No creo que haga falta el esfuerzo de recordarle al que ahora lee lo que es la vida en una cárcel -ya que si no la ha vivido, le es imposible imaginarla, y lo poco que ve y vive aquel que visita no le da ventaja con respecto a la mirada lejana y mítica de aquel sector social para el que sigue siendo una experiencia de plano inimaginable en su horror. Para otros, en cambio, esta sombra es real y concreta, tiene densidad, lenguajes y formas de entrar, estar y salir, y su horror está a la altura de todo el resto del horror del mundo.
Lo que todos dejan afuera de inmediato es la dimensión de la belleza. Imagine quien imagine, observe quien observe la sequedad de los no-colores (los tonos que la humedad le da al gris), el secarse de la ropa que obstaculiza permanentemente la mirada de plena perspectiva, la sensación de que no hay espacio, de que jamás habrá el espacio suficiente; sea quien sea quien ponga la mirada, ve un lugar desprovisto de la gratuidad de lo bello, y seres exiliados de la belleza hacia un mundo en que la utilidad y la necesidad son construidas desde esa precariedad que da el temor y la tristeza.
Saber que esta visión es incompleta y falaz es una de las victorias del Colectivo A La Sombra. Desde el convencimiento ético de que la capacidad de creación artística no es un don mezquino que reparta ningún espíritu de arriba o de abajo, el Colectivo ha hecho visible, a través de una serie de intervenciones en centros penitenciarios distintos en carácter y geografía, que no es una operación de alta alquimia el hacer de un convicto un artista. Esto, porque desde el principio existió la conciencia clara de que el convicto no era el ser mítico y amenazante que toda la cadena de medios de comunicación nos ha señalado para la hoguera, sino un semejante en el más amplio sentido: más que el prójimo digno de compasión o el conciudadano dentro de la república, un productor de belleza de cuyo aprendizaje de las técnicas y trucos del oficio el Colectivo deseaba hacerse responsable. Porque lo que está en el fondo de las expresión artística es intransmitible, está sencillamente ahí.
Es cierto, eso sí, que no hablamos de cualquier espacio para desarrollar un taller. El Colectivo se enfrenta no sólo a un ámbito geográfico o administrativo, sino a un entorno humano complejo, cuyas relaciones personales, leyes y códigos internos, no se producen de modos azarosos o por capricho, sino siguiendo una tradición inmemorial que han construido quienes se han situado más allá de la ley, por elección, necesidad o culpas ajenas. Las relaciones de poder se construyen y reconstruyen muros adentro, con la urgencia que produce la necesidad de sobrevivir –sobrevivir como humano, mantener esos atributos mínimos que en el mundo de afuera son triviales y de bajo precio, y acá, bajo esta sombra, se convierten en la energía fundamental para moverse, salir de la soledad, abrirse.
Porque se trata de abrirse: poner sobre ese silencio e inmovilidad tan queridos en nuestro país como atributos de seriedad, realismo y sobria ubicación, la puerta abierta hacia la creación desde el lenguaje (sea éste oral o la expresión visual de las artes plásticas) que construye confianza en sí mismo, reconocimiento en los otros y la posibilidad del respeto mutuo en una medida a la que la educación formal y la capacitación técnica jamás alcanzarán. He aquí, y sólo aquí en donde la tan mentada reinserción toma categoría efectiva y se convierte en una real fuerza de afirmación individual y comunitaria, motivando más allá de la ventaja utilitaria personal de una vida mejor, una efectiva aspiración de formar parte de un tejido social distinto –un mundo mejor. Y si bien esto suena al idealismo más puro, es precisamente este tipo de fe la que hace falta para solucionar la creciente violencia social que está en la raíz del problema penitenciario: saber que la población penal no es un problema abstracto, sino una solución en sí mismos de carne, hueso y espíritu, y que su derecho a la libertad (y no me refiero a esa libertad exterior que pregona nuestro liberalismo) es tanto o más urgente que para el ciudadano de afuera y de a pie, precisamente porque a la sombra la libertad tiene peso, sustancia y rostros, es real en su ausencia.
