Una de las paradojas fértiles sin las cuales el oficio poético sería otra práctica verbal más o menos adecuada para comunicarse, es su capacidad de desplazarse desde su (virtual) situación natural a nuevas situaciones a medias o absolutamente desconocidas, lo que desde ya hace resonar las ideas de la búsqueda, la exploración –la naturalidad de su vocación épica-, y las de soledad, aislamiento, enajenación –la raíz profunda de su agitación lírica. Este voluntario desajuste aparece ya guiando a Odiseo en sus navegaciones, dio al siglo XVIII el sueño de una libertad social y política impensable, capacitó a los poetas del siglo XIX el uso y abuso de fuentes exóticas –en el fondo absolutamente imaginarias-, y acabó en las vanguardias históricas dándole a la poesía la forma y la actitud de su resistencia ante un mundo absolutamente fundado en la producción e intercambio de mercancías.
En el postfacio de Guía para perderse en la ciudad (Santiago: Ripio Ed., 2010), de Víctor López Zumelzu (Curacaví, 1982), David Bustos propone que la poesía presente en este libro no deja de hilvanar la idea del abandono, del vacío como lugar para llenar con más vacío; sin embargo, se hace difícil creer que la imagen del mundo que se va construyendo en las páginas de esta Guía... sea tan transparente como para merecer el nombre de vacío. Haría falta pensar, creo, en una dimensión distinta del tiempo: un volumen interior, oscuro y abismal, que el hablante decide ir a despertar e iluminar a trechos.
Ya que aquel resto que deja el tiempo es claramente distinguible del vacío en el poemario. No hablamos acá de existencia o inexistencia, sino de una potencialidad, una virtualidad que el texto se atreve a construir desde y por sí mismo. La primera sección tiene un par de versos que bien pueden ser considerados un estribillo, dada su insistencia y su voluntad explicativa. Tras considerar una de las imágenes fundamentales del libro –las hojas muertas que se apilan en un jardín, claro símbolo del paso indiferente del tiempo-, López agrega:
Un jardín que lo más bien podría ser
un jardín mental
López afirma decididamente esta dimensión interior, y precisamente desde una virtualidad. El atributo de existencia no será un tópico superior a los otros atributos de los objetos concretos en el tratamiento del poemario. Lo que se recuerda, lo que se imagina, lo deseado, existen en un texto devenido conscientemente virtual, construido sobre la interrogación pendiente sobre la existencia.
Si digo esto puede ser sostenido por una mano
también estoy diciendo
la pesadez puede ser sostenida por las palabras
La realidad se convierte en una figura tan sólo sospechada detrás de esta construcción de segundo orden que el hablante hace el gesto de construir. En cierto sentido, se puede decir que las constantes interrogantes que desde el texto asaltan al lector tienen tanta o más validez y existencia que las supuestas memorias que una incesante deriva deforma y desvaloriza. La notoria referencia a Wittgenstein en los primeros versos del texto están indudablemente puestos como clave para una comprensión de
El acto de interrogar(se) resulta, por el especial carácter de esta evocación, tan presente a través de
La manera en que estamos aquí
en este espacio (tú leyendo)
y no allá
y decimos en la sala de clases
presente cuando se lee la lista
o simplemente pasamos
a no estar sino hablamos
con el tiempo aprendemos
que las cosas alrededor de nosotros
tienen un nombre
y nosotros también las aprendemos
a nombrar
Este insistente nosotros propone, entonces, una comunidad que debe construir el texto, convertir en significativo el vacío original de la imagen recordada. La perspectiva única que ofrece el recuerdo tan sólo puede hacer caer al sujeto –a medias construido, sólo desde sí mismo- en el abandono más suicida. Por esto la estrategia permanente del texto: los recuerdos de familia resuenan secos, merced al ritmo de aire cortado que López sabe bien reproducir sobre la escritura, y la única posibilidad que queda de generar un eco –una resonancia, una liberación del sonido- es volver a plantear interrogantes, llamar a alguien capaz de elevarse por sobre la escritura. Si no es así, el recuerdo familiar va a producir una y otra vez la misma imagen: hojas muertas en el jardín. Casi empezando el poemario, tal relación se hace directa:
Quizás la manera en que llevamos la palabra abandono
inscrita en el cuerpo
sea la razón por la cual nos quedamos
hasta tarde pensando
en las hojas que caen en el patio de atrás
sin que nadie
se dé cuenta
Entonces ¿cuáles serán las palabras apropiadas
para decirle a alguien que su hijo ha muerto?
