La summa poetica de César Cabello (Santiago, 1976), Libro de las huidas y de la hoguera (Arica: Aparte, 2021), se abre como un desafío: la natural tendencia a buscar el carácter común -o al menos la armonía- de la obra completa aparece casi imposible. El hablante mismo -y la relación con su práctica- no parece reductible a una sola figura, y hasta la imagen del mundo externo y su relación con la escritura es diversa dentro de la misma obra. Otra cosa sería afirmar esa tendencia natural de armonizar la diversidad como una necesidad por parte del crítico -lo que implicaría casi un análisis de quién es César Cabello-, si bien se debería ser capaz de identificar gestos y determinaciones negativas (qué es lo que evita hacer, qué es lo que no hay). Me parece que hallar esos gestos y determinaciones podría dar indicios del desde dónde de la escritura de Cabello, al menos de su mayor parte.
La clave nos la empieza a dar en parte el mismo título: las decisiones escriturales de Cabello se dan precisamente en huida, de manera negativa. Por otro lado, como Cristián Gómez Olivares destaca en su consistente prólogo, el poema Renuncia latente puede funcionar como una poética, o declaración de principios, donde las preferencias se inclinan hacia una especie de hermetismo que creemos plenamente justificado y, aun más, imprescindible para los efectos de este volumen (p. 16). En el poema mencionado las renuncias se dan ante el mundo del arte, el entorno humano en general, y de lo que podríamos resumir a partir del poema como lo certero y lo terrestre; todo esto en pos de cierta consciente vigilia marcada por el signo de la oscuridad. Aquí radica claramente lo que Gómez identifica como hermetismo, es decir, la afirmación de que la realidad última está oculta y requiere una disciplina específica por parte del interesado en conocerla, disciplina que también está restringida a quien pueda asumir riesgos supremos; esto pensado desde el término hermetismo en su origen etimológico: como señal de la contratradición que constituyen los saberes “heréticos” como la magia, la alquimia, etc. Estos saberes se resistían siempre a la transmisión, sea por un peligro intrínseco o porque sencillamente no podían ser transferidos con lealtad sin existir una experiencia íntima en su ascesis, su práctica individual y rigurosamente íntima, retirada. Así, la oscuridad del lenguaje (por alguna codificación o por el balbuceo impotente de quien había pasado una experiencia inefable) se correspondía con la oscuridad de los recintos tradicionalmente pensados como lugar de retiro: las celdas, las cuevas, los laboratorios alquímicos.
Saberes subalternos de sujetos subalternos, como los que hablamos, fueron plenamente asimilados por la tradición poética ya desde antes de lo que denominamos la modernidad (concepto que nos trae a la memoria de inmediato a Baudelaire, las correspondencias y la rebelión luciferina de los marginados), si pensamos que desde Dante y la tradición de trovadores que lo antecede ya tenemos muestras diversas de ese hermetismo desafiante. La clave es precisamente esa negatividad ostentada, una negatividad que se pone en juego a nivel de construcción de mundo, en tensión con una forma-poema que ha devenido en sí misma una tradición constructiva y afirmativa en la misma medida que el saber científico al que el arte empieza a aspirar en la modernidad.
Planteado esto, se entiende el sostener que va más allá de un mero juicio político lo que se propone Cabello en poemas como Industrias Chile S.A.:
Sobre una carnicería humeante, a la deriva, en el Pacífico,
sobre una pira funeraria sobrevolada por buitres
y otras aves de carroña,
abandonamos el país
que vio como los ojos nos sangraban.
(...)
No fuimos un país, sino un éxodo,
de fronteras que se atan o se cortan como redes
de una patria transportada con remos:
A la derecha, la sombra pasajera
de la Industria y del erial.
A la izquierda, los viejos pasadizos
que descubro entre las sombras:
El horror, el miedo, el vértigo,
de las aguas que se abren
y muestran sus abismos.
(pp. 56-57)
La situación de los marginados dentro de una deriva oceánica, contrapuestos a la fijeza tenebrosa de un territorio que se vuelve inhabitable, no puede sino percibir al fin las sombras tanáticas que regulan su destino -un destino que es, de algún modo, un abismo. El sustrato de la realidad es oscuro y afirma el fin, la muerte, como forma primordial y última.
