viernes, junio 05, 2009

IN MEMORIAM SERGIO RAMÓN FUENTEALBA


La lucha por la promoción y difusión de la cultura es, sin duda, una de las guerras –así de extremo, así de difícil- más largas de nuestra humanidad. No me refiero a la cultura en sentido amplio –lo que todos hacemos a toda hora, la forma en que vemos el mundo-, sino a esa vuelta dialéctica que nos hace ver todo eso que hacemos bajo la luz de un segundo momento, así como volver a ver el mundo tal como es. Ésta es la base que moldea nuestra ética personal y social, ésta es la condición única para ver el mundo como quisiéramos que fuera. Por esto el sentido ético y político de todo quehacer cultural permanece en un primerísimo plano para nosotros, los que metemos la vida en eso, a pesar del persistente blanqueo del concepto de cultura que quieren hacernos tragar –y así entregar las preguntas y las respuestas fundamentales a los administradores burocráticos de la vida social, a los moldeadores de una humanidad sorda y ciega.

Es, sin duda, una vocación, algo imperioso. Eso se me viene a la mente cuando me acuerdo de Sergio Ramón, y en especial considerando que colaboré con él en las publicaciones que realizaba junto con su esposa, Cecilia Zúñiga. Si bien aprendí de muchos lo que concierne al arte y la cultura en cuanto creación, fue con Sergio Ramón de quien aprendí lo imperioso de la vocación de la difusión cultural, y en su aspecto más real y palpable. Ya ni recuerdo en cuantos de esos libros trabajamos (¿10, 15?), sabiendo que si bien no correspondían a la vistosa presentación de las escasas publicaciones que aparecían en Concepción, su interés inmediato les hacía imprescindibles. Las entrevistas a escritores y artistas de nivel nacional e internacional que duraban un día en el diario de esa ciudad de mala memoria pueden prestar hoy ese testimonio: el oficio de Sergio Ramón lucía ahí la precisión de ese verdadero periodismo cultural, atento, consciente y pleno de sentido, que hace rato viene escaseando –y las crónicas sobre el Concepción de las buenas épocas demostraban en él el estilo ágil y agudo de quien más que nostalgia tenía el sentido de celebración de lo que significaba vivir en el entorno cultural floreciente que algunos hubiéramos querido que volviera a ser la ciudad.

Dejo aparte el tema de las publicaciones literarias, y eso porque ahí me corresponde hablar en sentido personalísimo. Cuando estaba recién intentando mis primeros esbozos literarios –irresponsablemente (como siempre debiera suceder en la primera publicación) editados en Ediciones Etcétera por Tulio Mendoza-, me tocó encarar por primera vez una entrevista, en el edificio del diario El Sur de calle Freire. Fue Sergio Ramón quien me hizo aparecer en una nota para la Gaceta, como “el benjamín” de la literatura penquista (¿el 91, el 92?). Miro hacia atrás, y gran parte de lo que estimo el deber de prestar una atención seria a los autores más jóvenes, al mismo tiempo en que se considera la trayectoria más larga de los consagrados, viene de ese gesto suyo, que revela no tan sólo la mente amplia sino el alma grande. Eso escasea, y este verbo me viene demasiadas veces a la cabeza cuando se trata de la pérdida de Sergio Ramón. No es extraño, entonces, que surgiera una amistad y la colaboración en las publicaciones, una de las cuales fue mi segundo libro, Y si vieras la Mañana, de cuentos y poemas, el año 98.

La amistad de Sergio Ramón es otra cosa que extraño. Con el tiempo veo que las conversaciones entrañaba cierta sabiduría difícil de hallar en estos tiempos: saber aprender que en la vida del arte y la cultura (así como en la cotidiana) no había gente perfecta y que todos los ideales pasaban por esa humanidad –llena de pequeñeces y de limitaciones- para realizarse. El extremo escepticismo con respecto a las múltiples promesas que traía la cultura en épocas de “transición” y la necesidad del reconocimiento del quehacer cultural real son cosas que aprendí en esas conversaciones.

Correspondió además la amistad común con Tagore Biram, en cuyos libros, publicados por Sergio Ramón, yo trabajé como editor. Esa solidaridad efectiva, compartida por muy pocos (pienso en Omar Lara, en Fernando Vásquez, en el Taller Mano de Obra y en otros que me olvido), significó otra muestra de un deber cumplido, deber que nadie ordena que se haga, pero es necesario hacerlo. Desde ese tiempo aprendí que sobre la rabia y el dolor hay que construir, y construir alegremente. Ese sentido profundo del compromiso, a mil kilómetros del habitual compromiso político de la boca hacia fuera, solamente lo podría haber comprendido en casa de Sergio Ramón, celebrando o recordando penas junto a él y su familia.

La última vez que anduve en Tomé fui a la antigua casa y no le encontré, me arrepiento ahora de no haber hecho algún otro esfuerzo. Ya nos veremos, después.

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