Suave el humo de velas, el rumor
del aire en invierno afuera es pleno fondo
para que Diderot sirva en la copa a medias
de Madame a su izquierda.
Todo está tan, tan quieto. Entonces 
la naturaleza no es idea segunda,
sino que se vale sola, sin necesidad
de destino o guía personal; a la derecha
Mademoiselle curva lenta la muñeca
para que caiga el vino, suave 
a pausas precisas. La idea de Dios
es idea: mira el fuego, por ejemplo.
Las velas -3- en triángulo,
aletean su llama, no es idea: arde. 
Todos en la sala -3- conocen 
el destino y el fin de esto, 
cuando ya no haya luz y todo 
París se deshaga en la tiniebla.
Habrá que palpar, palpar todo 
con los dedos, la palma
de las manos, ya que no hay 
fuego que eterno dé lumbre. 
Lo eterno es una idea. Es 
como una torre encendiéndose, 
una bandera nueva, un nuevo año 
primero, piel contra piel los seres 
pequeños en olorosa flor de vino 
y canto, en la mayor muestra de fe
desde que el mundo existe: fe
verdadera. Ya que creemos 
en el cuerpo, Madame, dice Denis, 
rellena el vaso: la naturaleza 
se reproduce encendiéndose. 
La futura humanidad dara nuevas 
señales de luz; ya no este lapso 
tras lapso de aire que extingue 
a parpadeos las llamas sutiles, 
este insomne don de la pa-
ciencia extendiendo el tiempo,
dando al concepto la chance
de revelarse otro y nuevo 
en la refracción parda y azul 
de los ojos bajo la sugerencia 
-sólo, casi- de lo visible.
Más cuando se cimbrea la lumbre 
por el aliento de Denis. Es 
la virtud, la virtud sin la culpa;
y todo imaginado cielo volcado 
como firme mano rotunda, sobre 
lo firme tendido, vivo a la espera
del tacto. Estamos al pie
de las más grandes épocas.
El beso ahora al anillo, al pie
del soberano, mas mañana 
cuando rojo, rojo e himno y nuevo 
cuerpo vivo bajo una bella idea 
abierta, visible, la boca como quien 
empezará a entonar jadeante la canción
del amanecer: lo preso entre coronas,
entre muros húmedos, rompiendo
en fortaleza su nombre primero,
previo a la idea de un nombre.
La realización será de la filosofía,
y con esta escritura barata, popular
e indecente, en que beben -3- 
en la sala que se va de aleteos 
a oscuras; los ojos también piensan
y a pares dan la medida del vino
en el ángulo de su encuadre
-como luna oscura en monte claro, 
como mar que se extingue
sin canal, sin dimensión. Olor
a castaña. Toque de guindas.
Esta forma del cuerpo que se cimbra
a la luz es la viva, la más alta
que haya visto el mundo, no existe
creador que pueda hallarse en tal 
reflejo. Nada se crea. Todo 
permanece, quieto sobre el todo, 
y un empuje, una torcedura 
lo hace moverse para estéril 
quedar al fin, luminoso 
a la lumbre en el tejido joven 
de esta, la realidad. Esto, en nosotros, 
es el cambio del mundo: un cuerpo 
le hace al otro cuerpo espacio
para su llamado sobre la manchada,
plegada sobre sí misma, sábana 
del vacío.
Vivimos acá, y morimos
solamente, como se muere todo,
disperso y agotado por su propia
semilla desatada. Vacíos
los vasos, vacía la botella,
y ya hasta los criados se han ido. 
Ya ni late París, agotado esclavo 
de tiranos con máscara y sin rostro. 
Ve Mademoiselle una torre ardida
y libres sus cautivos, ve
la libertad sin idea que la cubra:
sólo el nombre que pulsa
la lengua sobre el paladar,
el labio contra el labio,
el costado interno de los dientes. 
Madame nada ve. Sólo escucha: 
libertad, fraternidad.
Deseo. Futuro. No hay velas, sólo
cera, y así, como la cera,
la sangre al final, el amasijo 
inmóvil, ya indiferenciado,
volcado en su sueño. 
Pero en la ceniza ya lejos 
de toda idea, sin luz
nombraremos -ni sonido-
una época sin la sombra de dios,
sin reyes ni murallas de ladrillo,
sin tiempo, sin trapos de colores 
en la piel o en las astas. Ya viene.
Se siente, se espera, se abre paso.
                                   Ese
será el comienzo.

