En los años del fin, corresponde cantar las canciones finales. El vértigo del fin del mundo no nos acompañará por siempre. Festejemos!
miércoles, diciembre 21, 2011
UN MOMENTO PROPICIO PARA EL EXILIO, de Marcelo Guajardo Thomas: en torno a una posible religiosidad
lunes, diciembre 19, 2011
EL OLIVAR, de Chiri Moyano: un vistazo hacia una realidad plena
jueves, noviembre 03, 2011
sábado, octubre 15, 2011
miércoles, septiembre 28, 2011
La Literatura en trámite de expulsión: NATURALEZA MUERTA, de Guido Arroyo

Una de las discusiones fundamentales para nuestro arte en el momento político y cultural como este que vivimos, de densa crisis de sentido, tiene que ver con algo tan fundamental como qué es el poema -o mejor, qué es lo que podría llegar a ser. Desde el objeto bello que alguna vez se supuso a sí mismo, la modernidad debió sacar una serie de otras dimensiones para mantenerlo sobreviviendo –entre ellas, una particularmente fructífera: convertirlo en una máquina de crítica cultural y social, trascendiendo la posible utilidad en la coyuntura política, dimensión siempre presente dado el origen del poema como oralidad. Sin embargo esta máquina crítica guarda siempre en sí el veneno de su crisis: el poema puede hablar sólo desde sí mismo, desde su particular mística (su estado de verdad) que casi se supone parte de sus procedimientos fundamentales de creación, y han sido contadísimas en nuestro barrio las poéticas que se han planteado decididamente el desaurar, en este sentido, sus creaciones. Así, una crítica posible al más allá del campo de la creación por parte de la poesía resultaría, visto en grueso, una pretensión absurda y mixtificadora, que tan sólo tendría como resultado el engaño y la confusión, cuando no la domesticación de lo real por parte de una creatura emancipada desde su pura fabulación, desde una literatura.
Esto, visto en grueso, ya que en realidad las prácticas discursivas no funcionan tan limpiamente como las planillas burocráticas o los contratos de asesorías municipales. El plantear políticamente un discurso, a estas alturas de la crisis ideológica, debería implicar que éste sepa acoger en sí mismo y mostrar las huellas de la crisis, ya que el productor de su sentido es parte de esa enorme máquina de jerarquías cruzadas y enrevesadas que es el sistema ideológico de la era del espectáculo, que alimenta y se retroalimenta desde el sistema de producción e intercambio de bienes. Y no hay una forma más permeable a mostrar estas huellas que la poética, con su capacidad de interrogarse a sí misma desde su mismo instrumento fundamental: la palabra, paradójica, multidimensional, identitaria.
Difícilmente uno podría mostrar mejor lo antedicho con otro libro que con Naturaleza muerta (2005-2010) (Santiago: Ed. del Temple, 2011), de Guido Arroyo (Valdivia, 1986). En este libro, el autor no ha dudado en multiplicar y hacer evidentes las huellas del extravío que el creador de poesía debe asumir al intentar la salida desde el escaparate estancado del ámbito académico o desde el arenal con un poco de oro y mierda como es definido el arte desde la perspectiva de su intercambio (su mercado) en el poema Chorrea en los bordes de Duchamp (p. 8). La figura del productor de sentido es expulsada –pero como ex-plicitada- de su propia creación de forma sistemática a través del poemario. Su labor es indigna de que se le asigne un espacio en la cuidadosa maquinaria de la que parece resultar –como una casualidad- responsable:
No haber sido el oficinista
que conoce a su esposa en el happy hour, ni engrosar
las glorias de la patria
luciendo
fusil y botas
No ser aun
parte de la mayoría
ni filiar
con una minoría reconocible
Ser entonces, el que camina por el trigal
un equilibrista atrapado en la ventana
incapaz de prender un mísero fósforo
provocar el incendio de la comarca (p. 18)
La impotencia de este hablante llega a dar cuenta de cómo la práctica escritural tan sólo roza ese ámbito otro que este poemario desea como el suyo, extravío que a su vez refleja el del autor con su creación. Este extravío rompe de raíz cualquier voluntad de legibilidad “correcta” del libro: el desde quiebra el cómo. Cualquier voluntad reconocible detrás del texto se fluidifica en una deriva inevitable: esta escritura no puede apelar a reglas de un discurso que se le ha hecho ajeno, como exiliada de un territorio donde aspirase a entrar a la fuerza. En la escritura de Naturaleza muerta, este signo es clave: el más allá de la letra se cuela sin cumplir turnos o jerarquías, por fuerza propia:
Una ciudad en verano es el resumen de la infancia
cemento filudo de huesos-veredas
y se prohíbe hacer excavaciones
bajo luces azules un letrero se desnuda
arriba del pubis un tatuaje, la copia feliz de esa muralla
pero faltan ladrillos-manos para construir la casa nuestra
Entonces quién comete sedición esta noche ¿acaso el púber maldito
que sienta la belleza de su patria y la encuentra amarga?
