miércoles, noviembre 12, 2025

Historia y sacrilegio: MANTO AZUL, de Leonora Vicuña y Verónica Zondek

Hay que tener valor para escribir sobre el oro. No tan solo se trata del metal tradicionalmente considerado perfecto, la expresión legítima del poder del sol, temible y a la vez lleno de la gracia de la luz, potencia de vida en abundancia tal que puede quemar, al mismo tiempo, la vista y la piel; es que además es el oro la razón misma por la que comprendemos el mundo que nos contiene, nuestro continente, que fue insertado al mundo (y que hizo existir ese, este mundo) por parte de masas enteras de buscadores de oro, que fundaron las instituciones que nos rigen en buena medida para poder seguir extrayendo ese oro. La historia de nuestro país se hace imposible si no se entiende la minería en general, la ambición por los metales, como la raíz de nuestro ser nación y el determinante histórico último de nuestra forma de habitar y de comprender el mundo, por más que durante un par de siglos de ideologías interesadas por el esfuerzo agrícola e idealismos originarios de varios géneros, haya quienes quieran desviarse de la verdad incómoda de la codicia y el ansia de riqueza fácil, la minería, como la oscura madre del país que llamamos Chile.   

No puedo evitar que salga la palabra Madre, tras conocer Manto azul (Temuco: Ofqui Editores, 2024), libro que está dedicado al mineral Madre de Dios, próximo a José de la Mariquina y a Máfil, realizado por la poeta Verónica Zondek (Santiago, 1953) y la fotógrafa Leonora Vicuña (Santiago, 1952). Uno que no es ni de poemas ni de fotografías, y que no quisiera llamar foto-poema -y menos poema visual. Porque este poema se me ofrece narrativamente y a partir de varias voces, como los dramas del Siglo de Oro Español (momento cultural en pleno apogeo cuando este mineral se funda, por lo demás, para continuar dándole oros al magnífico Oro espiritual del Reino de la casa de Austria). Y además se me está entregando quizás una cierta narrativa en la sucesión de las imágenes y su enlace con los textos; y ya sabemos que toda narrativa -y más aun esta, eminentemente trágica-, tiene su base en un afán de ganarle al tiempo usándolo, registrar una experiencia para quienes no la han tenido, casi una advertencia. Bien pensado, una foto-tragedia; mejor pensado: una foto-novela, un drama familiar para escarmiento de otras familias, que sirve, esencialmente, para matar el tiempo, matar al tiempo, hacer de esa historia una simultaneidad con la nuestra.

Porque sabemos que en la naturaleza el metal es una cosa hecha de tiempo: su formación y su enraizamiento en el barro están absolutamente determinados por larguísimos períodos geológicos, que exceden con mucho los tiempos humanos. Razón de más para que su extracción, torpe y acelerada por el impulso de la ambición, por parte de seres de un día hundidos ya en una edad de hierro (y Hesíodo ya sabía de esto), nos suene a una violencia inusitada, al ver cómo hay quienes, vestidos con trapos bastos, despiertan, extraen y deshacen lo más rápido que pueden, a una potencia sagrada dentro de la cual millones de años están conservados. Entonces, acá se tratará de una tragedia de sacrilegio.

Es interesante que en el cuento del que surge el epígrafe de Baldomero Lillo (El Oro, incluido en Sub Sole, de 1907), el signo definitivo para la ruina de una humanidad marcada por la disolución de todo lazo afectivo, se da cuando el Amor (con mayúscula) decide dejar la Tierra y acabar su Reino. Como si los lazos humanos posibles después, solo puedan estar marcados por la violencia, por una rapacidad sorda y ciega, en este nuevo Reino del Oro, una forma de llamar al capitalismo, el monstruo que nace gracias al oro americano, cúmulo entre el que estuvo el oro de Madre de Dios.

Pero hablamos de textos (escritos y visuales) realizados en nuestra época, 465 años después, y ni la letra ni la imagen confían ya en ser dignas de su objeto, como un mundo en que hasta el signo no desea trasladar lo que hay tras él. Nuestro drama empieza con un lasciate ogni speranza con respecto al sentido último de nuestra lectura: Nada. En verso aislado y con punto, separado por un espacio de la siguiente estrofa. Tendremos que recorrer algún camino para ver qué nos advierte esa nada que precede a las naves que avanzan a trompicones por las aguas.

