LAS NOCHES QUE HAN PASADO –Y LAS QUE VIENEN
El alcohol sirve para salir de sí mismo: una
de esas imágenes líricas que siempre se han repetido -aunque también podría ser
de otro modo, el sentirse más adentro, el cuerpo entero un estorbo para hacer
cualquier cosa. ¿Hacer qué, y es de interés hacer algo en esas condiciones, a
esa hora, con ese aire, en ese lugar? En esas condiciones, con una seña todo
está a la mano: es dejarse ir, dejar hacer.
Como sea, salir de
sí o entrar en sí mismo alguna vez no fueron esos espantosos delitos contra la
sociabilidad moderna, castigados con la infamia, el ridículo o el calabozo:
hubo tiempos en que fue requisito fundamental tener a los capaces de tales
desplazamientos en honras particulares y calma, para que pudieran escuchar a
esos dioses que nuestra ciencia ha desterrado a la inexistencia –y si existe
ahora algo así como un dios es el que le habla al claro, responsable y lúcido
varón y deja escritos ordenados, bien guardados y de papel fino. Pero sea
Delfos o nuestro Sur arrasado y arrasándose, el escenario se repite: sin este
tan vituperado delirio químico no fue posible construir comunidades, encontrar
las palabras precisas con que se habla lo importante, lo vital, intentar
conocer el futuro o el pasado remoto que siempre resulta ser como ese futuro en
el desorden del ebrio santo.
Sobra decir por
sabido lo que hizo el avance de la cultura occidental hacia su razón: dejarle
al artista todas esas viejas reliquias del desvarío, para tener cómo escucharlas
en las pausas de su incesante vida hacia el Bien y la Virtud, cuando no al
desquiciado para no tener que escucharlas. Y por cierto, para usar esas
reliquias del desvarío.
La razón –entendida
como el acotado recinto medido por el que han caminado los señores filósofos,
frío como invierno sin viento- no ha elevado revoluciones ni sabe cantar. Para
cada avance de su heroico periplo, metió la discusión bares adentro, empujó las
palabras y los conceptos para no decir lo que se suponía que debían decir, fundió
y estiró las ideas en una juerga lógica que acabó en barricadas e himnos
fáciles de memorizar, aprendidos a la sombra de los que la historia moderna
insistió equívocamente en llamar cafés. Desde la aurora de esa razón
hasta su fatal desfondamiento hacia la mitad del siglo XX, la botella y la
jarra fueron vivas maestras en enseñar el camino para subir un escaño de
libertad tras otro.
El alcohol fue,
entonces, una amenaza más del orden establecido –y sus lugares blanco de una
propaganda que no dejaba, y no deja, de tener sus seguidores bienintencionados.
Claro, el exceso de alcohol intoxica, da una pausa a la mirada lúcida sobre la
realidad, con el tiempo afecta los nervios y cada uno de los sistemas del
cuerpo haciendo de la despreocupación pasajera la apatía permanente, y del
castigo hasta justificado sobre la vitalidad desbordante de la vida activa un
envenenamiento persistente y cruel: sin embargo, el celo inquisidor insiste en
apuntar a esa sospechosa complicidad de los que en una mesa matan el tiempo, al
ocio impune en que se sueña hablando, a la efusión libre de lo que el día se
encarga de encerrar para que se haga productivo el animal humano.
Fatalmente, con mínimas excepciones, productivo para otros –comerciantes de
tiempo ajeno, amantes del día-: por lo general, los mismos que andaban con el
evangelio de la productividad en la prédica.
Por eso es que no
va a dejar de sonar mal la acusación de ebrios a los poetas –lejos peor que la
platónica de mentirosos-, no porque deje de apuntar a una realidad bastante
evidente (y es grosería hablar de algo tan obvio y pretender pasar con eso como
inteligente, en especial si se habla desde el país mareado en que estamos),
sino porque con eso se salta intencionadamente el papel de ese razonado
desequilibrio que da el alcohol a la hora de juzgar algo tan imposible como el enigma
nacional. Salir de sí mismo, por ello, termina siendo más que una trampa
química, resulta una resistencia cuando un territorio encerrado en su propia
ansia de productividad inerte no puede hacer otra cosa que seguir afirmando su
nombrecito de cinco letras para llegar a ser algo más que una asociación más o
menos cautiva de un par de agentes e infinidad de pacientes económicos. Es algo
primordial y necesario lo que habla desde el desapego teillieriano y la
proliferante ansia lihneana (ambos supuestos opuestos hermanados en su
espaldarazo abierto a la supuesta lúcida razón infiltrada en la
literatura por medio siglo de funcionarios más o menos responsables
políticamente, en su sentido más pueril), algo más real y vital, como esa nada
del organillo de Pezoa estratégicamente ubicada en la fonda a la que llegan los
desplazados del campo y los pillos, algo de alcance más profundo y universal,
como las tabernas rokhianas que alcanzan proporciones de locus cósmico
en que se define el destino.