¿Cómo es que un día acaricias el rostro de alguien
y al otro día ese alguien es un fantasma
temible y aterrador?
El epígrafe de Tolstoy (Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia infeliz es infeliz a su manera) desea entonces evidenciar algo más allá de las anécdotas familiares que proporcionan al poemario la serie de anécdotas que le dan fundamento en el mundo de la existencia concreta; el epígrafe termina apuntando al fin a esta comunión autoral que se desea entre el lector y aquel que está proponiéndonos
La última imagen que ella conserva de él
es marchándose
bajo un camino oscuro rodeado de cipreses
Sobre todo al tomar en cuenta que el ciprés es precisamente símbolo del dolor por la desaparición de alguien querido: árbol funeral, consagrado a las deidades del reino de los muertos por griegos y latinos. Aquel que se marcha termina siendo siempre el que lleva consigo la razón de su misma ausencia –la entrada al abandono es la entrada a un laberinto, en el sentido más hondo al mismo tiempo que eficiente: la deriva por vías de sentido que se entrecortan y quedan obstruidas para después de nuevo retomarse e interrumpirse es el procedimiento fundamental de
Yo necesitaba saber si lo que escribía
era realmente mi experiencia
y no una acumulación de recuerdos
que se desvanecería como hielo al tacto
una acumulación de recuerdos para los que tuve
que crear un estante
si las cosas que estaban alrededor mío
no estaban escritas en alguna hoja
mi vida no habría valido la pena
Con esto, es inevitable que toda conformación de la realidad aludida por esta guía se fundamentará en el deseo, negándose a la posibilidad de una concreción. La evocación sólo producirá una conciencia confundida, y no el reconocimiento de sí fundado en la memoria. Así, usando un camino distinto, López llega a establecer en su escritura un gesto bárbaro análogo al de Christian Aedo en recolector de pixeles (Santiago: Ed. Ripio, 2009), un dar las espaldas a la posibilidad de construcción plena de un discurso que va a producir inevitablemente una deriva de sentido –fruto en ambos textos de una imposibilidad de comprender la real consistencia de una memoria postulable. Este gesto generacional no debería pasarse por alto, en un momento en que precisamente hacen falta lecturas críticas más complejas que la reseña individual o la generalización chata desde intereses particulares, en el umbral de nuevos desafíos en pos de una literatura política posible dentro de una crisis simbólica general dentro de la izquierda (si es dable aún tal nombre).
López ha sabido hacer confluir una incesante crítica sobre el sentido de la literatura con una especial sonoridad elegiaca que surge naturalmente en la lectura. La dimensión de creación de imágenes, por su parte, gana muchísimo cuando el autor es capaz de mantenerse en una finísima cuerda floja: presentar una realidad que es capaz de presentarse a sí misma como lenguaje, al mismo tiempo que intenta retratar esa realidad que permanece trágicamente intocada, inscrita en la memoria. Las imágenes en
Guía para perderse en la ciudad vuelve a confirmar el buen momento de Ripio, una de las editoriales independientes de trabajo más interesante y más silencioso en nuestro entorno literario. El libro de Víctor López, sin duda, va a ser reconocido en algunos años como una marca visible en la producción poética nacional, no por la potencia de la voz, sino al contrario, por su capacidad de situar los silencios necesarios para escuchar a profundidad lo que una época crítica intenta decirnos.
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