)

Nuestra víctima ha tenido una toma de conciencia profunda de su rol sagrado, separado del mundo, en ese peso físico que marca su caída. Asumimos que es desde ese mar, puro futuro, que este hablante se dirigirá a nosotros en los textos que siguen. Pero no: esta niña se ha ahogado. Acá ya no hay Una que hable.

Cada texto acá tiene su propio y particular hablante, que se mueve desde humanidades primordiales hasta espacios absolutamente propios y contemporáneos. Se trata de una variedad de ámbitos que hacen resaltar esta dimensión impúdica: la deriva del sueño puede hacernos ver a los monstruos bajo la cama, a los familiares, a los compañeros en el oficio poético, a ex-parejas, a cantantes o actores de Hollywood, a maestros y hasta a Dios ocupando el mismo escenario, uno que sabe plasmarse de forma claramente distinta cada vez, en un dibujo cuidado y pauteado de imágenes. La composición y disposición de cada elemento y personaje es llevada a la lectura a través de unidades en general breves, compuestas con unidades sonoras estrictas para que el efecto “de verso” forme de a poco las imágenes y sepa reproducir lo súbito de la secuencia onírica. Esto induce a que caigamos fácilmente en el arduo pacto de fe que supone una escritura que no aspira a plasmar la tranquilizadora y convenida realidad de afuera, sino la proyección de un interior tan inquietante -o bien, a veces, asombrosamente irónico- que sabe hacérsenos tanto más real.

Esta realidad elevada a una nueva relación con el lector (a través de un pacto narrativo llevado a sus extremos) no puede sino llevarnos de vuelta al sueño del sacrificio. La víctima de ese sacrificio no es sencillamente un elemento que debe participar de un cierto acto y ser llevado a un lugar, es además ella misma la señal de ese lugar, es además el acto mismo y su motivación. Esa extrema relación, no puede sino ser equiparada a la función mítica de la poesía -el oficio del vate-, en cuanto umbral de conocimientos inefables que aseguran la posibilidad de un saber y un habitar comunes.

Esto supone asimilar y desplegar imágenes del poder. En su carácter más transhistórico y propio de la búsqueda personal, hallamos la apelación a lo divino, precisamente desde una petición a los pies de los Maestros (El apodo de Dios, p. 55) en un escenario marcado por la presencia de la amenaza enorme de lo sagrado, que al fin del libro parece mostrar su otra cara, la de la infinita escucha desde el Trono (Visión de la gracia, 77) que resulta en la realización de una obra alquímica en que el sujeto parece haber desaparecido, ya hecho un latido más que viene desde un corazón absoluto.

Y con todo, la presencia de un poder humano y actual deja una marca duradera en estos sueños, y marca a la comunidad de la que habla como la chilena del último medio siglo. La evocación del padre, asociada a una actividad política definida por el riesgo y el sigilo, se deja ver a través de Detrás del acantilado como una poderosa huella en esta deriva; y de manera análoga a la apelación divina, pasa desde la amenaza inherente de la persecución (Arrancar descalza, 39) y la labor clandestina (Clandestinos, 48; La amenaza, 49) hasta la fantasía del triunfo universal del socialismo (Si tan solo Trotski, p. 75). El movimiento de reconciliación trascendente del hablante solo puede pasar por la reconciliación inmanente de la comunidad en la que se enmarca su vida, por un abrazo festivo con su pasado.

Pareciera que se cierra un círculo, pero en verdad, la multiplicidad de hablantes, la radical diversidad de escenarios y disposiciones de cada uno de estos cincuenta sueños, indica que este soñador no es sencillamente el guardián del umbral de lo inefable (como quizás con mucha esperanza supusieron los románticos), sino un humilde sirviente puesto en un cruce de caminos para indicar hacia dónde ir, pero al que no le han dado jamás el mapa o indicación alguna, tan solo señales incompletas como los peluches apolillados que debe cuidar mientras duerme: los juguetes de los poetas (Noche de poetas, p. 66). Esta soñadora puede haber hallado algunas respuestas a sus preguntas, pero el lector se encontrará con la sensación, previa a todo diálogo, de estar frente a un mundo que guarda toda la incertidumbre y lo tembloroso de la vivencia humana más abismal, forjado -salve la paradoja- con la seguridad de trazo y de mirada de una de las mejores escritoras vivas de nuestro país.

