En consecuencia, quise destruir el volumen utilizando el plano. Después, el problema consistió en destruir el plano también. Esto lo logré por medio de líneas que cortaban los planos. Pero aún el plano quedaba demasiado intacto. Así que llegué a hacer sólo líneas y puse el color en ellas. Ahora, el único problema era destruir estas líneas también mediante su oposición mutua.
Piet Mondrian, carta a J. J. Sweeney, 1943.
Lo primero que pasó por su cabeza al salir, la última, de la Facultad: el viento de la tarde, raudo corriendo por Playa Ancha cuando empieza a oscurecer. A su paso convierte en alas de cuervo los cabellos largos y negros de Aralía, presagios oscuros sobre el paisaje que se va yendo con el sol; remolinos, fantasmas, insectos molestando entre los párpados, se quejó ella brevemente ante sí misma, como si un espejo los edificios nuevos, amarillos, quietos al frente -el letrero llamando ocupantes, porque están vacíos.
Lo segundo que se desliza entre esas alas que parecen esperar el vuelo: esa voz que la nombra con el tono de las voces recién aprendidas, como un segundo bautizo bajo otros rezos y óleos, y recordó viento, otro viento, tras el cálido y cercano sonido. Y esa noche, arena, pieles en la arena y la boca de uno llamado Jaime, algo ronco y cálido haciendo surcos en la piel, unas palabras lentas que olían a cerveza, a medias palabras: palabras que no lo eran. Pero habría sido engañarse considerar todo eso como una recurrencia inútil, inerte: cuatro meses y la distancia entre Calama y Valparaíso habían convertido ese sentir en un entresentir, el torpe relleno entre dos instantes vacíos de su pensamiento, y aun así, la historia se le hacía persistente y molesta como un miembro faltante. Es inútil también, entonces, el gesto del recuerdo: lo pensó de nuevo, digamos que es una invitación que me susurro al oído, un esfuerzo del ánimo; digamos que las palabras son otras y están quietas, por decir: ya son las siete, y siempre se va a hacer corto el tiempo para la transacción; muévete Aralía.
Y así de rápido, deshabitada de voces. Su nombre fue de nuevo un trazo rápido, Aralía nombrada diez veces sobre la agenda sobrescrita, los cuadernos, un libro de Camus, el Mio Cid Campeador, una mochila negra de estudiante, el carné que presentó al chofer del bus verde. Ahora sólo las casas en declive que caen hacia los blancos edificios militares en el plano, y el mar que se posa a su izquierda para permanecer con ella hasta el sitio preciso; con los ojos entreabiertos repasó los detalles de la transacción, para así no pensar más en ellos hasta la hora en que hacerlo estuviera de más. Al bajar junto a la pasarela, su mente está tan decidida que pareciera vaciarse a cada parpadeo: Aralía no emprendía, más bien navegaba en su propósito, y hasta dormida, pensó, daría idénticos los pasos, buscaría los rostros y atuendos precisos con los ojos cerrados, llegaría al fin de su tarea como, a sus espaldas, el día deja paso a la noche. En rápida gimnasia de su mente hace de lo más trivial lo más importante: un calefont recién instalado en la pieza, dos kilos de azúcar: las ya borrosas diligencias de la mañana.
Pero, y ya lo esperaba, apostar al olvido se hace imposible: fracasa por segundos, como a grietas, y ahí, de nuevo, como clavada la voz de Jaime, como clavada la barba en punta sobre los labios de ella, los ojos risueños y persistentes. Cómo, cómo poder disolverlo entre la gente, proyectarlo hecho un fantasma ambiguo y sin contornos hacia la masa de gente que satura Bellavista. Su voz sería entonces simplemente la de un oficinista al celular, ofrecería pescado fresco y limpio de espinas, pediría cigarrillos y el aliento sería un fuerte tufo de alcohol y cáñamo quemado. Sí, como los sueños, esos sueños de respiración salivosa, círculos oscuros, visión densa: Jaime hecho un grano de sal, perdido en el monstruo de oleajes; Jaime, el aliento que se devuelve, el respirar que es grande, enorme y dura hasta que mueres, los ojos abiertos al alba. Y no recordarás el alba: esa exhalación última que era Jaime, ese pleno desasirse bajo la noche de Calama que ya no era noche, la mano en el pelo y la voz que le decía Aralía, la demora en darse cuenta de que eran las mismas seis letras que el resto de las horas y los días; que si esa mañana salía el sol era porque tenía la costumbre de hacerlo, igual que ayer y antes de ayer.
