lunes, octubre 22, 2007

Bueno es decir que, sea en el ámbito que sea, no basta con decir que hay crisis. El gesto inmediato debiera ser el ocupar una posición desde la cual asumir una perspectiva, que nos apreste a tomar una decisión –ya que la palabra crisis en su origen está relacionada precisamente con estos conceptos (del griego κρινειν, separar, decidir), y no con el erróneo y habitual sentido de catástrofe. Por esto, la tan chilena espera de que las cosas mejoren o la también muy nacional solución violenta y desesperada se revelan como pobres ante un país que ha aprendido a asumir una crisis permanente; y gran parte de las respuestas a los grandes problemas nacionales terminan siendo dadas por unos pocos “solucionadores” profesionales, cuya perspectiva siempre viene desde el más abstracto de los conocimientos. Por esto, los progresos de nuestro país van al mismo paso que las grandes miserias, y si bien el capitalismo moderno hace la magia de hacer aparecer la solución de las carencias de la población (aunque se base en una moneda hecha tan sólo de aire), Chile sigue siendo el país de la crisis y, lo que es peor, del cataclismo que siempre esperamos.


A propósito de la carta que, a mediados de año, suscribimos una cantidad importante –y decisiva, me atrevería a decir- de escritores del país, en orden a exigir una nueva Ley del Libro y la renuncia de Jorge Montealegre, hay que decir que, por más que lo exigido sea una necesidad de coyuntura –que quienes valoramos el papel de la cultura en el país sabemos llamar como urgente-, un diagnóstico de crisis obliga a plantearse interrogantes más acuciantes. Y esto, porque es probable que la crisis que se refiere represente algo bastante más violento en el plano de las relaciones entre cultura y poder que los gestos de insólita torpeza institucional de nuestra administración de fondos de subvención estatal –que de por sí parecen transparentar un problema mayor.


La relación entre arte y sociedad no ha sido nunca fácil de expresar en fórmulas breves, y menos de administrar con la calma del planificador. El derecho de las artes de tener un lugar privilegiado dentro de la sociedad no ha sido jamás puesto en duda, desde el tiempo en que se relacionaban más cercana e íntegramente a la política y la religión –pensemos en la tragedia griega-, hasta la institucionalidad reglamentada y cuidadosa –incluso a nivel de contenidos- de la Unión Soviética y sus satélites, pasando por el desarrollo monumental del mecenazgo renacentista y el rol de educadora de la Humanidad que le quiso dar el romanticismo filosófico. El tema complejo es que, pasando por los más distintos géneros de consideraciones, el arte era algo de lo que el poder político debía hacerse cargo, y las motivaciones efectivas, o meramente retóricas, para ello, tienden siempre hacia las nubes de la abstracción o apelan a los más profundos sentimientos de las colectividades humanas.


Visto esquemáticamente: cuando el poder político despierta –via reformas políticas, revoluciones, imposiciones bruscas de su poder en territorios ajenos-, las artes siguen estando ahí. El misterio del fenómeno artístico tiene un ancla en el corazón humano, si se quiere, y según toda la evidencia, el hombre es capaz de crear o percibir las artes antes de su ya consabido instinto social; lo cual, bien pensado, es aterradoramente inexplicable y primigenio.


Podemos, entonces, entender que la energía artística fluye como quiere, cual ese viejo y olvidado espíritu. Dadas sus características, parece análoga a la energía de la empresa económica, en que la creatividad de los individuos es puesta al servicio de la generación de riquezas, se utiliza como base recursos materiales a los cuales se les da formas determinadas, y a la que el Estado debe controlar y encauzar para que no termine aplastando en su ímpetu de intereses particulares todo lo que alguna vez se llamó el bien común de la sociedad –ojalá pudiendo ellos mismos incentivarla o prohijarla en el seno de su propia administración. Sin embargo, el Estado actual, más que encauzar y controlar esta energía artística, parece intentar incentivarla, asegurarle una fluidez intensa y autónoma; de hecho, es capaz de asignar subvenciones a la actividad artística, a pesar de que esta actividad no genera una riqueza visible –y lo que es más interesante: ¡su misma subvención depende de la gratuidad del producto artístico!


Aunque sería fácil asumirse con la actitud de las épocas –aceptar que en el fondo es su deber y que merecemos el dinero del Fisco (porque el trabajo es sufrido, porque es muy importante para el país y/o porque de cierta forma alguien nos hubiera quitado algo que ahora nos tienen que devolver)- y no pensar en el tema en vistas, porque la cosa es simplemente así, el hecho de plantear una crisis y exigir una nueva Ley del Libro, debe obligarnos a un debate público sobre cuáles son, actualmente, los fundamentos de la subvención estatal a la cultura, lo que implica preguntarse sobre el rol de la cultura en la sociedad en que vivimos. Es lo mínimo que nos puede exigir la crisis presente.


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