NOTAS DE UN ANTOLOGADOR, que no es una rendición de cuentas.

La dimensión de la experiencia de quien antologa, acaso no puede quedar fuera de un proyecto sobre antologías. Si es que las antologías constituyesen una instancia de validación dentro de un campo literario específico, entonces el lugar del seleccionador no puede sino ser uno de riesgo: es decir, si el lugar que asume aquel dentro de la institución literaria es el de un guardián de la puerta, ¿no es el seleccionador un mandatado por la mismísima institución literaria? Sería un consuelo que el encargo lo hiciera la academia -al caso se podría asumir que hay una experticia, una “autoridad”-, pero cuando no se da aquello, y encima el antologador también es parte del mismo oficio creativo, el lugar resulta bastante inquietante. 

La primera vez fue por encargo de Roberto Mascaró, para la revista Encuentro, de Malmö, el año 2003. Se trató de un número especial con treinta poetas de Valparaíso (todos con libros publicados), con dos poemas de cada autor. Hay que decir que yo solo vivía en Valparaíso desde el año 2000, y que antes de llegar a la ciudad conocería a lo más tres nombres, en una época en que el uso de Internet no estaba masificado, y menos una presencia estable de publicaciones literarias en línea. Así, mi trabajo de selección y pesquisa fue en sí mismo la forma de conocer el ámbito literario al que venía llegando. Desde ya, asumí un criterio esencial que implicaba un oficio literario visible, más allá de mis gustos personales o estilísticos, lo que implicaba por su parte ampliar el rango de estilos y formas. No podría decir mucho de esta revista, ya que no conservo la copia digital, y hasta para buscarla catalogada (no subida) en las bibliotecas de Suecia se gasta un enorme tiempo, y es de hecho una selección perdida bajo los bites de la era internética que vino después. No tuve tampoco noticias de la recepción que tuvo, o la cantidad de ejemplares.

Al año siguiente, elaboro una segunda selección, ampliando casi al doble la cantidad de autores y de textos de cada uno de ellos, para la revista anual Aerea, de Ril. Esta se publicó en los números 7 y 8 (2004-2005). La ampliación implicó una pesquisa más exhaustiva, y la mayor difusión y relevancia de la publicación significaba una responsabilidad más marcada. Por ello, se impusieron criterios más precisos: autores que estaban en plena actividad (lo que excluía a fallecidos) y que hubieran publicado un libro individual al menos en los últimos doce años. Posteriormente, se planteó la idea de editar esta antología en forma de libro, bajo el nombre La orilla inquieta, aun más ampliada; sin embargo, hubo inconvenientes que lo impidieron.

El año 2005, se me encarga desde revista Trilce, de Concepción, una selección de “Nueva Poesía de la Región de Valparaíso. Esta apareció en el número 12 de la tercera época (año 2005). Esta incluía a ocho autores en su mayoría inéditos, que no aparecían en las antologías anteriormente mencionadas.

Estas tres experiencias (más la preparación de La orilla inquieta, cuyo texto fue, de hecho, terminado) implican, de alguna forma, una experiencia particular de la selección literaria como “oficio”: fijar criterios, comprender los aspectos relevantes de cada poética, identificar textos que pudieran dar mejor cuenta de cada obra, significaba un peso ético que se sentía a cada decisión que se tomaba. El peso ético tenía por consecuencia subrayar esas definiciones como reglas autoasignadas. En este caso, corresponde señalar algunas de las problemáticas que se presentaron, así como las formas en que aquellas se resolvieron.