Fue entonces cuándo, recuerda: fue el día después cuando, aunque por un par de segundos, esta transacción fue en su mente la sombra de una respuesta; y acá ella, cuatro meses después, primer semestre del primer año académico, esquina de Bellavista con Condell en una ciudad mucho más al Sur, da la ante la empresa, definitiva e inevitable. Se detiene ahí, esperando el verde, y la resonancia del aire fresco se hace más fina, anuncia nuevos secretos a la oreja del mundo: el paso de los buses, las charlas y la música de los negocios indican la dirección como lo harían frailes alentando peregrinos a la vera de las vías santas. Miró adelante: dio un paso y otro más; y la acera de enfrente es donde considera de una plumada la visión de ella en los ojos de los otros, la Aralía de este mundo, la que encontrarían los transantes: pantalones y beatle negros y sencillos, ciñendo el cuerpo sin darle más sensualidad que su misma compactación de veinte años; lo más cercano a la indeterminación que puede ella crearse como una barrera necesaria, una fachada comercial para algo que en ella no es de estos mercados, los abiertos, los ligeros. Cuando empieza a pensar en la carne, más tensa y sensible hacia el frío, considera rápido dos palabras para repetir (es Viernes), y corona su esfuerzo deduciendo razones de la plegaria silenciosa: debe encontrar rápido a los transantes, antes que otras reuniones, otros compromisos de fin de semana, se los arrebaten.
Unos pasos más allá está la primera cervecería del sector: oficinistas de vuelta del trabajo; conversación cansada y un consuelo frío para el paladar reseco. En la imagen una mujer: son todos iguales; unos hablan mejor que otros, se visten bonito, se hacen los valientes; pero son todos iguales; bajo el televisor, los ojos breves y concentrados de Aralía. Los ojos al reloj -pensarán que espera a alguien-, para que después breve y concentrada, mesa por mesa, la mirada. Conversan, se ríen de dos en dos y de tres en tres: sólo al fondo, un joven que la mira, pero no la mira tras la mirada, para mirarla de nuevo. Cerveza enfrente, y recién empezando a beberse la botella de medio, el plato con rastros de mayonesa ya lejos de sí, porque bajo sus ojos un libro: parece una novela. No lleva cuadernos, pero es estudiante -el pelo bien cuidado es señal de buen origen, y la negligencia del planchado, ese inconfundible vestirse-rápido, revela la pieza de pensión. Nada más indicado para este negocio. Aralía lee y considera el libro abierto de esta tarde sobre la pared amarillenta, este espejo manchado en la pared: el pelo corto, la barba que aún no crece porque ¿diecinueve, veinte años, quizá? Sácale la barbita mal crecida y hazla crecer compacta y de buen color, y Jaime Álamos no estaría en Osorno con Filosofías en el seso: los ojos cerrados verían lo mismo que los abiertos, olería a tabaco en este instante la piel clara; olería muy cerca a cerveza y tabaco. Pero no soñemos: es El Real, calle Bellavista, Valparaíso, de otra forma no habría ojos pensativos, que después viene la sorpresa si en tu dirección, justo hacia tu mesa:
- Hola, ¿puedo sentarme acá..? -ese rostro inclinado que sonríe, esa confianza plena en y desde la voz.
- Claro... -sentada a su derecha, ella se dice: un transante, de seguro el primero de ellos.
- Aralía, me llamo -acerca su cara. Observa la lentitud inicial del gesto entero y la aceleración súbita de los labios, y piensa que, de seguro, reaccionará como debe cuando llegue la hora.
- Jorge -tibio el beso, y el libro: Extraterritorial, George Steiner.
- ¿Esperas a alguien?
- No. Me iba ahora a la pieza... arriba, en el cerro. Si quieres, traigo otro vaso.
- Claro.
- Siéntate -va hacia la barra y vuelve.
