Imagínate huir. Imagina encendidos
los seres, sin secar las máscaras
de lodo sobre el rostro. Y todo aquello nuevo:
la soberbia insolente de una ciudad nueva, cual
reconstruida. ¿Adónde el baile, adónde
las fértiles ceremonias? En ninguna parte; busca,
tan sólo el vacío. Un regimiento: he ahí ese bautismo;
los sargentos aún sobre ese gris. ¿Gris
de cemento u otra máscara? Allí, en esa sombra,
estuve años de años como un alucinado, viendo
lodo sin secar ante los ojos, y al temblar era el agua,
el agua negra de la melancolía la que
bailaba. A veces era buena esa melancolía
negra: entraba a la digestión y daban ganas
de quedarse sentado y quieto, con las mesas
llenas y ese vómito sobre las paredes. Pero
los sargentos y sus oscuros rituales no eran
mi familia. Soy, al fin, de la más odiada de las ciudades,
tengo una salvaje madre que devora a sus hijos
como gata hambrienta, bella más allá
de toda belleza de este mundo. ¿Qué puede
hacer la exaltada y heroica belleza del aurinegro,
las viejas memorias,
todo ya está lleno de sargentos, respirando
en tu cuello, repitiéndote una y otra vez
que hagas la rutina: que seas digno
del patrio lar? Nada. Escuché:
busca a los tuyos, perro; raspa
de aquí, extranjero. E imagínate, ahora, huir. Hasta
la patria final, o bien hasta la patria
natal, o bien hasta la más bella
de las patrias, el mar un escenario triste y encendido, o bien
encontrar en este pleno abismo
el único lugar al que te condenó la infancia.
Difícil saber esto: me esperaban en esta casa vacía,
espléndida. Fue un desliz miserable criarme en esa gris
y húmeda extranjería. Ya ni siquiera el rencor.
Sólo la rabia, Concepción,
sólo la rabia.
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