Una de las primeras problemáticas es la territorial. ¿Cómo comprender el alcance de una antología de este tipo? Por cierto, fue después que conocí a fondo Poetas porteños, de Fuentealba Lagos (el último intento de una publicación extensa, exceptuando de esta definición el número de Libertad 250 en que Ennio Moltedo hizo una muestra bastante más acotada en volumen). En el libro de Fuentealba los poetas porteños eran porteños; incluso cuando se pasaba la Avenida España hacia Viña del Mar, el autor define el escenario desde la comuna-puerto (y por su lado la presencia en el plano del contenido del entorno de la ciudad de Valparaíso y un imaginario marítimo sublimado es aplastante). Sin embargo, yo ya me pregunté en su momento: las psicogeografías, las historias sociales y políticas, y hasta las historias de las sedes académicas y grupos literarios, de Valparaíso y de Viña del Mar son tan radicalmente distintas que hacía imposible pensarlas en un solo arco de pensamiento, y uno supone que cualquier creador se ve influido por ellas al intento de componer el poema. Recuerdo que me decían que daba lo mismo decir Valparaíso y Viña en términos culturales. Pero la pregunta seguía patente, y la antología de Fuentealba Lagos parecía hacerle eco: ¿si es que no da lo mismo, no era más fácil lo que hizo esa antología del 67, asumir el límite territorial estrictamente? Pensando aparte, que ese mismo año empieza la acción de la Tribu No en Concón y la actividad de Godofredo Iommi desde el Instituto de Arquitectura de la UCV (ubicada en el límite casi preciso entre Valparaíso y Viña). Sí, Fuentealba saca su fotografía en la ciudad de Valparaíso y desde Valparaíso.

¿La solución? Primera opción (equivocada): pensar en la región de Valparaíso. No digo que sea imposible, pero el año 2003 ó 2004 fui a la presentación de Poesía nueva de San Felipe de Aconcagua, compilación de Patricio Serey, Camilo Muró y Carlos Hernández Ayala. ¡Veinte poetas de San Felipe y Los Andes, con personalidades absolutamente propias, variedad de estilos, actividad grupal, publicaciones periódicas, talleres, lecturas! No era un campo literario subalterno: era otro campo cultural. Y desde la costa sur iban llegando nombres y referencias de uno, dos, tres, cuatro autores de San Antonio, y más y más... ¿Y Quillota...? Lindo desafío para un equipo de investigadores, pero para un humilde poeta con recursos limitados -con nulo financiamiento para ninguna de estas iniciativas de selección...-, no gracias. Obligado a acotar: se trataba de poetas con presencia en la provincia de Valparaíso; y no necesariamente habitantes de ella, sino que hubiesen publicado en editoriales y medios de esta provincia. Dada esta definición, quedaban varios afuera que eran interesantes y talentosos, pero... menos mal (desde el lado del trabajo asignado, naturalmente que era un descanso).

Segundo problema: el de estilos validados y no validados desde la institucionalidad literaria. Nadie habría dejado fuera a Juan Cameron, Renán Ponce, A. Bresky o Ennio Moltedo: eran elecciones fáciles, se trataba de imprescindibles. Pero en medio de todo esto, se me aparecían poéticas underground que no dejaban de gustarme (recuerdo particularmente el caso de Sadomasoquismo chileno, un texto violento y terrible del en ese entonces muy joven Francisco Núñez, que incluí en la de Malmö, o la poética siempre desafiante de Álvaro Báez, o la literatura de escenarios de Enrique Moro, que había que presenciarla para sentir lo contundente de su puesta performática, o las obras-objeto de Víctor Rojas Farías, que se resistían a ser leídas como colecciones de poemas). Varias decisiones que tenían que ver con estas formas relativamente marginales me trajeron críticas agrias, pero ante eso lo que quise que se preservara fue el reconocimiento a lo que llamé el oficio visible y el hecho de que lo que cargaba el peso ético eran mis hombros y no los de otros. Esto supuso como consecuencia otra cosa: el orden alfabético. Que las jerarquías las pusiera el lector según su gusto, su capricho o su gusto del día. Mi deber era ampliar el arco de estilos hasta su límite (aunque no más allá de cierto límite, se entiende).