Hablando a pausas largas, como eligiendo un tono distinto y más exacto de voz a cada frase, Jorge dice lo muchas veces dicho en estos meses. También estudia Castellano, pero en otra Universidad. Su familia es de Olmué, pero ocupa una pensión en Cerro Cárcel, la comodidad de estar en el mismo Valparaíso es impagable. Aralía le comenta que tiene que leer el trabajo sobre las Antígonas, también de Steiner; y Jorge le habla de un comentario sobre la poesía de Borges. Ella dice que le interesaría leerlo, y a ver si alguno de estos días me lo prestas, y entonces el brillo en sus ojos, para que ella estuviera segura de que la deseaba. Diez o quince minutos de Beckett, Ionesco, Joyce, la poesía chilena y los horarios estrechos, fue, entonces, suficiente:
- Mira, tengo que decirte algo -él se inclina. Su rostro se nubla por un momento, y cuando Aralía termina, queda mirando las facciones frías y expectantes, al frente.
- Bueno, ¿querrías?
- En fin, no sé...
- Vamos, el asunto es simple. Como todo en la vida -dijo Aralía, luz en los ojos al saberse segura, la respuesta en los verdes mirando intensos adelante.
- ¿A las doce, dijiste?
- Sí, a las doce.
Tras recoger la muda respuesta, ella saca un papel y se lo entrega: un nombre y un número, líneas que se asimilan a un mapa. ¿Le será difícil? Él desecha la dificultad como quien los malos sueños. Ella se levanta entonces; nos vemos, y sólo las manos se tocan: los ojos fijos en los ojos, sale Aralía del encierro, los ruidos y olores. Desde la puerta, su breve despedida y como ave liberada su mano; observa brevemente la calle: hacia la subida Ecuador, le dice una voz. Jorge aceptará las condiciones, las que sean, cuando las encuentre. Puede estar segura, y continuar sin sobresaltos mayores la búsqueda de los dos restantes.
Si se va a hacer en forma, la busca debe acabar pronto. La urgencia, la inquietud puede hacer que todo se vaya al carajo en el momento definitivo, y se está viendo durante una hora ya en una cuidadosa, lenta y estéril pesquisa; la mirada breve, el gesto fugaz. Es la llegada de la impaciencia: casi cree ver al tiempo, ese caracol sucio y enervante burlándose de ella desde el aviso pintado en el muro. Hay bastante gente ya en el sector: empiezan a llegar los primeros, casi inoportunos, clientes a los bares y los pubs de Ecuador, y aunque es aún temprano y hay hombres solos de mirada seria y aspecto reservado yendo a por un trago o una cerveza para evitar la congestión de gente más joven después de las once, ella, la impaciente, se ve a sí misma débil e indecisa, casi fracasada en el retraso. El tiempo se calcula otra vez y una más en su cabeza; y entonces regresa la frase, inoportuna, a sus oídos: cabecita de pájaro, porque los pájaros deben medir el tiempo de otra forma. Cabecita de pájaro, y eso basta para pensar mientras observa y anda, pensar de nuevo, con el ritmo lento del paso de los meses, para que casi vuelva a tener carne ese viejo y nuevo fantasma que la habita. Y casi ya no es un fantasma cuando lo siente al lado, sin nombre todavía, preguntando por una doña Francisca, piezas en arriendo para gentes de paso. Con sus ojos cerrados ella piensa que sabe, que sabe que esto es el ahora, pero no son así las cosas en su cabecita de pájaro que le dice él que ella tiene, él que se llama Jaime, de Santiago, que se encontró con ella hace dos años en Calama, mientras buscaba una rosa para el comedor tras el almuerzo, y tras una pausa le dice ella: al frente. Pero al frente, ahora, sólo la escalera y los afiches, las luces allá arriba; y es Valparaíso, y han pasado los años, y el recuerdo la ha hecho caer en el error de darse tiempo, cuando no lo tiene.
Recapitula antes de subir: los ojos negros de Jaime Álamos la habían llevado al bar de vinos y el cuarentón de camisa caribeña (la fiesta de hoy en el Sindicato, salsa y ron, a la que dijo que iría), a la Plaza Victoria y el argentino de la mochila (con quien se tendría que reunir en Concón, para ponerse de acuerdo esta noche en los lugares que visitarían los dos días que le quedaban en el país), al asco de mentir, a la calle que recorrió con la mirada para ver al par de personas precisas con esta noche de Viernes desocupada y el vacío necesario en los ojos: los dos transantes que no encuentra. Entonces, al llegar arriba se olvida de pupilas y ve sólo lo que hay al interior del restaurante de turismo, entre superpuestos de pintura, carteles de hace diez años y recuerdos escritos por los turistas sobre las paredes de madera vieja.
