A Charly
La decoración de los hoteles es
cada día más espantosa: los hoteles
son cada vez más espantosos.
Un sordo pintó estas paredes de blanco
lechoso, otro sordo se restregó acá
con un par de sordas, mientras afuera toda esa gente
pierde las manos y los pies bajo
esa nada blancolechosa del cielo
invernal. Uno de estos días se quedará
vacía Argentina, y los humildes, pobres,
imaginarios transeúntes darán sus tripas
al mundo, continuos días y horas en el más
lechoso abismo. No vas a estar ahí.
De cara a la pared de clínica más azul
e infinita, los enfermeros te dirán
cuál era el truco de todo esto,
mientras Latinoamérica se transparente
y gasifique con la densidad necesaria
para caber en la pantalla de un iPod
portátil. El truco no es la verdad o la
belleza. Cualquier paramédico
lo sabe en la más clara medida
de su experiencia. Hay que internarse para saberlo,
llevar la certeza más vacilante en el hígado,
hacer que los electrodos te revienten
los oídos para poder al fin escuchar
las arpas finales de este mundo
blancolechoso. Abandonar los hoteles.
Volver a casa y vivir el incendio que, cada
mañana, hace que las cosas
aparezcan fuera de su sitio.
Ser parte del cuerpo médico, y esperar
con un café la hora de la peste, observando
la infinita, limpia y abismal pared
manchada de gasa, algodones,
alcohol y toda la gama de desinfectantes
que el mundo conozca,
los mensajes inútiles de los que acá
agonizaron, sordos
y enfermos.
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