Pienso en eso cuando leo varios de los textos en que esta libertad abstracta deja de ser el fantasma de nuestras elucubraciones: sean los sitios (el playancha amado de José Aguilar, con la precisión de un paisaje de tarde, El Barrio Bohemio en la deslumbrante síntesis de Mauricio Rubilar, o la Ciudad de esmog de Jorge Pizarro, que no es sino la luminosa y clara ciudad de la infancia), o sean aquellos que esperan o dejaron de esperar al otro lado de los muros (Linda del natural y emocionado poema de Joan Astorga, el breve y deslumbrante Pena de madre de Gino A. Domínguez, el texto A mi hija que nace y a las que están, de Juan Vera, traspasado de una legítima ternura paterna, el soberano padre que Juan Soto Rodríguez trae visible y poderoso a su poema, la amada que Israel Soto Gómez no encuentra al despertar...), sean cuales sean las imágenes que se hacen entrar desde afuera, todas ellas resultan ser figuras de la libertad. Figuras que, merced a la escritura natural de los autores, llegan a adquirir una particular solidez y presencia.
Para los poetas invitados, el participar de los talleres no significó sólo la legítima emoción de estar dándole un sentido ético y hasta político al oficio propio (lo que muy bien puede constituir de por sí una cierta soberbia), sino el encontrarse cara a cara con esa escritura natural, que tras tanto uso y abuso de los códigos de secta que caracterizan la poética culta de todas las épocas –y particularmente esta era oscura de nuestros países de identidades rotas-, bien nos hace falta, y esa falta se siente en los oídos. Y no hace falta plantear que esa escritura natural sea necesariamente ingenua, me refiero al sentido primordial en que la palabra llama a lo evocado a presencia: como la Gris soledad, de Pablo Chaparro con esa permanencia del mundo gris, o la verdad que se deja describir sin laberintos en la Resiliencia Latina de Adolfo Escobar. O el poema que empieza con esos sólidos versos: Se puso tan mañosa al alba fría / la cerrada de puertas..., de Juan Escudero, o el retrato preciso de los lugares en el recuerdo de Fernando Millaquipay (todo lo que hago es limitado / como estas letras), o el Interior del café nocturno de Marcelo Muñoz Aguirre. En este sentido, fue bueno asumir siempre que si bien los invitados entregaban su experiencia en el oficio escritural, también les correspondía aprehender esta primordialidad: el sentido político de la acción del taller con esto se hacía pleno, modificando profundamente lo fundamental del sentido de la acción de cada uno de ellos, olvidando con ello el paternalismo que se da por sí mismo en instancias como ésta.
Porque la palabra en los internos también se asume política, cargada de un sentido de solidaridad que no admite la duda que acostumbra yacer bajo la opción militante del poeta criado bajo la educación literaria de afuera. Es así como la respuesta ante el desastre de la cárcel de San Miguel no deja de surgir, con el acento solidario y sentido de Williams López Cuevas, y la furia que nace desde la visión del horror y la demanda de justicia en el acento profético de Rigoberto Mandiola (Cuerpos calcinados / que ni con la muerte / se libran del juicio final). Tampoco es ajena la búsqueda de justicia del pueblo mapuche en la voz de Wladimir Cortés (Arauco), o la clara conciencia social en el viaje fugaz de Sergio Ponce.
Es por esto que no digamos los textos -es la escritura misma de estos autores la que nos presenta una lección de confianza en la profunda humanidad que debería alimentar el arte poético. La libertad está en su casa en la voz de estos poetas de adentro, y la compañía de los textos de los poetas de afuera otorga tan sólo una imagen de la plenitud del oficio literario, que no gusta de murallas ni de clasificaciones abstractas.
En sus manos, este testimonio. Sea éste una señal, una buena noticia, para hacernos a todos más conscientes en la defensa del oficio poético como algo más que una práctica placentera o una ocupación funcionaria. Y sobre todo, sea un arma para entender la perversidad de una ideología que busca perpetuar la violencia social al construir murallas y márgenes: el despertar a la belleza puede crear una humanidad libre y consciente. ¿Una muestra de fe? Puede ser, pero creo que no nos es permisible la ceguera ante el trabajo del Colectivo a la Sombra, cuyo fruto está en sus manos: una fe activa es algo más que un vago sentimiento. Juzgue usted.