A pesar de los focos vacilantes, que concentraban sus esfuerzos en el escenario y el gordo que cantaba un vals muy viejo, y con la ayuda débil de la luz de las velas sobre las mesas, Aralía vio, o más bien adivinó, saturada la breve instalación de turismo: de un golpe de miradas, varias parejas, algo que parecía un reencuentro familiar, pequeños grupos de marinos extranjeros. En la barra, un par de mujeres parecían calcular las cifras de algún otro tipo de comercio, mientras miraban las mesas de los marinos en las que aún se las esperaba; fingían escuchar al gordo que cantaba, ahora, una mala canción de moda adaptada a ritmo de bolero. Hacían juego el gordo y las putas, pensó, la improvisación de la tarima allá adelante, la mala amplificación: esta entera máscara de puerto con minúscula, que ella pensó real alguna vez. Pero si alguna vez incluso quiso esa ilusión postiza y externa, hoy día no puede, no podría comparar esta sincera tristeza que le invade el cuerpo, como otra sangre, y esos ojos vidriosos de emoción, de eso que llaman poesía, que es una parte más de la mentira del local, de estos días y estos lugares. Piensa en sí misma dentro del lugar, en la distancia entre estas débiles caretas y esto que la conmueve; tan lejos ella y tan cerca, tan inserta entre las maderas viejas; tan compacta esta realidad inútil en la que vive que se podrían confundir los pobres comercios de la carne con las decisiones graves que ya tomó y las que le quedan; y da los pasos en su mente, porque no tiene todo el tiempo, porque le da asco y no puede, no debe rendirse a estas cosas tan de estómago, y los malos momentos deben cumplirse para que dejen de suceder. Así, entonces, empujada, se vuelve hacia la escalera; pero es sólo para verlo llegar, y de nuevo la certeza.
Parecía ser un empleado en vacaciones, y de hecho lo era: tras el cambio de miradas y las palabras breves, ocuparon una mesa de las más alejadas a la barra y al músico. Germán, que así se llamaba, la barba de pocos días y la ropa nueva arrugada, venía a conocer la ciudad para olvidarse de un divorcio difícil: platos rotos y litigios costosos. Este puerto era encendido: el sur era gris y apagado. No podía quedarse ahí, los meses lluviosos, y las vacaciones esperándolo durante años.
- Puerto Montt no debe ser tan triste -le dijo Aralía-. Aunque los inviernos son casi siempre tristes. El sur, el sur no debe ser tan triste.
- Cuando se trabaja en un banco... la vida es algo monótona. Piensa que treinta y cuatro años, y ya las canas...
- No tienes aspecto de cansado, eso sí. Parece que la ciudad te deslumbra. No, no quiero nada. Tengo algo que hacer, justo ahora.
Y mientras el garzón va por el vino, cuando bajo las luces de adelante un bolero empieza a hablar de la distancia, ella anota en una servilleta las señas del lugar, y cómo se llega.
- Puntual. A las doce -y la chispa en los ojos azules de él le dice que entendió, que sabrá llegar a la hora y que ella queda libre para lo que le queda por hacer: encontrar al tercero. Al irse, recuerda por un instante las pupilas negras de Jaime; parece verlas al pie de la escalera larga de salida: agujeros hondos en el rostro de alguien, y son otros la ciudad y el tiempo.