De lo que se trata es de un drama de violencia, más precisamente, de violencia sexual. Antes de cualquier mención de metales, la imagen toma el traslado, la metáfora, para dar el movimiento brutal de la acción:


Mordisco a mordisco florecen.

Mascada a mascada embuchan el suelo.

Pellizco a pellizco desnudan el brillo

despojan los trajes de la tierra.


Van del barro al agua / del agua al fuego/ de la fragua a la forja.


Ay de las minas de carne y hueso/ de las minas de enagua oculta.

Ay/ ay de las minas de suma y nota en la banca.

Ay de las que impiden cruzar la frontera y de las que añican la materia.

Un mineral duerme en silencio.

Las manos nacen bruñidas.


En este poema narro el apetito insaciable

y no/ no nombro la edad implacable. 


Los placeres oscuros que serán contados en el poema son precisamente sexuales; la polisemia de mina permite al inicio del texto enhebrar sin problemas el trabajo de la extracción con el del trabajo físico del acto sexual. Estos mismos placeres son polisémicos, y parecen también dar vueltas en torno a lo mismo. El placer es el bajo de arena en donde, por lo general, es posible buscar partículas de metales que ha dejado una corriente, y que, dependiendo de los estudiosos, se llama así, sea porque una embarcación puede fondear en calma, reposar en la arena, o sea irónicamente porque no es nada placentero que la embarcación se vea impedida por el denso placer de continuar un rumbo de costa fluvial. Toda la imaginería parece andar en torno a impedimentos y trabajos con los que deshacerse del impedimento, roces y deseos frustrados de movimiento.

Este deseo que se frustra por el roce, al tiempo que se potencia por el roce (para fondear o zarpar), ya sabemos dónde se dirige: hacia el oro o hacia llevarse el oro. De manera obsesiva y letal, vemos a este oro cumplir su amenaza, al impregnar la visualidad de las fotos. Vemos las huellas de humanidad en Madre de Dios inundadas por un cataclismo de oro, que vuelve indistinguible en su calor al denso barro con respecto a los brazos, las piernas, las herramientas, las instalaciones abandonadas. De algún modo es fatal que este sol enterrado termine cobrando su precio, por lo que toda su búsqueda y extracción se vuelven una paradójica conjuración de su poder, a sabiendas del mal que otorga, como en el cuento de Lillo. Por ello más que una codicia calculada y seca, entregada a una finalidad específica, vemos acá un deseo húmedo hacia la fuerza inextinguible, que parece imbroceable, atrapada en el barro, dirigida hacia un ser que se revela puro verbo activo, con letra de color de oro, frente a la mano derecha que sostiene el polvo:


No/ no tengo claro a quién me echaré ni con quién acabaré

Sé que hincaré mi diente largo

que desafiaré olas y confines y escalaré.

Viajo.

Pago el impuesto que mi rey exige/ engordo su arca imperial con las sobras de mi cosecha/ pago las deudas de su estúpida guerra contra moros y judíos.

Navego.

Cancelo lo adeudado.

Conquisto.

Tomo. 

Acopio. 


Esta masculinidad que se mueve bajo el poder del no saber nada del destino de su deseo, y solo del deseo ajeno que sirve (el reino y sus cruzadas) no es precisamente el español bruto y puramente codicioso de la caricatura, sino el ser complejo y contradictorio para quien el oro era además señal de honra, y de cierta garantía de seguridad y libertad en un mundo en que el riesgo de la pobreza, el desamparo y la muerte eran reales. Reúne en sí esa carga paradójica característica de los rasgos “viriles” en nuestras culturas patriarcales: la capacidad del impulso ciego y sordo, que debe sobreponerse al riesgo, y la emoción profunda del terror ante aquello Otro cuya potencia debe anular, como una amenaza mortal, una castración en toda regla. Eso Otro puede tomar bien la figura de lo sublime, que le obliga a una forzada adoración, el imponente “manto azul”, que expresa la pureza de quien lo lleva, la madre de Dios, y he aquí que frente a la imagen del espeso barro en el que se dejará ver decantado el oro, fuertemente sometido al trabajo en roce y deslizamiento, leemos que la hombría y su dios, al pie de la página, dicen Adelante/ entremos a los placeres de Madre de Dios -precisamente el placer que es barro, roce y deslizamiento. Ya suficiente profanación era pensar esta tragedia como incesto entre el hombre y su madre tierra; al fin es la hombría del hijo a la imagen y semejanza del Dios padre, que busca la profanación mayor e incestuosa, el despojo del manto azul de la pureza, la caída a lo humano profanado, de la Inmaculada.

