a Juan Pablo Pereira
Es el ocaso: las fachadas cierran su color
empequeñece su sombra. Lumbre
en los ojos del oficiante: despiertas
la visión atroz y el verbo imposible. Es que
desde la humedad de la pared, se dibuja
la imagen de sí mismo como si un cristal
opaco, quebrado, agónico. Es su sombría
mística, que cae como un lodo
de pequeñas piedras afiladas, una lluvia
sucia y absurda en plano horizontal
sobre la mirada absorta, la muda voz.
Ha empezado, dice para sí, ha
empezado, y cuenta ya las horas antes
que éstas pasen -los ojos fijos
en el soñado fantasma del sol. Piensa a veces
que lo han elegido, pero sabe que en esta
mística no hay nada sino aire viciado,
nubes negras de las que ni tormenta
sale. Hace tiempo que no duda y sólo
se recoge, se desploma, se funde
con el vapor. Llegará el día y será de nuevo
aquel que limpia el suelo tras la fiesta,
el que contra la fachada, en la mañana,
da su sombra como quien la diaria limosna. Mientras
tanto, la voz sin palabras, penumbra. Sospecha –a
veces- que hay un dios, inerte, pudriéndose, empalado
tras el adobe de los muros.
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