Más allá de las modas de la deconstrucción y de la poesía femenina –de algún modo, hasta hace poco exógenas en Chile-, la posibilidad de hacer cuerpo estas expresiones desde su pura imitabilidad, da pasos lentos. El constatar la capacidad en que el discurso desde la mujer puede dar cuenta mejor de nuestros desórdenes colectivos que nuestra poesía establecida (patriarcal, como le llaman a veces), y que el deconstructivismo –que en absoluto puede entenderse como una reducción al vacío, sino como un desensamblaje para una nueva posibilidad de composición- puede dar un reporte más adecuado de la crisis cultural absoluta en que estamos, estas necesarias constataciones, no llevan automáticamente a la generación de expresiones efectivas desde una posible conciencia literaria nacional.
La tensión altamente mujeril de las nuevas poetas chilenas debiera tomar más relevancia. Es lo que pienso cuando considero Ovulada, de Amada Durán (MAGO Ed., Santiago, 2007) o leo los anticipos de La arcada como pequeño maleficio, de Marcela Saldaño, y digo mujeril, sabiendo que es palabra dura y malsonante, pues probablemente esta malsonancia dice más que el sano respeto a nuestros contextos lingüísticos sólitos al referirnos a una época marcada por la invasión de los cuerpos por el poder de una historia enajenada –en medio de un modo de sociedad que levanta una muralla entre lo que es y lo que no puede aparecer (y se supone que con ello deja de ser). La violencia, que no puede evitar cruzarse en el discurso, es la seña que muestra la persistencia del ser humano en su humanidad bajo el embate de una gran nada espectral y alienante.
Esta violencia es palpable y efectiva en Ovulada. En este preciso sentido, me refiero a la mejor posibilidad para una poesía desde la mujer de emprender un saldo de cuentas colectivo. No puedo dejar de ver, en esa casa a medio construir y poblada de todos los fantasmas que la agonía de la familia tradicional nos ha traído –desde la separación y la viudez hasta el parricidio y el incesto-, un retrato de lo que nos ha faltado para conformar una nación. La enervante fragilidad de nuestros vínculos “naturales” –como los llamaba el viejo derecho- se ha visto aun más confirmada bajo la sombra de una (contra-) cultura del “yo” sobre una cultura posible del “nosotros”. En este caso, Amanda da una contundente muestra de la nueva poética de mujeres, perfectamente reconocible en aquéllas que nuestra culposa modernidad relegó a la “literatura femenina clásica” de principios del siglo XX –Mistral, Storni, Agustini-: la visión desde una desolación corporal y doméstica, más ahora invadida por la crisis absoluta del sentido.
La actividad biológica –desplegada en el libro desde la vida familiar hacia su expresión crudamente sexual- termina indefectiblemente en la muerte, la carencia, la indefensión (marcadas profundamente por la compasión que revela el último poema, como única posibilidad de redimirse en un plano social ya reducido a la errancia). Este “esquema” (legible ya en la melancolía “clásica” de las autoras canónicas) se resuelve acá en una insolencia escritural que no se acoge a los viejos recursos “de entrada” a ese canon –en algún sentido marcados éstos siempre por un correlato ético de construcción social-, sino que cae en la conciencia abierta sobre el cuerpo de carne y sangre. Y en este sentido, esta particular insolencia le da caracteres definidos dentro de la producción coetánea, marcada a veces por un esteticismo que “lima” sus posibilidades de acidez en el necesario choque entre la poética y la práctica de nuestras épocas.
Mención aparte merece el cuidadoso trabajo vérsico: refleja, creo, la conciencia netamente corporal del trabajo literario de Amanda. El carácter staccato de la expresión –más feudataria del arte teatral que de la lírica- le suma al texto una extensidad: la cuidadosa evitación de un acento dirigido a crear simples efectos formales o a diluir un legítimo sentimiento de unidad de sonido, sentido e imagen (que es, al fin de cuentas, la marca de una poética que sabe eludir esos efectos). Gracias a esto, lo fragmentario de los textos logra tender a una completa integración en el plano del estilo.
Es curioso que un libro con tanta muerte respire tanto. Es en esto, en esa paradoja, en lo que da cuenta de nuestra época: y al fin del viaje, ese dar cuenta basta y sobra para ponerlo en una línea destacada en la producción de su generación.
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