Lo más grave para quienes leemos el drama no es la oscura reminiscencia de creencias que ya nadie toma realmente en serio. Es más bien el presenciar una escena originaria, aquel acto inefable que nos da el ser: el ser de quienes somos como chilenos, detrás del cual la nada que es finalmente uno mismo acecha. El padre y la madre no pueden, no deben ser vistos sin mantos ni armaduras, se resisten; resulta inevitable que en ese momento de explotación del oro:


Los sueños brotan y pueblan las mentes/ se instalan.

Los ojos nunca se apagan.


El momento tras el destello de esa escena originaria resulta en la inquietud, la inseguridad, que está al extremo opuesto de la quietud de la segura ganancia. La conciencia de esa violencia originaria, aquella que nos da la marca y el origen, resultan en la manía que internaliza en nosotros la violencia de ese deseo que jamás se debió consumar, por esa tierra, 


reina preñada de montes y sombras/ aguas y desiertos/

minerales y espesuras vegetales/ desconocidos animales.


Y que al alzar la voz para recibir a quien la ha atacado en la hora de su muerte, parece sonar como una Yocasta en su doble rol:


Baja ya con tu pie cansino de la pendiente.

Únete al rebaño indiferente que duerme en mi cuerpo inerte.

Es mi pulpa la que dorada te arrulla.

Son mis palabras las que aprietas entre tus labios/ las que yacen en la anchurosa

ruta del hedor/ las que desde el hueso caen al tejido vaporoso del alma.


Tú y yo

dos semillas que caen del aire.


Tu muerte y tus pepas de seguro crecerán en mis vetas.  

       

La pura Madre de Dios se transfigura acá, tras el despojo y sin su manto, en una diosa subterránea encargada de la transmutación de los seres, como parece indicar la imagen enfrente: la forma esquematizada del esqueleto, que también es la forma de la espiga. La madera abandonada de las instalaciones de Madre de Dios presenta así la memoria de aquel que pasó por ahí, quedó ahí y permanece en su huella, que le ha dejado la mácula que ha ha transformado en esa madre sin dios ni manto, mujer abierta y puro barro. La nada del inicio se revela plenamente como el vacío aniquilante que acechaba tras la escena originaria del despojo.

Este violento despojo no puede sino quedar eternizado como marca obsesiva:


Es la presencia de ese sueño el que cala hondo en nuestras carnes.

Es él quien te hierve y expulsa el aliento.


Por eso acumulas andurriales hasta reventar.


Por eso follas/

esclavizas/

patada en el culo a cualquier mulo.


Quemas brujas/

sacrílegos/

conversos.

Quemas a placer y a sabiendas al calor de la hoguera.


Y solo queda que el deseante, ya castrado, acabe diciendo, tan maculado como el abandonado objeto de su pasión:


Ahora soy entero la utopía fallida que me engendró.


Y acaso veo al fin el momento en que la energía de la tragedia se transfigura en danza dionisiaca, en este caso en la danza involucrada en la musicalidad de los ayes con que se nos revela la acción de escritura como continuidad del movimiento pasional del acto profanatorio, en la voz de la potencia femenina en letra negra y sin oros, que pone en acción el éxodo que es final de la fiesta, en que la potencia de la vida y la muerte reunidas acaban accediendo a la conciencia y la experiencia de quien ha presenciado el acto trágico:


Ay de ti usurpador de los cielos limpios y nuestros.


Ay por la tristeza que abunda.

Ay por conocer el bosque.


Ay por caminar los rumbos de mi carne agreste

por masticar de un cuanto hay y saciar

por beber y escuchar el gorjeo del agua que corre 

por degustar las letras en la boca y posarlas con pluma sobre el papel.


Ay por escribir este libro y haber preferido no decirlo.


Para en las páginas finales presentar la huella de los pies como un caótico gráfico de danza sobre el barro invadido por el oro, ya inseparable del dios que le ha dejado el matiz de su anatema.