o quien imita el trazo de Monet
para abocetar el retrato de su dictador predilecto (…) (p. 26)
El punto de apoyo, entonces, no puede ser otro que la subjetividad más extrema, en plena oposición a cualquier noción de literatura como un más allá del mundo. La apelación a lo vivido y lo visto llega a presentar los momentos de desamparo y enajenación característicos de la formación infantil como expresión del extravío del hablante, poniéndolos en relación directa con la carencia del rol social del artista o la nostalgia amorosa: la operación realiza una tabula rasa de las dimensiones que componen el mundo del poemario, dejando como ámbito de su representación un espacio intermedio en que el valor se revela en la pura aparición al horizonte de la escritura. Me parece que este espacio –que se podría decir un no-lugar- es ese innombrado Chile aludido desde el extenso poema situado en el centro del libro y señalado por un diseño que cita a la bandera nacional: como no puedes nombrar este poema / escribes entreparéntesis la excusa, / como si una mordaza blanca tapara / sus bocas, o un telón negro cayera / sobre el recuerdo, impidiendo ver el / fondo sangrante de versos son estrella. El poema como tal empieza:
En medio de un conventillo todos te miran
sin mirarte, entreabren las persianas ocupados de que se mantenga
la temperatura del té La Rendidora o de esparcir la mantequilla
sobre una marraqueta que sólo acá es tan crujiente
parecida al gemido escondido en el entretecho
de casonas donde sirven tragos importados
sostienen fundaciones de poetas salones de arte
o los demuele una constructora judía no importa
que arroje doscientas balas sobre los muros (…) (p. 53)
Los espacios privilegiados del arte moderno, la cotidianeidad y la marginalidad parecen abalanzarse en su deriva sobre un muro imposible de romper: el muro que opone la separación entre la acción de escritura y la acción de subjetivación social. La cadena de la impotencia que se puede vislumbrar (desde la impotencia del hablante para ser sujeto de su propia historia hasta la impotencia del artista de hacerse sujeto de La Historia, reproducidas en múltiples formas y diversos niveles) encuentra, entonces, un reflejo adecuado y decidor en la opacidad formal: el oficio mismo logra mostrar su impotencia con respecto a hacerse literatura. Y con ello, postula a esa misma literatura a la cual no puede/no quiere llegar como enajenación, espectáculo, como una especie intercambiable dentro de un mercado tecnificado que usa la sublimación estética como mecanismo de represión (cfr. Adorno y Horkheimer, Dialéctica del iluminismo).