Tercer problema (y esto suena casi policiaco): los informantes. En mi caso: primordialmente Álvaro Báez, Juan Cameron (que tenía una biblioteca completísima), A. Bresky, Sergio Madrid Sielfeld, Virgilio Rodríguez, Ismael Gavilán, tras los cuales venía otra línea descendente de informantes, y así sucesivamente. Parece no ser un problema, pero sí lo era: cada uno de ellos me mencionó nombres imprescindibles que no lo eran tanto en mi opinión al leerlos. Y bien, eran años de trabajo, grandes talentos, gente brillante en sus estudios, etc., pero no se trataba de una enciclopedia, el espacio era acotado, y no quería andarme arrepintiendo después. Catalina Laffert, o Claudio Faúndez, ambos con un solo libro publicado, no podía dejarle su espacio a autores que si bien tenían buenos poemas, oficio y una cantidad de libros y reconocimientos, no alcanzaban ese peso escritural concentrado. Solución: la pequeña autoridad que me entregaba el encargo, y la falta de ansiedad por andar haciéndome amigos así no más.

Cuarto problema (enorme): las mujeres escritoras. Cualquier pretensión de paridad de género en esos años se hacía imposible. El peso de lo patriarcal en la práctica poética era tal a inicios de los 2000, que si es que se trataba de centrarse en oficio y en ejercicio literario, no se hallaba muchas autoras que hicieran una diferencia tal como para pensar en un equilibrio. No digo que no existieran, digo había varios nombres centrales que no habían publicado en los últimos 15 años, y las autoras más visibles (era un momento de mucha lectura pública) no tenían el desarrollo de oficio que yo me había puesto como vara. De hecho, fue la antología de Trilce la que presentó paridad precisamente en el año 2005, y sin siquiera programarlo; lo que implicaba estar de frente al germen de un cambio de época.

¿Es que estas antologías resultaron ser un ejercicio de validación? Apenas. Corresponde recordar que la atención de las universidades sobre el ejercicio poético actual y presente, si bien es un hecho que da sus muestras de vez en cuando en la actualidad, en aquella época era mínima (si es que descontamos la atención que ponían sobre sus particulares ámbitos, bien delimitados, de desarrollo creativo y de estudio, como era el caso del Instituto de Arte de la UCV en ese momento). Fueron ejercicios que, además, no generaron hito en el campo literario de la región, y en este sentido no se comparaban al peso histórico del antecedente de Fuentealba Lagos. Y en el plano público, siempre hubo más poetas que no estaban en las antologías que los que estaban incluidos; se hacía fácil, entonces, ejercer cierto coro de silencio. 

Su función principal fue, sin ninguna duda, dar a conocer la poesía de Valparaíso hacia afuera. 

Y acaso yo diría que eran ejercicios de amor hacia el oficio y hacia un ámbito literario que me acogía y quizás me susurraba que tenía que pagar una aduana desde un lugar que me hacía gracia e interés: el trabajo crítico, el entender desde dónde plantear una perspectiva de lectura, y, por qué no decirlo, corregir un par de injusticias que me parecían obvias (lo que suena, de nuevo, como la resolución de un caso policial). Porque en esto también hay afanes de heroísmo y vanidad que uno debería confesar, ya que por más que el lugar de perspectiva quisiera ser objetivo, los escritores somos cuerpos y mentes que escriben sobre testimonios de otros cuerpos y otras mentes, y no podemos soltar los afectos a ciertos estilos, ciertos temas y ciertos giros que algunos poemas saben susurrarnos personalmente al oído.