Las anchas espaldas
de las Academias y sus aspirantes no dejan de hacer una gran muralla frente a
cualquier sitio en que la magia de ese algo vivo e indefinible se haga
fuerte y visible –y deje los cadáveres de estudio como eso que son: cadáveres
de estudio. Pero el bar es el enemigo peor de todos: el precioso tiempo en que
se forma la conciencia sociable –esa que se va haciendo conciencia social-
es lo que está en disputa. Cada edad y época ha tenido su propia polémica entre
ambas aulas, que son ambas formas de tomar en las manos el no sé qué que
termina revelándose como la verdad de su respectivo tiempo. Y acá se hace la
diferencia: cantar no es dictar clases.
Cantar no es dictar
clases –y en que entre el armar palabras armónicamente y andar encontrando
secretos haya esta analogía durante milenios yace, sin duda, una de las
diferencias inquebrantables entre la taberna y la academia. Aquello que la
filosofía del siglo XIX llamó desinterés o gratuidad para
intentar establecer desde el escritorio la característica de las artes, se
explica mejor cuando se palpa la dúctil sustancia del tiempo puertas adentro de
los malos lugares, el abierto permiso a derivar y equivocarse –hasta a
vivir equivocado, sabiendo que esa equivocación no lo es a la hora en que el
mundo debe calcular cuánto ha dado quién en su permanente, tardío
enjuiciamiento.
Hoy, en épocas de toque de cierre alcohólico y de
cada vez más abstractos y vacíos deberes; hoy sí que nos falta Delfos, hoy sí
que nos falta dejar la buena cabeza puertas afuera o adentro de vez en cuando.
En una de ésas ya es tarde para andarse ordenando uno: quizá haya cosas más
importantes, más luminosas o más oscuras que ponerse a ordenar. Y para eso no
se puede estar así, tan sobrio y correcto, tan formal. Miren sólo en que andan
ésos... IN TABERNA
se vaivienen todos, se vaivienen, ¿qué
celebran
si es que celebran –algún color hay
sobre el nombre del día aparte del rojo,
esta nada dejándose cegar en los ojos ajenos?
fácil, barata juerga –y ahora calma el alma.
el mañana es mañana al traer de nuevo
este vidrio, el espectro de la destrozada
sociabilidad:
su canto. el logos serpentea serpiente,
con celo visible salva la atrevida tesis,
la idea en declive, el concepto en abismo,
vaciados –y se comulga rápido, pues no hay
para más, hasta la otra, y seguro que no
faltará,
seguro que de nuevo, que otra vez.
y ante una nueva salud los ojos en los ojos
para el buen amor y el abierto paso
de las razones continuas, al son del pie,
el compás sobre el suelo. y el mismo fondo
de disco, los mismos carteles, el servicio
de siempre, cada vez más lejos el descanso
y para qué, para darse recuerdos, reírse.
se vienenciman, se deshacen, se entrampan
-y el vale no es jamás el que va a la mesa
con su número: una línea a la izquierda,
arriba.
y el vértigo, el vapor de alientos -hoy
iba a ser un día tranquilo. ¿después,
ahora mismo, pagado y servido? sin fe
en nadie ya, dejan caer cada recuerdo
del adobe, las vigas, en dos doblada
cada percha y repisa, mientras abajo,
abajo, hay quien aún exige y exige:
la hora legal, la del estribo. desmemoriados
siguen bebiendo, encima cosechas enteras,
desplomadas, secas, sin etiqueta ni cera
falsa, sin párrafos para entendidos. ardía
la tarde hasta acabarse, de espaldas
cerraban los ojos –caían y caían,
sólo el aire. una sombra, un silencio,
aparecía el mundo.
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