Manto azul es un ejercicio consistente y cruel, creo, no sobre el extractivismo como idea, sino de una experiencia que subyace a nuestras culturas nacionales hispanoamericanas, hijas de la necesidad interior, vital de extraer el metal para constituirse como países, la necesidad de revisar el inevitable pasado violento para esclarecer el presente que lleva su marca. La labor de Zondek y Vicuña ha sido hacer visible, al fin de cuentas, Lo histórico.

 

Emergencias del campo literario y su incidencia en la práctica antológica en Valparaíso

En este trabajo se plantea, a partir de las nociones desarrolladas por Pierre Bourdieu en Les règles de l’art, la determinación que ejercen las condiciones generales de desarrollo del campo literario sobre la práctica antológica. Se concentra la investigación en el caso de Valparaíso, considerando que la primera antología en sentido restrictivo se publica en 1968, una fecha relativamente tardía considerando la larga trayectoria literaria de la ciudad desde el siglo XIX. Para ello se propone la noción de una tensión complementaria a la del campo cultural con respecto al campo del poder: la tensión entre campo cultural local y campo cultural metropolitano. A través de un recorrido histórico se presentan tres ciclos de emergencia de campo literario, subrayando con esto la determinación de factores sociales y económicos sobre la creación, la práctica editorial, la asociatividad y, por último, la práctica antológica.

Lea en el pdf aquí.

 

El vértigo inevitable: PARÉNTESIS TEMPORAL, de Dafne Meezs

El primer libro de Dafne Meezs (Temuco, 1979), Paréntesis temporal (Santiago: Aparte, 2023), más que la presentación es la confirmación de esta autora, que ya tiene una larga trayectoria de publicaciones en revistas y antologías. Esta trayectoria no ha sido gratuita: estamos ante una poética con voz propia y que se ha dado uno de los desafíos más difíciles, el representar la conmoción de un mundo interior. Hablo de dificultad, en este caso, dado que la casi infinidad de registros actuales a este respecto deja poco espacio de experimentación y búsqueda, particularmente con la poderosa zona que representa dentro de nuestro ámbito literario la irrupción de voces femeninas que efectivamente se plantean una subversión en el cómo decir. Y con todo, la poética de Meezs tiene caracteres absolutamente propios, y una intensidad que responde a procedimientos complejos.

Uno de estos procedimientos es la resuelta difuminación de los límites con lo otro, los otros. Los sujetos que aparecen aquí, partiendo del mismo hablante, están como en estado intermedio entre el espectro y la sustancia, como en una dudosa e inquieta transición para decidirse a existir como entidades separadas:


JARDINES ABISALES


Las manchas en la pared no son impresiones

son cuerpos

que arrancan de otros cuerpos más oscuros


(...)


Jardines abisales  un solo ser filamentoso que a sí mismo se amamanta

Autofagia que suma y resta miembros y es lo mismo

su valor es el movimiento


Jardín del terror pánico

hecho de figuras sobre un fondo  como todos los mundos

reproduciendo las olas de un sol extinto

que fosforece verde como nostalgia

en los ojos que se acercan y se apagan


Ahí mi sombra también es una bestia

temblando bajo los amorphophallus


(p. 14)


Vemos acá un mundo que parece estar aún en formación, en que la conciencia solo puede deslindar un estado de monstruosidad temprana de las formas. La mención de los amorphophallus es importante: la “flor cadáver”, cuyo nombre significa “falo amorfo” y es considerada como “la flor más fea del mundo”, produce un olor a carne podrida para atraer a ciertos insectos. A través de esta única especie mencionada en estos jardines, Meezs logra darnos la inquietud de un sujeto cuya conmoción desarma la posibilidad de un cosmos. Este sujeto tendrá, por consiguiente, a un deseo imposible de moderar como su fuerza móvil, y la confusión de los límites con los otros se debe precisamente a esta pasión. Digo pasión, en un sentido que trasciende con mucho lo emotivo, esto es, un cambio sustancial detonado por la afección hacia lo otro, en lo que recuerda las metamorfosis de los amantes de Ovidio en su vértigo inevitable. La segunda parte del Poema de las noches que dormí en el suelo, sabe apuntar al principio de este movimiento hacia lo otro:


(...)