Lo que todos dejan afuera de inmediato es la dimensión de la belleza. Imagine quien imagine, observe quien observe la sequedad de los no-colores (los tonos que la humedad le da al gris), el secarse de la ropa que obstaculiza permanentemente la mirada de plena perspectiva, la sensación de que no hay espacio, de que jamás habrá el espacio suficiente; sea quien sea quien ponga la mirada, ve un lugar desprovisto de la gratuidad de lo bello, y seres exiliados de la belleza hacia un mundo en que la utilidad y la necesidad son construidas desde esa precariedad que da el temor y la tristeza.
Saber que esta visión es incompleta y falaz es una de las victorias del Colectivo A La Sombra. Desde el convencimiento ético de que la capacidad de creación artística no es un don mezquino que reparta ningún espíritu de arriba o de abajo, el Colectivo ha hecho visible, a través de una serie de intervenciones en centros penitenciarios distintos en carácter y geografía, que no es una operación de alta alquimia el hacer de un convicto un artista. Esto, porque desde el principio existió la conciencia clara de que el convicto no era el ser mítico y amenazante que toda la cadena de medios de comunicación nos ha señalado para la hoguera, sino un semejante en el más amplio sentido: más que el prójimo digno de compasión o el conciudadano dentro de la república, un productor de belleza de cuyo aprendizaje de las técnicas y trucos del oficio el Colectivo deseaba hacerse responsable. Porque lo que está en el fondo de las expresión artística es intransmitible, está sencillamente ahí.
Es cierto, eso sí, que no hablamos de cualquier espacio para desarrollar un taller. El Colectivo se enfrenta no sólo a un ámbito geográfico o administrativo, sino a un entorno humano complejo, cuyas relaciones personales, leyes y códigos internos, no se producen de modos azarosos o por capricho, sino siguiendo una tradición inmemorial que han construido quienes se han situado más allá de la ley, por elección, necesidad o culpas ajenas. Las relaciones de poder se construyen y reconstruyen muros adentro, con la urgencia que produce la necesidad de sobrevivir –sobrevivir como humano, mantener esos atributos mínimos que en el mundo de afuera son triviales y de bajo precio, y acá, bajo esta sombra, se convierten en la energía fundamental para moverse, salir de la soledad, abrirse.
Porque se trata de abrirse: poner sobre ese silencio e inmovilidad tan queridos en nuestro país como atributos de seriedad, realismo y sobria ubicación, la puerta abierta hacia la creación desde el lenguaje (sea éste oral o la expresión visual de las artes plásticas) que construye confianza en sí mismo, reconocimiento en los otros y la posibilidad del respeto mutuo en una medida a la que la educación formal y la capacitación técnica jamás alcanzarán. He aquí, y sólo aquí en donde la tan mentada reinserción toma categoría efectiva y se convierte en una real fuerza de afirmación individual y comunitaria, motivando más allá de la ventaja utilitaria personal de una vida mejor, una efectiva aspiración de formar parte de un tejido social distinto –un mundo mejor. Y si bien esto suena al idealismo más puro, es precisamente este tipo de fe la que hace falta para solucionar la creciente violencia social que está en la raíz del problema penitenciario: saber que la población penal no es un problema abstracto, sino una solución en sí mismos de carne, hueso y espíritu, y que su derecho a la libertad (y no me refiero a esa libertad exterior que pregona nuestro liberalismo) es tanto o más urgente que para el ciudadano de afuera y de a pie, precisamente porque a la sombra la libertad tiene peso, sustancia y rostros, es real en su ausencia.