Ante esto, el sujeto puede asumir una conciencia existencial que le ayude a sobrellevar esta revelación. Las Huidas cuarta y quinta, marcadas por la vida urbana en la región de la Araucanía, refieren a esta aceptación dolorosa, no solo de la marginación del hablante, sino de la muerte de sus familiares y el fin de un modo de vida más digno cuyos restos aún están presentes ante su vista:
No hay que ir muy lejos para darse cuenta
de que la ciudad de Temuco tiene otro peso en el ojo,
ni hay que ser un prestidigitador para saber que el alma
posee los colores de la sombra,
y que el indio no tiene alma,
porque solo le alcanzó
para dibujar con carboncillo
la breve ilusión de su claroscuro.
(poema Visión de la Araucanía, p. 75)
Pienso en esto, sentado frente al polígono fabril
donde se construían las locomotoras
y que hoy albergan las bodegas
de un supermercado.
Solitario, como un vagón fantasma
que retorna, sin fuerzas, por la vía.
Furioso, contra ese tren negro, sin luces,
en el que se ha convertido mi existencia.
(poema Western o la división del trabajo, 97)
No obstante, la sexta huida, Tuwun de muerte, propone otra forma de encarar la realidad primordial de la muerte. Tuwun, nos informa una nota, se traduce como “lugar de origen”, y en esta sección Cabello parece entregarnos una visión general de lo mortuorio desde la cosmogonía mapuche. Las reiteradas referencias al mar nos recuerdan el papel central de la travesía que el püllün (término analogable, mas no sinónimo, de “espíritu” o “alma”) debe hacer para arribar a su destino final tras separarse del cuerpo físico. El texto habla desde una actualidad en que se ha degradado incluso la ritualidad de la muerte dentro de la comunidad mapuche:
¿Qué haremos con nuestros antepasados?
El río no soporta más cadáveres,
las familias reclaman al lonko
doce tumbas saqueadas
por animales de carroña.
Las casas donde ahumaban a los muertos
han cerrado
y el kalku,
fabricante clandestino de ataúdes,
se niega a recibirlos.
(...)
Los rezos proferidos sobre el püllün
no serán ciertos y el espíritu del choike
no renacerá de las cenizas
para una nueva danza.
(de Eltun, 105)
Ante esto, desde el mayor nivel de impotencia, la respuesta es el trato con las potencias oscuras. Canto lúgubre indica este llamado, que podríamos denominar sacrificial:
¿A quién honro cuando corto
la nervuda garganta del carnero?
Si hay un dios arriba,
¿por qué habito entre raíces húmedas,
estatuas de hueso desfiguradas,
esculpidas en el frío?
Soy resto de hombre y saco de tierra muerta;
a la carne de todos los entierros me parezco,
como una armadura vacía.
Es entonces cuando me entrego
al Señor de los Abismos,
que sus calderos sequen mis entrañas como la sal
y yo sea la ofrenda, el hijo sin padre,
de todos los lamentos desaparecidos.
(p. 110)
Es esta entrega sacrificial la que puede generar el único sentido posible, al conjurar la negatividad del destino con una acción voluntaria que afirma el riesgo y la decisión por sobre la impotencia y la sumisión a la muerte dada por un Otro trascendente. Así, acaso los últimos versos de Chemamull proclaman este nuevo estadio de conciencia con respecto a lo abismal:
Esto se trata de cortar con las duras materias
que nos cercan, de librar al cuerpo de sus vanas envolturas
terrestres y, a los pies de aquella estatua
de aceitadas maderas,
defender la Vida
consumada en la Muerte.
(p. 114)
La Vida consumada en la Muerte, esto es, una reconciliación perfecta entre opuestos. Este desarrollo de reconciliación de opuestos permite que la desesperanza del sujeto pueda también convertirse en la más alta esperanza, al tomar conciencia de un punto cero, en que el sacrificio, la ofrenda de sí mismo, se hace más solvente en la medida de la purificación, la disolución del yo.
