Los pájaros al morir, con el veneno
de nuestros restos -esa solemne
rapiña inmunda-, caen desde los árboles,
se estrellan contra el piso. No oímos
esos ruidos: sólo el gato o el perro oyen
ese regalo del cielo, que los consuela
de los días fríos. Desde ese festín rápido
e ineficaz, los llamados animales superiores
volverán a su patio o a sus calles de vagancia,
reproducirán el paso del ancestro al gritar
o aparearse. Nada de esto dejará nunca
de suceder. Las gargantas de uno
y otro animal seguirán envenenándose
con la ponzoña del otro: como si el mundo
se besara profundamente a sí mismo,
con el violento, porfiado y denso masaje
de lenguas de los amantes borrachos,
que no piensan lo que hacen -tan sólo
en cuándo acabar, y en el fondo de su conciencia
cuándo echarse a dormir. El sordo golpe
del pájaro contra el cemento -las plumas
estrechándose, sucias, una
sobre la otra-, no son parte del gran despliegue
de la conciencia del mundo. Es tema
menor, consuelo de perros y gatos, preocupación
para el ornato municipal, tema
para poetas.
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