Pienso en eso cuando leo varios de los textos en que esta libertad abstracta deja de ser el fantasma de nuestras elucubraciones: sean los sitios (el playancha amado de José Aguilar, con la precisión de un paisaje de tarde, El Barrio Bohemio en la deslumbrante síntesis de Mauricio Rubilar, o la Ciudad de esmog de Jorge Pizarro, que no es sino la luminosa y clara ciudad de la infancia), o sean aquellos que esperan o dejaron de esperar al otro lado de los muros (Linda del natural y emocionado poema de Joan Astorga, el breve y deslumbrante Pena de madre de Gino A. Domínguez, el texto A mi hija que nace y a las que están, de Juan Vera, traspasado de una legítima ternura paterna, el soberano padre que Juan Soto Rodríguez trae visible y poderoso a su poema, la amada que Israel Soto Gómez no encuentra al despertar...), sean cuales sean las imágenes que se hacen entrar desde afuera, todas ellas resultan ser figuras de la libertad. Figuras que, merced a la escritura natural de los autores, llegan a adquirir una particular solidez y presencia.
Para los poetas invitados, el participar de los talleres no significó sólo la legítima emoción de estar dándole un sentido ético y hasta político al oficio propio (lo que muy bien puede constituir de por sí una cierta soberbia), sino el encontrarse cara a cara con esa escritura natural, que tras tanto uso y abuso de los códigos de secta que caracterizan la poética culta de todas las épocas –y particularmente esta era oscura de nuestros países de identidades rotas-, bien nos hace falta, y esa falta se siente en los oídos. Y no hace falta plantear que esa escritura natural sea necesariamente ingenua, me refiero al sentido primordial en que la palabra llama a lo evocado a presencia: como la Gris soledad, de Pablo Chaparro con esa permanencia del mundo gris, o la verdad que se deja describir sin laberintos en la Resiliencia Latina de Adolfo Escobar. O el poema que empieza con esos sólidos versos: Se puso tan mañosa al alba fría / la cerrada de puertas..., de Juan Escudero, o el retrato preciso de los lugares en el recuerdo de Fernando Millaquipay (todo lo que hago es limitado / como estas letras), o el Interior del café nocturno de Marcelo Muñoz Aguirre. En este sentido, fue bueno asumir siempre que si bien los invitados entregaban su experiencia en el oficio escritural, también les correspondía aprehender esta primordialidad: el sentido político de la acción del taller con esto se hacía pleno, modificando profundamente lo fundamental del sentido de la acción de cada uno de ellos, olvidando con ello el paternalismo que se da por sí mismo en instancias como ésta.
Porque la palabra en los internos también se asume política, cargada de un sentido de solidaridad que no admite la duda que acostumbra yacer bajo la opción militante del poeta criado bajo la educación literaria de afuera. Es así como la respuesta ante el desastre de la cárcel de San Miguel no deja de surgir, con el acento solidario y sentido de Williams López Cuevas, y la furia que nace desde la visión del horror y la demanda de justicia en el acento profético de Rigoberto Mandiola (Cuerpos calcinados / que ni con la muerte / se libran del juicio final). Tampoco es ajena la búsqueda de justicia del pueblo mapuche en la voz de Wladimir Cortés (Arauco), o la clara conciencia social en el viaje fugaz de Sergio Ponce.
Es por esto que no digamos los textos -es la escritura misma de estos autores la que nos presenta una lección de confianza en la profunda humanidad que debería alimentar el arte poético. La libertad está en su casa en la voz de estos poetas de adentro, y la compañía de los textos de los poetas de afuera otorga tan sólo una imagen de la plenitud del oficio literario, que no gusta de murallas ni de clasificaciones abstractas.
En sus manos, este testimonio. Sea éste una señal, una buena noticia, para hacernos a todos más conscientes en la defensa del oficio poético como algo más que una práctica placentera o una ocupación funcionaria. Y sobre todo, sea un arma para entender la perversidad de una ideología que busca perpetuar la violencia social al construir murallas y márgenes: el despertar a la belleza puede crear una humanidad libre y consciente. ¿Una muestra de fe? Puede ser, pero creo que no nos es permisible la ceguera ante el trabajo del Colectivo a la Sombra, cuyo fruto está en sus manos: una fe activa es algo más que un vago sentimiento. Juzgue usted.
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