jueves, julio 07, 2022

Gobernar la tragedia de los vivos: LA CAIDA DE LA CASA KISSINGER (Santiago: Dementes Unidos, 2022), de Jaime Huenún.

 

El eco del nombre de Henry Kissinger lo tenemos todos en las orejas a este lado del mundo: el Secretario de Estado norteamericano que entre 1973 y 1977 fue uno de los principales artífices de una política que nos terminó tocando a todos personalmente bajo la experiencia de las dictaduras militares en Latinoamérica, uno de los mayores criminales de guerra, además, de acuerdo a la formalidad del derecho internacional, si bien cierta “necesidad” histórica del orden capitalista de detener a sus posibles impugnadores (así como su despliegue diplomático que, de hecho, logró evitar grandes confrontaciones armadas produciendo “pequeños” conflictos locales en países marginales) ha acabado de darle una cierta aura de extraña “legitimidad” en los ámbitos “serios” del estudio de la política internacional. Se podría hacer un extenso poema de denuncia e incitación al kissingericidio, lo que precisamente no es el libro que estamos presentando.

Revisando los títulos en la bibliografía de Jaime Huenún, bien podríamos decir que Kissinger se ubica en la continuación de una serie; tenemos al poeta alemán Georg Trakl, en su libro del 2001, al psiquiatra, filósofo y revolucionario argelino Frantz Fanon, en el 2014, y al poeta ruso Ósip Mandelshtam en el del 2017; Henry Kissinger sería el cuarto de esta serie, y no debería extrañarnos. Si lo que une a Trakl y Mandelshtam es su condición de intelectuales que vivieron de espaldas al poder; Fanon y Kissinger son ambos intelectuales “orgánicos”: si el primero lo fue desde su militancia revolucionaria, el segundo lo es desde su papel paradigmático de asesor de política exterior, desde su participación en los primeros modelos de los que serían después conocidos como Think Tanks, al crear en 1956 el Special Studies Project, desde el Fondo de los Hermanos Rockefeller, y colaborar con la RAND Corporation.

No obstante esta serie contiene otro determinante fundamental: lo que definitivamente une a los cuatro es que se trata de intelectuales de la Catástrofe. Me refiero con este término, restringidamente, a ese momento en que la razón de los estados y de la historia, generada por los seres humanos en su progreso social, se transforma en una fuerza que se alimenta de la masacre de estos mismos en un ciclo casi permanente, que hace que se pueda apreciar la modernidad como una oleada incesante de catástrofes, como la Catástrofe como una sola marea, que solo permite predecir la continuidad futura de esta misma oleada hasta lo impensable. Trakl bajo la I Guerra Mundial, Mandelshtam en los campos de trabajo de la Unión Soviética, y Fanon en el contexto de la lucha del Frente de Liberación Nacional argelino, testimonian bien esto. Pero en este sentido, Kissinger como referente revela toda su significación: él mismo está determinado desde su infancia y juventud por la catástrofe de la persecución nazi y la migración forzosa, toda la elaboración de su pensamiento político está bajo la obsesión por evitar las “catástrofes” de la expansión comunista y de la guerra mundial, y en nombre de esta obsesión él mismo será un responsable de primera línea en producir catástrofes en todo el orbe, desde Vietnam hasta nuestro país, asumiendo la “necesidad” de estas, casi como pequeños sacrificios que pudiesen ser sustitutivos de un gran cataclismo. Él es efectivamente quien asume la necesidad de gobernar / la tragedia de los vivos.

En este sentido, Kissinger es símbolo de la catástrofe moderna en sí mismo, y puede representar bien la ansiedad que nace de la conciencia plena de esta. Una conciencia particular, ya que se sitúa, por la catástrofe ya vivida en lo personal, ante la catástrofe total ya consumada, al modo de la proyección profética: por lo mismo, ya no queda espacio para la racionalidad, que redimiría, por ejemplo, al hablante de La caída de la casa Kissinger. Este hablante es un sobreviviente a lo que no solo es un desplome de la vida social “en derecho”, sino incluso de las posibilidades de articular un pensamiento sobre la catástrofe. Esto genera en la voz de estos poemas una insistencia lírica, en que el principio causal es otra víctima de la hecatombe: desde el principio se define desde una lengua fria, fosilizada, que bien puede contener el milagro de una poesía sobreviviente, pero tras una condena ya sentenciada, una poesía que parece incluso ya haber sufrido el castigo. El resultado es la extranjería: el país “propio”, es un país inexistente que ha trascendido la división política y geográfica de al menos dos continentes, partido en dos por la nieve, símbolo de una suspensión espacial y temporal marcado por el color blanco de una pura indeterminación.

