viernes, junio 13, 2008

PARÁBOLA DE LA BUENA VIDA

Los pájaros al morir, con el veneno

de nuestros restos -esa solemne

rapiña inmunda-, caen desde los árboles,

se estrellan contra el piso. No oímos

esos ruidos: sólo el gato o el perro oyen

ese regalo del cielo, que los consuela

de los días fríos. Desde ese festín rápido

e ineficaz, los llamados animales superiores

volverán a su patio o a sus calles de vagancia,

reproducirán el paso del ancestro al gritar

o aparearse. Nada de esto dejará nunca

de suceder. Las gargantas de uno

y otro animal seguirán envenenándose

con la ponzoña del otro: como si el mundo

se besara profundamente a sí mismo,

con el violento, porfiado y denso masaje

de lenguas de los amantes borrachos,

que no piensan lo que hacen -tan sólo

en cuándo acabar, y en el fondo de su conciencia

cuándo echarse a dormir. El sordo golpe

del pájaro contra el cemento -las plumas

estrechándose, sucias, una

sobre la otra-, no son parte del gran despliegue

de la conciencia del mundo. Es tema

menor, consuelo de perros y gatos, preocupación

para el ornato municipal, tema

para poetas.

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