La poesía de Carlos López Degregori no había tomado pie impreso en Chile sino por su inclusión en la antología Fuego abierto (Santiago: Lom Eds., 2008, realizada por Carmen Ollé) y la revista trinacional Mar con Soroche (La Paz: Ed. Intemperie, n.º 3, 2007, dirigida por el heroico Andrés Ajens), hasta donde sé; y es triste que ya no nos extrañe lo extraño de que una labor permanente en los planos de la creación literaria y el ensayo se nos haga tan lejana. En fin, todo acá se hace tan lejano; y por lo mismo esto nos puede ser propio -una poética que se fundamenta en distancias insalvables.
Distancia con el mundo, porque el registro en que López Degregori describe su crianza dentro y fuera del seno familiar, una educación afectiva hasta el dolor, es el de una formación en la extrañeza. Los objetos y seres vivos no tienen configuraciones que por sí mismas puedan tender la mano al hablante; dan la cara como amenazantes, ostentando su inquietante desafío como lo hace la Caja romana regalada, que no se puede abrir, y sólo permite mirar por el ojo marchito. Un mundo entero bajo ese signo permite solamente al creador entrar en un contacto fértil con él: la poesía es quien puede conocer la imperfección radical de lo creado.
El héroe de esta experiencia que es capaz de clausurar épicas y tragedias, es precisamente el demiurgo, cuyo conocimiento del mundo es crearlo. López Degregori -¿y hablo del autor del libro, del hablante, o acabo hablando de alguien más?- expresa así la voluntad de metamorfosis, en que la naturaleza, impregnada de la mirada transformadora poética, es una expresión secundaria: el trato entre el hombre y el mundo acaba siendo un trato entre mentirosos, la experiencia de un traspaso de secretos privilegiados que puede bien acabar en el trastorno general que el autor nos deja ver como a retazos. Saber no decir, indicar desde el fondo del escenario este acuerdo fundamental y profundo -¿y es que Cementerio de perros es solamente una anécdota?-, hace del poema el umbral posible para un Orden del mundo, heredero y parricida de los otros -los construidos desde la religión o las luces.
Se trata de secretos, de escondites como formas fundamentales de aparecerse al mundo, de tinieblas para casi-mostrar las imágenes a medias. La imagen del mundo que vemos a través de los poemas de Herida de mi herida es precisamente la de una metamorfosis ocurriendo, en el mismo trance, y los procesos de transformación acaban mostrando la costura de su plan: los seres están a medio camino entre la vida y la muerte, y su inminente caída bajo la violencia de los elementos es presentada a través de personajes que arden o aparentan desaparecer. Pero ya lo sabemos: este es un escenario, un espacio que es producto de una convención asumida, un acuerdo. Y ante esto, no podemos saber si algo realmente desaparece o sólo se fue a ocultar entre bastidores.
Y este hablante que vemos, este reflejo del autor, no puede sino ser un actor. Su doblez, su separación interna, es también puesta a la vista, como esos dos corazones abiertos; López Degregori sabe que la creación decidida de ese mundo aparte en el que hacer su juego, implica el quiebre íntimo de invertir ahí a su doble. El proceso, así, se hace doloroso, a un punto en que la medida de dolor es también la de lo significativo: no olvida indicarnos a cada paso las cicatrices que definen, en el fondo, su oficio, y que han hecho de este un humanismo paradojal, que puede bien tomar sus bases sobre la crueldad o el despojo, como forma de hacer justicia a algo que se revela más profundamente humano que el conocimiento o un bien que ya no se deja ver en esta nueva jerarquía de valores, en este nuevo mundo.
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