Hablaba lento  pero imaginaba rápido

Supe que la descomposición de las escalas 

de las estructuras  de toda verticalidad

era feroz y a mí también me tenía ganas


Me desplacé o vertí hacia el vestíbulo

oí a los que afuera se reían

Otros pulsos penetraron el laberinto

conmovieron su pared vibrátil

Olí el celo de los que desde adentro 

ya adoraba


El miedo a salir empezó a convertirse en ganas

Hube de vestirme

buscar  rasgar las bolsas

Vestidos transparentes tejieron mi crisálida

viscosa  algodonosa

caliente

Busqué accesorios

fantasías pegadas con su óxido

materiales de destrucción

vestigios de la época en que dormí conmigo y fui expulsada

Despierta  de pie  casi desnuda

otro parto  pero la misma

De nuevo todo empieza


(pp. 15-16)


Hasta la propia voluntad, naturalmente, desea extinguirse en dirección a ese otro. En este sentido, cabe pensar el conmovido delirio de Quería que me soñaran:


Quería que me soñaran

que me enseñaran en el espejo del ojo mi cara 

pasear por las calles en él


Vi a un hombre embellecer de amor

luego envejecer en mí


Le dije padre

y la palabra

sopló el polvo de sus huesos

Le dije mis huesos tienen sed  también

y empecé a nombrarlos

a componer mi esqueleto

a irrigar los tejidos blandos

a ensayar el gesto de obedecer a algo


(...)


(p. 8)


Poemas como Mesmerismo o Translucidez nos muestra al deseo en el preciso momento de la corrosión de los límites entre los seres, con una capacidad de producir figuras analógicas de gran poder, de efectiva violencia sobre la expectativa del lector, como querría el surrealismo. Y de hecho, hay que reconocer la huella de esta actividad vanguardista, no desde el punto de vista de una imitación de procedimientos, sino en el entendido de que la metáfora en sentido tradicional ya tuvo su hora y no sirve para traspasar una experiencia en que se registra la imposibilidad de los conceptos.  

Se trata de una afección mutua y violenta con el mundo, que no puede sino plantarse con una cara distinta ante el lector y la autora, llamada a interpretarlo: una llamada que no puede sino plantar resistencias íntimas en el plano de la percepción, como en Todavía puedo volver a casa:


(...)

Todavía puedo volver a casa -pienso-


No como los niños perdidos para siempre

que no se ven ahora en la plaza

pero se oyen

en una jerga escindida del idioma

o una lengua más antigua y más brillante

o un código sin raíces

accidentes aleatorios en una serie de vocablos


Llegar  bañarme  comer

meterme entre el calor de las frazadas


(...)


(p. 10)


Y no obstante, Meezs cierra el libro con Perro de abajo, visión delirante y arrebatada de la ciudad de Temuco, fijando unas coordenadas con las que poder definir una forma de estar, de habitar un movimiento que pareciera en principio inhabitable en su eterno flujo. 

Dafne Meezs se planta con firmeza en un escenario literario nacional que tiene en Temuco una poderosa pléyade de autores y autoras en plena vigencia: una muestra más del constante asombro que nos espera si se fija la perspectiva hacia la provincia al entrar en materias de escritura. Más allá de la relativa estrechez que el ámbito de lo poético tiene en cuanto difusión y desarrollo material, la poesía en Chile -y esa especial expresión que tan solo acá podríamos entender con plenitud: en el Sur- tiene buena salud.

lunes, noviembre 10, 2025

Una miseria que Ve: RECHINAMIENTOS, de Patricio Serey

En los días que vivimos, en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, lo primero que dejamos de notar, desvanecido de la vista, es el trabajo humano real, en las condiciones reales de explotación, y la poesía nuestra hace tiempo que ha colaborado precisamente en este sentido, haciéndose parte del glamoroso fenómeno de lo virtual y el laberinto metafísico en que nos mete. Por ello, una apuesta como la de Rechinamientos (San Felipe: Xilema Ediciones, 2024), de Patricio Serey (San Felipe, 1974) es una buena advertencia ante el ojo distraído de la post-modernidad.