Y todo, todo lo que restaba para la medianoche, la persiguen esos ojos oscuros vueltos hacia ella, camino a unas dunas, que ella dijo: sería bonito, porque era el típico paisaje que se recuerda siempre del seco Norte. ¿Le podría alguien haber preguntado, en el trayecto por calle Esmeralda, porque inmediatamente, sin preguntar más, así, de repente, ella acompaña al chico de Santiago, que acaba de cerrar trato con doña Francisca, hacia un lugar sin gentes bajo el calor bárbaro de ese verano del 97? ¿Alguien en la noche porteña conoce lo que pasa en ese otro lugar oculto bajo alas de cuervo hechas cabello: una mujer toda entrega bajo ojos negros, un momento que es ahora y está atrás dos años, un lugar que es viento frío de noche marina pero huele a tarde de sol y arena seca? Aralía podría haber respondido, podría haber dicho que cualquiera podía caer en esos ojos, que entera se fundía y se apagaba en esa nueva noche de ojos ajenos que sería amanecer de algo en los suyos. Que toda su voluntad en ese propósito, pero sin voluntad al mismo tiempo, la palabra voluntad una pobre excusa del idioma. ¿Puedes tú unir colores, preparar tintas (diría ella) cuando el único color es el negro cerrado, el negro-agujero, el negro-nada que hace parir mundos: sin mezclas, sólo lo oscuro en lo oscuro engendrando? Pero Aralía considera entonces que va por reflexiones abstrusas e inútiles, y prefiere romper ese antiguo vicio suyo para quedarse con una consideración simple, fija en la mente: alguna vez fue nada: esclava de sí misma sobre arenas, y hoy los juegos son suyos, suyos los escenarios, suyas también, sí, las figuras mágicas que quitan los malos sueños, las fichas de estos juegos suyos que barren con los otros, los juegos sombríos.
Ya eran las once: un solo transante y una hora faltan: ya es como si estuviera hecho, consideró. Entró a comprar cigarrillos y vio al gringo, intentando hacerse entender. Ella allanó el camino, pronunciando Viceroy como todos los días en estas latitudes, y tras los gestos de "entendido" y el Thank you, salieron a calle Esmeralda hablando. Aralía ensayó saludos a los que él ensayó respuestas, y ella le habló en inglés directamente: así convinieron en el idioma tras un golpe de ojos. Harry estaba sólo de paso: tras un trabajo en Venezuela (an excellently well-paid, an excellent job, con los ojos brillosos del primer gran sueldo), era ocasión de conocer the grand-ma's native city antes de volver a Newcastle: not in England, sino que frente a frente from here, en Australia. Tendría veinticuatro ó veinticinco años, los ojos azul-claro y la mirada de niño eterno que acostumbran los gringos que llegan solos y no entre marinerías. Mientras Aralía le decía petroleum, maybe?, en su mente eran otras las palabras: Harry, el de pelo rojo, sería el tercer transante, y tras decidirse en ese preciso instante, subirían a un taxi colectivo, irían hacia Playa Ancha. Ya eran las once y treinta, y sin escuchar su respuesta, Aralía empezó a decirle el destino en ese preciso instante: Would you like to..?
Faltaban diez minutos para las doce, Aralía y Harry llegaron a la esquina prevista. El recio viento de la tarde se había hecho una brisa húmeda, densa, que calaba los huesos y dejaba tensa la piel bajo el frío.
- The place is just a half square from here -dijo Aralía, y miró en dirección al taxi que iba llegando.
- I see -murmuró Harry-. Should we wait?
- We'd have to wait just a bit -dijo Aralía, como para sí misma; como si las palabras sólo por el sonido-. Sólo un poco más...
