miércoles, abril 30, 2014

Textos en Antología ELOGIO DEL BAR, editada por Gonzalo Contreras

Ya haré una nota más extensa sobre este libro. Por ahora, comido por el tiempo, comparto mis textos que ahí aparecen.

LAS NOCHES QUE HAN PASADO –Y LAS QUE VIENEN


El alcohol sirve para salir de sí mismo: una de esas imágenes líricas que siempre se han repetido -aunque también podría ser de otro modo, el sentirse más adentro, el cuerpo entero un estorbo para hacer cualquier cosa. ¿Hacer qué, y es de interés hacer algo en esas condiciones, a esa hora, con ese aire, en ese lugar? En esas condiciones, con una seña todo está a la mano: es dejarse ir, dejar hacer.
Como sea, salir de sí o entrar en sí mismo alguna vez no fueron esos espantosos delitos contra la sociabilidad moderna, castigados con la infamia, el ridículo o el calabozo: hubo tiempos en que fue requisito fundamental tener a los capaces de tales desplazamientos en honras particulares y calma, para que pudieran escuchar a esos dioses que nuestra ciencia ha desterrado a la inexistencia –y si existe ahora algo así como un dios es el que le habla al claro, responsable y lúcido varón y deja escritos ordenados, bien guardados y de papel fino. Pero sea Delfos o nuestro Sur arrasado y arrasándose, el escenario se repite: sin este tan vituperado delirio químico no fue posible construir comunidades, encontrar las palabras precisas con que se habla lo importante, lo vital, intentar conocer el futuro o el pasado remoto que siempre resulta ser como ese futuro en el desorden del ebrio santo.
Sobra decir por sabido lo que hizo el avance de la cultura occidental hacia su razón: dejarle al artista todas esas viejas reliquias del desvarío, para tener cómo escucharlas en las pausas de su incesante vida hacia el Bien y la Virtud, cuando no al desquiciado para no tener que escucharlas. Y por cierto, para usar esas reliquias del desvarío.
La razón –entendida como el acotado recinto medido por el que han caminado los señores filósofos, frío como invierno sin viento- no ha elevado revoluciones ni sabe cantar. Para cada avance de su heroico periplo, metió la discusión bares adentro, empujó las palabras y los conceptos para no decir lo que se suponía que debían decir, fundió y estiró las ideas en una juerga lógica que acabó en barricadas e himnos fáciles de memorizar, aprendidos a la sombra de los que la historia moderna insistió equívocamente en llamar cafés. Desde la aurora de esa razón hasta su fatal desfondamiento hacia la mitad del siglo XX, la botella y la jarra fueron vivas maestras en enseñar el camino para subir un escaño de libertad tras otro.
El alcohol fue, entonces, una amenaza más del orden establecido –y sus lugares blanco de una propaganda que no dejaba, y no deja, de tener sus seguidores bienintencionados. Claro, el exceso de alcohol intoxica, da una pausa a la mirada lúcida sobre la realidad, con el tiempo afecta los nervios y cada uno de los sistemas del cuerpo haciendo de la despreocupación pasajera la apatía permanente, y del castigo hasta justificado sobre la vitalidad desbordante de la vida activa un envenenamiento persistente y cruel: sin embargo, el celo inquisidor insiste en apuntar a esa sospechosa complicidad de los que en una mesa matan el tiempo, al ocio impune en que se sueña hablando, a la efusión libre de lo que el día se encarga de encerrar para que se haga productivo el animal humano. Fatalmente, con mínimas excepciones, productivo para otros –comerciantes de tiempo ajeno, amantes del día-: por lo general, los mismos que andaban con el evangelio de la productividad en la prédica.
Por eso es que no va a dejar de sonar mal la acusación de ebrios a los poetas –lejos peor que la platónica de mentirosos-, no porque deje de apuntar a una realidad bastante evidente (y es grosería hablar de algo tan obvio y pretender pasar con eso como inteligente, en especial si se habla desde el país mareado en que estamos), sino porque con eso se salta intencionadamente el papel de ese razonado desequilibrio que da el alcohol a la hora de juzgar algo tan imposible como el enigma nacional. Salir de sí mismo, por ello, termina siendo más que una trampa química, resulta una resistencia cuando un territorio encerrado en su propia ansia de productividad inerte no puede hacer otra cosa que seguir afirmando su nombrecito de cinco letras para llegar a ser algo más que una asociación más o menos cautiva de un par de agentes e infinidad de pacientes económicos. Es algo primordial y necesario lo que habla desde el desapego teillieriano y la proliferante ansia lihneana (ambos supuestos opuestos hermanados en su espaldarazo abierto a la supuesta lúcida razón infiltrada en la literatura por medio siglo de funcionarios más o menos responsables políticamente, en su sentido más pueril), algo más real y vital, como esa nada del organillo de Pezoa estratégicamente ubicada en la fonda a la que llegan los desplazados del campo y los pillos, algo de alcance más profundo y universal, como las tabernas rokhianas que alcanzan proporciones de locus cósmico en que se define el destino.
Las anchas espaldas de las Academias y sus aspirantes no dejan de hacer una gran muralla frente a cualquier sitio en que la magia de ese algo vivo e indefinible se haga fuerte y visible –y deje los cadáveres de estudio como eso que son: cadáveres de estudio. Pero el bar es el enemigo peor de todos: el precioso tiempo en que se forma la conciencia sociable –esa que se va haciendo conciencia social- es lo que está en disputa. Cada edad y época ha tenido su propia polémica entre ambas aulas, que son ambas formas de tomar en las manos el no sé qué que termina revelándose como la verdad de su respectivo tiempo. Y acá se hace la diferencia: cantar no es dictar clases.
Cantar no es dictar clases –y en que entre el armar palabras armónicamente y andar encontrando secretos haya esta analogía durante milenios yace, sin duda, una de las diferencias inquebrantables entre la taberna y la academia. Aquello que la filosofía del siglo XIX llamó desinterés o gratuidad para intentar establecer desde el escritorio la característica de las artes, se explica mejor cuando se palpa la dúctil sustancia del tiempo puertas adentro de los malos lugares, el abierto permiso a derivar y equivocarse –hasta a vivir equivocado, sabiendo que esa equivocación no lo es a la hora en que el mundo debe calcular cuánto ha dado quién en su permanente, tardío enjuiciamiento.
Hoy, en épocas de toque de cierre alcohólico y de cada vez más abstractos y vacíos deberes; hoy sí que nos falta Delfos, hoy sí que nos falta dejar la buena cabeza puertas afuera o adentro de vez en cuando. En una de ésas ya es tarde para andarse ordenando uno: quizá haya cosas más importantes, más luminosas o más oscuras que ponerse a ordenar. Y para eso no se puede estar así, tan sobrio y correcto, tan formal. Miren sólo en que andan ésos... 