Se trata de una poesía que aspira al testimonio, mas no se olvida del desplazamiento necesario que debe efectuar el artista para convertir el mensaje de lo particular en evidencia universal. Serey presenta un mundo que sí existe: los indicios nos apuntan a un territorio en que la industria precarizada dentro de un esquema neoliberal permea al habitante con la inquietud permanente que nace de su condición de asalariado. El lugar del hablante transforma la representación para darnos señales sensibles de esta inquietud: el título surge lúcidamente desde el segundo poema de la primera sección llamada de manera homónima al libro:


Goznes rechinantes a la intemperie

sonido de tijerones flemáticos

chillido de bicicletas herrumbrosas;

todo con fondo neotropical

en una ciudad

donde la palabra y la “fiesta”

son tótem para marear huelguistas.

(p. 10)


Estos sonidos de máquinas de metal desgastadas parecen responder al movimiento implícito del cuerpo descrito como “remedo al ‘Pensador’ de Rodin” en el primer poema, que lo antecede:


Cabeza ladeada 

y una mano abierta

-juntas-

La muñeca quebrada en 90º

un antebrazo rígido y erecto

afligiendo, por el codo

un muslo entumecido

(...)

todo soportando débilmente

una cabeza que quiere imaginar

cómo ganarse la vida

pero no puede o no quiere.

(p. 9)


El cuerpo de este sujeto presa de la inquietud nacida de cómo ganarse la vida, se revela por la contigüidad al poema siguiente como una de esas herramientas instaladas, funcionando en la ciudad. Es la máquina cuyo corazón en el poema siguiente, es un cuerpo sangrante / arrancado de cuajo / al cuerno de la abundancia (p. 11); la pieza que, por su enajenación con respecto a la naturaleza y el enraizamiento interrumpido con respecto a una estructura de explotación, ya carece de destino. Es la muestra de su propia debilidad, aparte de ser muestra de la debilidad de la propia estructura de la que se le ha arrancado: el rechinamiento es la señal de decaída del mismo sistema del que ha surgido para aparecer en la superficie del poema.

Así, podemos definir al poema como un testimonio en cuanto tal: se trata del tercero -el testigo- en la lucha entre el ser humano -desnaturalizado- y la máquina que lo aloja y desaloja a voluntad de sus propios fines. El poema es la voz que transfigura esa violencia para aproximarse a una medida que pueda dar cuenta de la radical inhumanidad del sistema capitalista, más radical aun al momento de su decaída, en que no puede sino llevar al límite la explotación. El hablante puede verlo desde el melancólico espacio de refugio que aparece en la segunda sección, Ideas fuerza, en que inspirado en el Tao -texto que nos refiere precisamente a la evidencia del subsuelo cambiante detrás del aparente e inmutable “orden de las cosas”- habla y oye / poquitonada:


(...)

Espía y escribe simplemente

cómodamente agazapado

en su suave anonimato

en su aparente oscuridad.

(p. 37) 


La evidencia de un orden inmanente que aún puede respaldar a lo humano -en cuanto conciencia del cambio-, es aquello que moviliza la mirada, y así puede acometer la operación de transformación sobre lo que ve, comprendiéndolo en su dialéctica más íntima. Por ejemplo, la transfiguración sabe tomar a lo humano como elemento; una muestra fuerte es el poema en que una voz describe partes del procesamiento de la fruta para consumo y exportación:


“Hay que arrancarlas de cuajo

meterlos en cámaras de bromuro

espolvorearles azufre

hacer que giren en la huincha

eliminar su escoria

sus riles

arrancarles la piel

Mermelada con ellas

Hay que estrujarles el tuétano

chuparles el cuesco

deshidratarlas

podarlos a tope

engüincharlos

explotarles

Todo pa’ chicha

pa’ país

pa’ la feria

Etiquetarles hasta el alma

plagiarles el genio

y olvidarles

por completo, jefe”.

(p. 14)


El que no tengamos la expresión que nos indique que se trata de la fruta, y que tengamos que inferirlo, produce el índice perverso de la ambigüedad de la materia de la que se nos habla (unido a la ambigüedad de género de esta); y no poco nos agrega la posición de clase que nos sugiere la palabra final: es, en la descripción de una materialidad procesable, una forma de señalar al trabajo humano -y su soporte físico, el cuerpo- como disponible y destinado a fines ajenos, diversos a su interés, como objeto. El entusiasmo del que habla nos la repetición de tiempos verbales y el ritmo rápido, no es un detalle menor, nos llama a compartir un placer cuya finalidad no parece caer en la ganancia (Todo pa’ chicha, / pa’ país / pa’ la feria), sino acaso en un carácter sacrificial, orgiástico del proceso mismo de la explotación. Y este sacrificio, desde una lógica batailliana, no puede sino ser el escenario en que la estructura confirma ritualmente su institución, su íntimo triunfo.