El taxi se detiene entonces justo enfrente, y Germán, después de leer Pacífico sobre la señal de tránsito, baja y revisa los dineros. Mientras cancela, Aralía siente el viento: el del Norte, frío ya a las seis, y la corriente tibia dentro de ella le confirma: está ebria; es sólo una ilusión el viento del Sur, y la noche, la conciencia de no haber bebido. Toma la mano extendida de Jaime y los ojos se encienden, justo cuando llega a la esquina Jorge, el universitario, y los tres ya con ella. O los cuatro en su sueño, porque habitan cuatro figuras la noche y es ella la que no está, la que entre vagas voces, demandas de explicación, gestos vacilantes, no se encuentra: se ve ella ya bajo otra piel y el sol poniéndose en las arenas. Vagamente visible bajo brazos fuertes, la llave gira y es la pieza desordenada y la cama deshecha, un par de reproducciones de Matisse sacadas de revistas y una foto de ella lo que se ve: un simple reflejo de la realidad arenosa de las dunas y la piel que se le viene encima. Pero es ella la que empuja su piel contra la otra, las otras, en este otro lugar de su cabeza. Se pensará, si se puede pensar en algo, en un velador y ropa en un armario, pero se verá tan sólo el crepúsculo en algún lugar de más al norte: sólo un sueño el abrazo, fantasía imposible de cuatro manos que la desvisten después de que ella uno dos botones, porque son las suyas mismas las que bajo el sol que se despide, torpes y ebrias jalan las leves mangas, el cierre eclaire abajo un grito en el silencio: porque nadie viene a esta hora, porque la soledad rompe el alma en estos paisajes. Sueño sería, imagen de duermevela; porque sus ojos están cerrados y el mundo huele a cerveza, cerveza y sal; piensa entonces lo que aprendió en la caminata larga: se llama Jaime y prefirió viajar solo al Norte, pues luego los estudios serán en el Sur, cinco años en el Sur, mientras en el sur ya expuesto de ella manos torpes y lenguas ágiles, en su boca la de otro, la de dos, porque en su sueño hay otro beso, y más acá una nueva humedad se suma, en la mejilla izquierda, otra en la piel que piensa, que palpita pensando. Dice ella, se dice: es la realidad, los cuerpos que vestían ya no visten y se acercan y alejan a un compás de violencia: es ocupado entero el abajo, y no puede, entonces, respirar; los puentes ahogados y convulsos, húmedos sin colmarse, le hacen tragarse el aire y una serpiente torpe que busca su gemela que allí, dentro, vibra y gime; y es sólo Jaime bajo las siete, las ocho, las nueve: y ya son cuatro horas, cerrados los ojos y llena de arena cuando una hora ya viene dejando de ser bajo maderas viejas y voces que respiran entre ahogos: desde atrás, desde arriba y por abajo, como santa escuchando, sorda a sí, a su boca cerrada por dos bocas que por un momento se unen en este sueño. Ella separará, hacia su dolor pálido les volverá los ojos -azules unos, los otros pardos, negros los otros que tras la visión la miran, más reales ahora, y ella en las pupilas, allá dentro, antes de abrir de nuevo las visiones-, y de nuevo hacia ella todos, y hasta en los pies un paladar caliente, los dedos, uno a uno, dientes que muerden y se retiran. Ella dice entonces que habrá que volver: en la noche hace frío, van a echarme de menos, y se mantiene silenciosa mientras Jaime se levanta, se sacude la arena del cuerpo, de los pliegues en la mezclilla. Pero quién, quién la escucha acá, en Valparaíso; porque callada se observa la piel mojada, los tres hombres cansados, tan iguales los cuerpos, todos los cuerpos de este sueño. Se despliega suave, con las manos la piel despide a la piel, los ojos en los ojos, la sonrisa: se dirige a la pequeña pieza de baño, con el paso lento.
- Váyanse, por favor. Y preocúpense de no dejar nada -. Recalca breve, la paz en los ojos:- Nada -y su cabeza vuelve a desaparecer tras el umbral.
La puerta con llave, el agua bien caliente, se dice a sí en silencio. El calefont responde tal como en la mañana, y el balón de gas lleva sólo cinco días; así que nada debería funcionar mal. El chorro vaporoso sobre la cerámica empieza a hacerse más sordo cuando tocan la puerta.
- Por favor, váyanse, ¿ya? -con decisión pero sin violencias; y se alejan pasos. Parece haber charlas breves que Aralía no escucha porque no quiere escuchar sino la puerta hacia la calle que se abre y cierra por primera vez: debe ser el gringo, piensa. Hay palabras sueltas indefinibles tras el ruido del agua sobre el agua, pero no le interesa: sólo cuando un golpe de maderas deja el silencio que nadie produce más allá del cuarto de baño, y esta vez cuatro golpes sobre la madera húmeda del suelo. Así debería haber sido siempre, quedarse sola sin estridencias. Mantener esta tranquilidad. Sangre fría, que le llaman. Y el agua bien caliente, y el azúcar, se repite, dicen que así no duele.
Cuando la tina estuvo lista, echó el azúcar, la bolsa al suelo, vacía. Revolvía lentamente el agua con los brazos cansados, cuando pensó en Jaime Álamos. Cuánto, uno, dos años para olvidarlo. Y cuánto, cuánto pagar por ese olvido.
Un pequeño gemido. Sí, la navaja sirve. Todo sirve si uno sabe usarlo como debe.