 IN TABERNA


se vaivienen todos, se vaivienen, ¿qué celebran
si es que celebran –algún color hay
sobre el nombre del día aparte del rojo,
esta nada dejándose cegar en los ojos ajenos?
fácil, barata juerga –y ahora calma el alma.

el mañana es mañana al traer de nuevo
este vidrio, el espectro de la destrozada sociabilidad:
su canto. el logos serpentea serpiente,
con celo visible salva la atrevida tesis,
la idea en declive, el concepto en abismo,
vaciados –y se comulga rápido, pues no hay
para más, hasta la otra, y seguro que no faltará,
seguro que de nuevo, que otra vez.

y ante una nueva salud los ojos en los ojos
para el buen amor y el abierto paso
de las razones continuas, al son del pie,
el compás sobre el suelo. y el mismo fondo
de disco, los mismos carteles, el servicio
de siempre, cada vez más lejos el descanso
y para qué, para darse recuerdos, reírse.

se vienenciman, se deshacen, se entrampan
-y el vale no es jamás el que va a la mesa
con su número: una línea a la izquierda, arriba.

y el vértigo, el vapor de alientos -hoy
iba a ser un día tranquilo. ¿después,
ahora mismo, pagado y servido? sin fe
en nadie ya, dejan caer cada recuerdo
del adobe, las vigas, en dos doblada
cada percha y repisa, mientras abajo,
abajo, hay quien aún exige y exige:

la hora legal, la del estribo. desmemoriados
siguen bebiendo, encima cosechas enteras,
desplomadas, secas, sin etiqueta ni cera
falsa, sin párrafos para entendidos. ardía
la tarde hasta acabarse, de espaldas
cerraban los ojos –caían y caían,
sólo el aire. una sombra, un silencio,

aparecía el mundo.

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