Es en este sentido que la naturaleza muerta, género de pintura en que la emoción estética se revela como pura imposición de lo que el artista postula como objeto bello, resulta como ejemplo paradojal el perfecto vehículo para la peligrosa situación del poemario en el límite de una posible justificación de su misma escritura. En la forma, se revela en la elección decidida de cierto seco objetivismo, a veces violentamente yuxtapuesto a una poética mimética casi narrativa y a veces manejado con una técnica notable en su pulcritud (cfr. Entiende los gestos ocultos bajo la ropa…, p. 9). Mas este objetivismo no puede dejar de revelar la falacia de esa limpia nada que desea como su más allá, gesto notorio en uno de los textos claves del libro, el poema Todas las declaraciones de principios / deberían quemarse como esta hoja:
¿Quién podría
necesitar el Arte
si es posible
arrugar
una hoja en blanco
y luego
como si nada
extenderla
sobre el aire
y redactar
con tinta negra:
naturaleza
muerta? (p. 83)
Tras lo formal, entonces, se revela una mera voluntad vacía, cuya misma vaciedad funciona como testigo paradojal, que no dejará de señalar –y no ocultar- tras esa limpia sublimación estética la huella del sufrimiento de las víctimas de la historia, a las que la escritura de Arroyo evoca, por otro lado, sin cesar a través del libro en los textos que no se reconocen dentro de esa línea. Esto confirma la tensión permanente de Naturaleza muerta, lo que constituye su valor como investigación sobre el límite de las posibilidades escriturales con respecto a la acción política: la nebulosa, pero tangible, reunión de más de una voluntad formal dentro del libro, con el consecuente montaje caprichoso que es en sí una rebelión frente a la ambición de un (supuesto) documento cultural impoluto de historia. El carácter inevitablemente mistificador del autor dentro de la escritura se hace con ello patente (cfr. Por revelar, p. 41), y con ello se es capaz de ver de frente la exterioridad de una posible literatura en el contexto de la sociedad de mercado –en otras palabras, al evocar al sujeto creador de sentido a la escena, es inevitable que aparezca su carácter impostado, que su verdad se mine en el más profundo sentido. Con ello, la relación del creador con su obra pierde, claramente y a la vista, cualquier carácter natural: se hace técnica, en el más moderno y devastador sentido, y así expone a una posible Literatura a la soledad de un paisaje natural dispuesto para la pura contemplación. Paradojalmente, como finalidad desde el mismo oficio, la muerte del sentido (como contrapartida de su inutilidad en el plano de la acción social) se impone como el último destino de la investigación del poemario.
Naturaleza muerta resulta uno de los libros más interesantes dentro de las expresiones que desde un tiempo a esta parte han puesto en tela de juicio el mecanismo sencillo e insuficiente de una literatura que desde la simple mímesis desee hacerse parte de la historia social y política efectiva (pienso en obras tan alejadas y comunes en este propósito como las de Alfonso Grez y Christian Aedo). La tensión inherente en el libro, en este caso, es un aporte, al haber llegado prontamente a un manifiesto límite expresivo –lo que entrega una durísima tarea a Arroyo para las obras que vengan. La fuerte investigación sobre los límites del arte moderno que subyace al libro puede ser tanto garantía de expresiones nuevas como de mudez: el costo de poner la debilidad de la figura del autor como una fortaleza puede llegar a ser una apuesta más cara de lo que el papel resista.
miércoles, agosto 24, 2011
Audio del poema NIETZSCHE en la Audioteca

sábado, agosto 13, 2011
Sin tregua contra lo real: PRECAVIDAMENTE HABLANDO, de Patricio Serey

El asumir que la autocrítica debería constituir uno de los gestos esenciales del creador de poesía es ya un lugar común, y se ha vuelto un valor fundamental para considerar cualquier poética que se precie de estar a la altura de los tiempos. Sin embargo, no dejan de aparecer las lecturas de aquellos que de plano no entienden que la poesía se trata de un oficio, y no la práctica de generación de eventos escandalosos o el escaparate de perversiones personales; en este registro tan sólo una poética de superficie y que asuma respuestas obvias podría ser reconocible y asimilable. Es una suerte incluso que el oficio de la poesía pueda ser practicado aún sin la venia de los censores que vienen desde otras prácticas (críticos culturales, periodistas, cronistas, asesores de gestión cultural municipales o nacionales, etc.), después de que desde hace algo así como veinte años intentan aplicar esta censura estandarizada bajo una institucionalidad que les dio y les sigue dando viento de cola para esta tarea.
Saber mantener una autocrítica a la altura de la compleja labor de creación poética es bastante más complejo que gestos automáticos o imitativos: sin buscar los fundamentos en el gesto base de la antipoesía parriana y de la ya cansadora (y por lo mismo ya descafeinada) autorreferencia de la moda bertoniana, Patricio Serey hace en Precavidamente hablando una provocadora apelación a la poesía como una ácida práctica crítica ante lo real, aquello que se supone fijo e inmutable al frente, desde una noción de humor que bien se empalma con la definición bretoniana en su Antología del humor negro: “negación de la realidad, la magnífica afirmación del principio del placer”. Ante el miedo que todo lo afea -tácita reminiscencia de una imagen quevediana de la muerte- a que se refiere en el poema homónimo al libro, Serey no duda en instalar el hecho creador como instancia ejemplar de resistencia personal: el primer poema del libro marca claramente esto al titularse Nosotros que le trabajamos al martirio. Los primeros versos de ese primer poema rezan:
Los que le trabajamos al martirio
aunque gratuita, formalmente
nos mantenemos a una discreta distancia
de la palabra muerte y de la palabra amor.