Un segundo momento parece darse en la serie de imágenes que remiten a espacios públicos y domésticos, en que el índice de la sangre -que ya vimos en la página 11- habla de una humanidad que muestra no solo una violencia infligida, sino la marca misma de lo corporal, arrancado de la estructura que lo hace “funcionar”:


(...)

Una costilla de perro

restos de ropa

cartuchos de bala vacíos;

sangre seca degradándose 

sobre la estética del olvido.

(p. 22)


(...)

Tu reflejo entre la sangre

y el piso recién encerado

(con olor a parafina)

resbaladizo y repetitivo

como esta

tu última efusión de sangre.

(p. 23)


El “no-funcionamiento” de esta sangre, revela su condición de testigo del sacrificio, y de algún modo su condición de víctima y sacrificador. Esa marca de lo corporal es la garantía de un “apocalipsis personal”: final y revelación. Los espacios domésticos remiten a esto al hablar de los rayos de sol desde la ventana, aquello que permite ver, y queda acaso como marca de ese enigma el final de la primera sección del libro: 


Lo más parecido a este prodigio [el de la luz del sol]

es una vieja sola, de edad inefable

bajando de un trago su infusión;

y este sucio rayo de sol atravesando

la translúcida conjunción

de vaso y mano como un láser.

(p. 29)


Este personaje marca el eje hacia la segunda sección: Ideas fuerza, que insisten en la soledad doméstica y la posición del hablante como protegido en el espacio en que la conciencia es posible. Es un cotidiano en que la inquietud no ha desaparecido, pero en que es posible aún el compás de la espera: el hogar no es más que un piano roto / que esperas, algún día / hacer ver y sonar como la gente (p. 41), es el lugar donde la inquietud se revela como algo parecido / a la densidad del alma (p. 42). Por ello, es donde la pregunta netamente referida al programa del texto (¿Cómo fijar el movimiento social imperante / en las imágenes de un poeta?, p. 46) puede ser sometida a escrutinio, uno que tropieza con la medida de su impotencia, la raíz de la dificultad esencial de su tarea:


(...) 

Ampliando la miseria del autor,

en primera persona?

Reduciendo la miseria del autor,

a la tercera persona?

Sacando de cuadro al poeta?

Encuadrando al prójimo?

Combinando los ángulos de reflexión

mencionados?

Emborronando la perdiz con silencios, espacios

y gerundios?

(p. 47)


La lógica sacrificial, absolutamente revelada en la personificación del autor con el hablante, hace imposible cualquier testimonio fotográfico. El proceso de revelación (que también es apocalipsis, negación del mismo ojo) es presentado en los últimos poemas del libro como una labor que se hace cargo plenamente de su carácter dialéctico, consciente de la incesante negación y transfiguración de lo real que tiene por delante, con una analogía que sabe asumir su labor desde la misma forma aprendida de procesamiento de lo real (signo de la poesía moderna como hija del capitalismo moderno):


(...) como argamasa original

húmeda de sangre otra vez

lo nuevo se incorpora de nuevo al molinillo

al giro que potencia su inercia y su locura

pero mezclada con un latido distinto cada vez.

(p. 53)


Tan solo que esta materia real ya no es la humanidad como material inerte; el molinillo (esto es, la máquina de escuchar, ver y anotar: la conciencia del poema) agrega a lo real exterior lo real interior, el sueño y la dolencia, los terrones toscos que apuntan al horror. El resultado tan solo podría ser un poema, pero uno que alza a la herramienta-molinillo a conciencia perceptiva plena, uno que acaba incluyendo dentro de sí, como conciencia de proceso, a la herramienta y a su proceso de transformación.

El libro de Patricio Serey se impone una gran tarea al problematizar la perspectiva en que la poesía puede dar cuenta del mundo, considerando la efectiva miseria de su origen (la percepción de lo humano). La medida de su fracaso es la medida de su éxito: una comprensión plena de esta poética ofrece una herramienta fundamental, la puesta en duda radical de la capacidad de la escritura frente a un mundo y una historia que solo podrían cambiar por fuerza de aquella acción que está más allá de cualquier gesto o práctica contemplativa.