Lo ya dicho puede dar la clave sobre el procedimiento general de elaboración poética que Cabello ejerce sobre su material, incluso cuando se trata de escritos aparentemente referidos a una realidad contingente. Así, la dimensión de marginación de las comunas desindustrializadas de Santiago o de la vida presidiaria debe ser llevada a ese punto cero para que su planteo pueda aspirar a ser materia poética, un punto cero ante el que el verbo no poético solo puede responder con silencio (y la estructura de las secciones no puede sino situar estos momentos en el fin):
(...)
Los fieles, todos de rodillas, vieron como una bala
perforaba el costado de su Señor y se erigía un nuevo dios
en estas poblaciones.
(p. 152, fin del poema Pascua de resurrección)
(...)
Yo quedé muy lejos, aspirando “ñoco” en un eriazo,
entrando a la ciudad por las noches a robar
la exigua recompensa de los seres invisibles
y sin patria.
(p. 156, fin del poema Lumpen y fin de la sección Tierras bajas)
(...)
Sentado, sobre un montículo de huesos
de otros reos que quedaron en el camino,
preguntas a los que pasan:
¿Existe una salida?
(p. 192, fin del poema El túnel y fin de la sección Hombres culpables)
En este sentido es que Cabello plantea el rol del poeta desde el punto cero. El hablante es, tal como el necromante o el cabalista, aquel cuyo saber secreto y particular puede dar un sentido, continuar el desarrollo de lo que acontece después del Fin, hallar una palabra tras el silencio. El poeta encuentra acá su misión fundamental:
(...)
Esa edad sin ojos, sin voces, ni oídos,
cuando la realidad inmoviliza a su presa
desde el cuello,
resuena aquí
como las palabras de un verdugo,
donde el silencio no tiene escapatoria,
porque ya la Muerte ha encontrado a su poeta.
(p. 230, fin del poema Gallina ciega)
Por esto, no parece inverosímil que el final de la colección sea el poema Inhumano, en que el hablante, desde su punto cero, asuma su lugar paradójico de continuar tras el fin, asumir el rol de demiurgo no determinado por el tiempo, en una escritura que parece muy próxima a los escritos gnósticos:
En el agua soy eso que ronda,
de pesadas gotas negras desmembradas
en arterias de la creación.
(...)
asesino al tiempo,
a la edad perdida de la tierra,
en su lengua y en el látigo
que levanta al cadáver
de la tumba.
(...)
Soy mucho más antiguo
que la muerte, pálpito de arena
o mueble inconfesable
de traidor.
(...)
Sin mí las cosas se derrumban,
muestran sus podridas vendas,
su raíz sin dedos, a aquello que no sabe
y no puede morir.
(...)
Al agua vuelvo
como sombra de lo humano,
entre aquello que no sabe
y no puede morir.
(pp. 297-298)
Cabello claramente ha dispuesto sus diversos momentos poéticos en relación a una lógica negativa, en huida, que solo puede comprenderse si se plantea la compleja relación de la posición del hablante (siempre paradójica y puesta en cuestión) con lo taxativo y obligatoriamente dado (positivo, diríamos, en jerga hegeliana) de la escritura misma. Esto supone que el proyecto poético, en cuanto programa y en su trayectoria, se asumen como conocimiento cerrado, gnosis, despliegue interno de un contenido intransferible que exige, por otro lado, su expresión bajo la cifra de “lo literario”.
La densidad y diversidad estilística de la escritura de Cabello ameritan considerar con atención mayor el fuerte enlace entre lo poético y las formas filosóficas dentro de la literatura chilena contemporánea. En épocas en que una crisis anclada en lo contingente, pareciera forzar a la expresión directa y sin pliegues, este Libro de las huidas y de la hoguera parece indicarnos que las crisis centrales de la época son en verdad de todas las épocas al ser planteadas como puede hacerlo la poesía: desde la pregunta de la situación del sujeto en el mundo, y de la siempre difícil puesta en cuestión de una “realidad” que desea aparecérsenos y permanece oculta.