Este hablante es consciente de la pesadilla de la historia, del carácter de inhumanidad que porta como componente clave, como momento negativo necesario, de su despliegue, y el anhelo de salirse de ella se expresa en el anhelo de una habitabilidad que se ha hecho imposible, en la imposible trascendencia que supone un pequeño mundo / sin sol ni oscuridad, sin unos signos del paso del tiempo que se han hecho indicios penosos. No resulta entonces casualidad que este signo de lo apátrida (asimilado al canto de pájaros errantes) sea presagio de disparos y silencio; la imagen poética de una libertad que trasciende el tiempo y el espacio, presente en la escritura nacional con Los pájaros errantes como momento ineludible, se regenera acá como signo negativo que revela el momento ominoso que subyace a su lírica. La trascendencia ahistórica de Pedro Prado en el contexto del ansia de refundación espiritual de una república a cinco años de su centenario desde una pequeña burguesía europeizante, acaba indicando acá, en el hablante Kissinger del 2022, el costo de esa refundación (tanto desde la década de los 20 del siglo pasado, como desde la que se nos ha aparecido en los 20 de este siglo) a partir de la historia real: disparos y silencio.

Así, el habitante imposible que es este Kissinger no podrá sino sufrir la irrealidad total: su ser más íntimo se desvanece a la vista del lector, son las nubes / que cubren los faroles / del pueblo diminuto, que arrastran consigo al corazón cantando entre naranjos / frente al amanecer. El lector no puede saber lo que implica esta irrealidad fruto de la experiencia catastrófica, ya que esta es personal e intransferible: este Kissinger va a ser un eterno desconocido del que solo hemos visto la figura iluminada por las luces del poder y no su nacimiento entre piedras y cascajos, aquello que en verdad lo define ante sí mismo, en un momento en que solo esto es lo que se le logra presentar, en la soledad más radical.

Por ello, el libro se trata de una catástrofe personal, que apenas halla palabras para expresarse, y detrás de este Kissinger uno puede ver claramente al intelectual Jaime Huenún, asumiendo el costo de su labor y de la inquietud por la pertenencia en un contexto de crisis y aislamiento. En buena medida, La caída de la casa Kissinger se trata de la pregunta por el sentido del pensamiento y su imbricación con el mundo en medio de la duda total producida por una pandemia y sus consecuencias económicas y políticas, que le puso, de manera ya permanente, un signo de interrogación al supuesto progreso indefinido de la sociabilidad humana, dándole por otro lado la confirmación de su validez desde el momento en que se cumple la ley de la masacre. ¿Cuál viene a ser la moralidad detrás de esa redacción de las actas de la hecatombe que se hace mientras se bebe el vino italiano, la comodidad que ofrece la institución a sus servidores intelectuales? ¿Es que acaso el objeto poético no se ha desvanecido en la misma medida que el objeto económico?

Y con todo, la lengua poética es la que quizás mejor pueda dar cuenta, ya no de lo que ocurre, sino de esa precariedad personal ante el mundo, que se vuelve el único contenido posible, reconocible, del relato, de la historia del mundo. Acaso en Chile suceda precisamente esto con la tradición poética, según parece insinuar Patricio Marchant, y este nombre no sale al azar al considerar la particular conformación de imagen que practica Huenún: ya mencioné a Pedro Prado, pero a mí no dejan de aparecerme ecos de Rosamel del Valle y Jorge Teillier, así como de un imaginario mapuche que conozco poco, pero que puedo presentir en la evocación de la vida natural y del paso del tiempo. La redención de esa pertenencia crítica que es siempre la chilena, cuyo mestizaje se hace aquí palpable (¿no hace eco eso acaso en la elección de ese ex-patriado doble-patriado que es Henry Kissinger como genuina voz del poema?), la redención de esa escritura nacional, siempre discutible pero que aparece como evidencia incómoda en nuestra vida cultural, resulta una tabla de náufrago al ser vista desde este libro, contemporáneo de una operación jurídico-constitucional que ha parecido responder desde su lado y a su modo, desde la misma pulsión de redactar, hacer legible algo que no había despertado al papel, a un papel que desea ser piedra fundacional tal como lo quiso desde su origen la escritura poética en nuestro país.

Libro que sale en su tiempo propio, y justo en el ocaso del mundo imaginado por su personaje central, La caída de la casa Kissinger es muestra de un desafío mayor: casar el arcaísmo del arte poética con una modernidad que ha tenido como lengua el barullo, la lengua amenazante de la burocracia y el silencio tras los disparos. Su extrañeza, su límite moral, es la que, paradójicamente, habita en la normalidad del ser de una época crepuscular, esperando el siguiente acto que nos entregue el cabaret banal y enajenante del derrumbe, y pensando en un futuro que venga después de este futuro que nos toca. A ver si la promesa -hasta ahora vana- de la poesía, hija huérfana de una antigua religiosidad trascendente, se cumple en ese momento impensable.


No hay comentarios.: