No es común -porque es alta la
apuesta- que un libro decida desafiar las expectativas lectoras creadas por la
extensa y compleja dinámica de conformación de gusto literario en circunstancias
bien determinadas y locales. No es éste el lugar para darle vueltas al asunto
-la sociología literaria es desde ya una disciplina espesa-; baste realizar una
declaración somera: al momento de aparecer un desafío abierto ante los límites
de la no escrita normativa canónica, el rechazo o la defensa de tal obra va a
tener una muy especial distorsión ética, situada harto más allá de las
características del objeto comentado. Lo que está en cuestión ya no es una
forma de ver el libro de la disputa, sino la literatura y, por consiguiente, la
situación de los sujetos con respecto a la cultura y la sociedad. Si esto
resulta beneficioso o no para el autor y su escritura, depende harto de los
tiempos y lugares, así como de cuánta conciencia hay efectivamente de que la
discusión no era, en última instancia, en absoluto literaria.
Pensar en esto resulta vital
cuando se tiene entre manos Piel de gallina (Valparaíso: Ed.
Inubicalistas, 2013), el discutido libro de Claudio Maldonado (Curicó, 1977);
precisamente porque el ámbito en que nos estamos moviendo en la literatura
nacional cada vez tiene menos que ver con textos y más con tomas de posición
-hasta el punto de generar una verdadera nebulosa, en que resulta común tomar
como discusiones ideológicas disputas bastante más reales y harto debajo de
aquéllas.
El ruido que se ha generado por
una mala crítica de Piel de gallina pasa por alto una consideración que
me parece fundamental: no estamos hablando de una novela, al menos en el
sentido canónico que el término ha adquirido en nuestra literatura. La forma en
que Maldonado rompe sistemáticamente el pacto narrativo, es perceptible desde
las primeras páginas del libro: Lizardo, el personaje central, no parece
percatarse de que está en otro mundo; el lugar en que se ve confinado no
es jamás definido -ni podría definirse- como un purgatorio o un infierno, constituyéndose
en una especie de pesadilla que, por otro lado, nos vemos forzados a entender
como un espacio no-imaginario, un mundo posible; se nos frustra cualquier
búsqueda de la menor metanarrativa que nos permita desde afuera aventurar una
lectura sobre la noción de realidad de la historia. Al dejar de buscar, debemos
apelar a una ausencia de jerarquía de realidad entre el mundo en que Lizardo
está en coma y aquél en el que él desarrolla sus peripecias, y en ese mismo
instante, empezar a leer de otro modo.
Vale decir: estamos ante lo que
Deleuze y Guattari describen en un libro ya clásico (Kafka. Pour une
littérature mineure, 1975) como literatura menor, que se sitúa fuera
y en tensión con el canon. No es que no hallemos un cruce con otras obras
-autores como Rabelais, Kafka o Jarry no están para nada lejos de la voluntad
narrativa de Maldonado-; es que un libro como éste necesariamente requiere un
modo de lectura distinto, no como novela ni relato, sino como una máquina de
sentido que desea formarse a sí misma. Dado esto, me atrevo a plantear que este
libro sólo puede leerse poéticamente, asumiendo su forma como análoga a
la de un poema.
El predominio absoluto de lo
grotesco resulta particularmente comprensible desde este modo de lectura. La
aparición de lo carnavalesco, en sus aspectos más primarios, accede sin regla
ni medida alguna, manifestándose a cada momento en la pesadilla de
Lizardo y fuera de ella: el mundo descrito está bajo una permanente deriva de
transmutaciones, en las que lo humano se descompone bajo la parodia razonable
del funcionamiento de instituciones que han asumido un rol marginal en
nuestra sociedad -la administración y el medio económico de la provincia semi-rural,
la educación municipalizada. Este funcionamiento, liberado a una inercia
carnavalesca, termina subvirtiendo cada uno de sus fines supuestos, hasta
hacerse análogo al movimiento ciego de la naturaleza. Lo pesadillesco se
hace pleno al momento en que Lizardo no parece ver este mundo como otro:
hasta lo más grotesco -como la instrucción de las gallinas a bien morir-
parece, bajo su perspectiva, cumplir una continuidad con ese otro mundo de la vigilia,
que parece (como indica “La cucaracha previsora”, escrito por un colega de
Lizardo en el mundo real)
contaminarse con la pesadilla inhumana que, con ello, adquiere una
condición superior de realidad.
Quizás uno de los problemas que
se dejan ver, después de asumir esta perspectiva, es la inconsistencia del
mundo de vigilia. Los segmentos están escritos en su mayoría con
estructuras de diálogo sumamente simples, que parecen trabajadas propiamente
para no permitirnos una visión precisa del medio del cual surge el personaje,
dándonos a conocer solamente la superficie -erosionada- de sus relaciones
sociales. Muy probablemente, un trabajo distinto de estas secciones hubiera
dado un resultado mucho más consistente -en un sentido neto de estructura-
al libro. Otro tropiezo, probablemente más significativo, se da en el salto
violento entre los modos de diálogo y las pausas descriptivas, que daña en
exceso la verosimilitud del mundo narrativo del libro en general.
A pesar del menoscabo que
los defectos que he mencionado producen en el desarrollo de la acción, Piel
de gallina logra generar poéticamente un hecho literario nuevo, y
esto no es poco decir. No es posible redundar en esto: las posibilidades de un
efectivo dinamismo en nuestro campo literario nacional se fundamentan hoy -como
siempre ha sido- en la aparición de textos que, desde la provincia, sean
capaces de no sólo violentar temáticamente, sino formalmente, a la construcción
de canon y la conformación de gusto que se da desde el centro normalizador
académico y editorial que constituye la capital del país. Estos procesos se
están dando con tal velocidad y tal capricho -como corresponde a un
momento de crisis-, que exabruptos como el de Maldonado (que no es una
excepción en este sentido dentro del catálogo de Inubicalistas) son un real
aporte en medio de las ceremonias ya archiconocidas de nuestro medio literario.
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