La obsesión política recorre como un fantasma la nueva poesía chilena. No es sencillamente que autores de mayor trayectoria –como Bruno Vidal o José Ángel Cuevas- hayan puesto el tema de la dictadura militar y sus restos simbólicos en el Chile de hoy, sino también quizás algo que bien pareciera misterioso: es que a las generaciones cuyas primeras impresiones éticas y estéticas se crearon bajo la violencia (económica, física, comunicacional, ambiental: absoluta) de esas épocas miserables, llegó el debido momento en que corresponde el esperado y necesario trabajo de superar activamente un duelo –del que bien podrían haberse hecho cargo otros si Chile no se hubiera convertido en el abismo de cobardía semifascista que le dejó a los hijos el limpiar la basura de los padres. Acorraladas por una permanentemente reactualizada escena de violencia irracional, con una profunda erosión de la noción de persona en el plano de la escritura y una fuerte desconfianza hacia la literatura en su dimensión de más sencilla comunicación, estas generaciones cargan con un confuso pathos de marginalidad, de cuya constante expresión –a veces excesiva y altisonante, otras casi traumáticamente calculada-, bien se podrían sacar más lecciones que la sencilla mirada de desprecio y el permanente malentendido entre escritores “serios” y los “no serios”.
En algún sentido, David Bustos, en Ejercicios de Enlace, pareció dar la nota más extrema de obsesión política que pudiéramos haber esperado en el último par de años, tras el trabajo de, entre otros, Roberto Contreras (Siberia), Jaime Pinos (Criminal) o Carlos Soto Román (Haikú minero). Sin embargo, probablemente habría que notar especialmente a Chilean Poetry (Ed. Fuga, Valparaíso, 2008), y esto precisamente porque Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981) hace un ejercicio en que, aunque incurra en varias demasías –de las que ya hablaremos-, ejerce un gesto poético mucho más delicado. Delicado tanto por la decidida situación de su escritura, así como por la fuerte performática que ésta desea establecer.
La situación de la escritura de Arroyo da, precisamente, una clave central para entender la vertiginosa densidad de Chilean Poetry. El reiterado recurso a la reflexión metapoética y a un refinamiento de sentido que no excluye la ironía, no deja velar el punto de partida de la percepción poética: una constante reescenificación de un momento experiencial complejo y traumático de infancia, que da cuenta de una completa generación. Éste es la condición de la infancia “protegida” y guardada en casa -como el minotauro en su laberinto artificial, técnico-, mientras afuera el enigma de la violencia y la barbarie desuelan el sentido mismo de la realidad. La conciencia ascendente con los años sobre el carácter y determinantes de esa violencia, opera invadiendo la construcción, haciendo que las fronteras entre esos dos mundos –la misma arquitectura de una posible vivienda- terminen siendo amenazadas en su misma existencia. Esta crisis extrema de comprensión del mundo, entonces, se inscribe como trauma, y su mecanismo será análogo al de la ruina del tiempo o la destrucción de la guerra. Arroyo no duda en dar un paso radical, entonces: la escena existencial generacional primaria (la familia que en la parte exterior del laberinto oye los disparos) pasa a verse aplicada a los planos psicológicos, ideológicos y procedimentales del texto, que se asume performáticamente reactualizando la vivencia pasada como trauma, un objeto muerto que deviene más real que la misma existencia, por lo que no cesa de aplicar su acción sobre todo el extenso mundo literario planteado en Chilean Poetry. El sello del laberinto es, así, gravemente marcado como única expresión posible tras el final de
El riesgoso trabajo sobre demasías, eso sí, no cesa de dejar una fuerte marca en el trabajo de Arroyo. Su importantísimo y difícil logro programático no se logra a través de la sequedad del cronista: se aprecia claramente que su sorprendente trayectoria en las Artes Visuales ha generado hábitos que son insólitos en los escritores puramente centrados en el trabajo literario. Es así como una serie de imágenes recurrentes, que funcionan a través del libro como leitmotifs, genera una suerte de estética decidida en causar una centrifugación del sentido, en que ni siquiera faltan ejercicios del más puro barroco –tópico que también se toca en sentido expreso en el libro, en una suerte de constante autocrítica sobre la posibilidad de una referencialidad válida. El hablante se recoge en la literatura y desde la literatura, como en el trauma del “resguardo” del sentido en medio de la barbarie, y la tensión entre el dar cuenta y la imposibilidad expresa de ello, -entre la tozudez del significar y la angustia del caos- resulta en 119 páginas de una insólita densidad que obligan a considerar como parte del programa de Arroyo la inducción de una molesta impaciencia al lector: un riesgo que cierra naturalmente este libro para los públicos más amplios, asumiendo como desafío el encuentro sin complejos con un lector entrenado en los extremos de la sorpresa estética. Parte de esta exposición al riesgo, se da asimismo en la elección del inglés como el idioma de prácticamente todos los títulos del libro, en un gesto de ironía que es, en mi opinión, de una difícil y excesiva oblicuidad.
Sin embargo, estos excesos son plenamente entendibles desde el instante en que se accede a una de las fortalezas de la poética de Arroyo: su capacidad de poner en conflicto la relación entre el mundo de la creación (asumido reiteradamente como un interior) y el de una posible (imaginada) naturaleza (exterior). Esta tensión –claro reflejo de la escena generacional primordial a la que me refería antes- no dejará de ejercer cierta atracción destructiva a las posibilidades de creación de sentido, haciendo que o bien el abismo interior (marcado por la oscuridad, la sombra: vanitas) o bien el abismo exterior (hostil, sin ley, marcado por los disparos y la ruina: barbarie) –ambas formas de laberintos, ambas plenas de figuras naturales desplazadas, abstraídas y cosificadas- terminará absorbiendo hacia la nada la posibilidad de construcción de obra. En este sentido, un obvio buen funcionamiento de una obra como Chilean Poetry, sería un desafío a sí misma como máquina que sólo a contrapelo puede dar cuenta de la poesía como fracaso. El programa del libro exige asumir el devenir histórico como un error y toda perspectiva histórica como falacia, lo que hace de un programa escritural la negación de sí mismo. ¿haremos una búsqueda estética o sólo de cadáveres?, llega a preguntarse, apuntando certeramente a plantear una duda con respecto a la posibilidad de construcción de estética que, sabiamente, no es resuelta en lo absoluto en el largo conjunto de textos que compone el libro.
Chilean Poetry llega, creo, a convertirse en uno más de los libros axiales en el actual empeño generacional de búsqueda de un nuevo ethos literario. La extrema conciencia generacional de libros como Ejercicios de Enlace, de David Bustos, Siberia, de Roberto Contreras, o Chilean Poetry, no dejan de apuntar a uno de esos misteriosos momentos en que la literatura empieza a dejarse imponer misiones de re-situación histórica, planteando en la débil trama del oficio hechos tan grandes e inefables que no caben en la “conciencia histórica”, cada vez más degradada por los sistemas de distribución y manipulación de la comunicación social. La perspectiva de una futura inquietud sociológica sobre épocas como la nuestra -de intensa mutación cultural y social-, podrá decir cosas que nuestra actual visión literaria contemporánea sencillamente no puede. Lo que nos obliga a leer, ahora, con más atención que nunca, y asumir que el rol de la literatura en los grandes diálogos sobre los problemas humanos está lejos de haberse clausurado.
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