Esta perspectiva ofrece el fundamento de las operaciones corrosivas características del humor negro de Serey: la muerte o el amor quedan decididamente fuera de alcance del proceso con el que el autor debe enfrentarse a la creación, dada la absoluta conciencia de una distancia insalvable entre las palabras y las cosas. Este despojo reconoce tácitamente una raíz en el gesto escéptico de la poesía contemporánea chilena posterior a los 60, como se hace evidente en la velada referencia irónica a Lihn del poema De profesión ahogado:
Quien habla mucho del dolor
no hace más que abusar de esta palabra
valerse del adjetivo doler para eludir
al hada del encanto final
y seguir pateando la perra.
El dolor es uno de los temas fundamentales del libro. Presente en toda la primera parte, sabría ahogar cualquier otra voluntad de esta poética, si no fuera porque el autor conoce perfectamente a la ironía como recurso de resistencia y transformación de la realidad. El objetivo primario de esta ironía es, sin falta, el hablante mismo, que a modo de un flâneur, puede ser el intruso cuya mirada le muestra la medida de la inutilidad de sus esfuerzos ante el radical Otro de la vida urbana, el enajenado paciente de doctores de la muerte internado en un lazareto fantasmal, o varias otras figuras cuyo delineamiento sabe conscientemente no volverse nítido y evidente hacia el lector. Ya que esa claridad sería una falacia.
Me explico: la raíz del dolor de este hablante está en su absoluta imposibilidad de dar cuenta claramente de su creación. Este ser es más que simplemente miope: la puesta en duda de lo que se planta al frente, consecuencia natural de su ataque mordaz, quiebra cualquier posibilidad de evidencia:
Habría que estar sólo mirando el agua
para no reparar en el viento que seca la boca.
El ojo como pálido referente de las cosas
el incesante forcejear que se realiza para asistir a
ninguna muerte.
Serey sabe, en este sentido, desprenderse de gestos fáciles, haciendo que lo que se expresa acá sea una voluntad que elude rostro y figura, que se hace un puro deseo cuya desembocadura natural es la hostilidad hacia aquello al frente, el ganar espacio para sí en el sentido más arcaico. Por ello, el gesto del malditismo se hace relevante, y específicamente aquel de ancestro rokhiano, en que no se deja de aludir a la creación como expresión de una naturaleza ciega y sorda a la razón. El mismo yo del poeta termina bajo las ruedas de esta avalancha autocrítica:
No pienso en mí cuando escribo
de corto o largo aliento
más bien ahogado.
Tampoco pienso en el gusano
ni en mi vecina tetona que se asoma
cada vez que llego pasado una hora decente,
empieza el poema Tal vez, ahí, de repente, a lo bestia, en que desde el mismo título se deja ver el inquietante tanteo para definir algo que logre acercarse a un arte poética, requisito esencial para la definición de un hablante clásico. Sin embargo, la definición final es precisa y orgullosamente ese repentismo y bestialidad, y habría que decir que en esto veo un pliegue bastante más sutil, un quiebre entre esto que desea el hablante y aquello que rige la voluntad de autor detrás de la obra. En esta lucha por la expresión de sí mismo a través de la creación se delinea claramente una victoria de la práctica misma del oficio, mientras la energía desplegada no deja de aplastar al hablante, deslegitimándole frente a la que postula como su misma producción. La conmoción profunda de la escritura poética termina siendo vista desde una muy distinta perspectiva, como expresa bien el poema Cita gore:
Una destemplada ráfaga de ideas
convulsiona el sentido de las palabras
un confuso remezón donde se revela la ambigua
idea de un cielo para los inmolados
pero aunque se escriba con el muñón ensangrentado
esto no sería más que una mala cita gore.
Este bien asumido pliegue dentro de la escritura de Serey –que podemos definir, de otra forma, como la conciencia técnica del oficio versus el sacrificio personal en la tradición del malditismo-, hace que pueda sin problemas transitar diversos tonos y tópicos sin miedo a la confusión de planos, generando una superposición violenta de imágenes poéticas que logran encontrar su expresión final a través del humor negro, como expresión de resistencia, al que aludía antes. La confusión de la figura de la mujer con la imagen de la muerte, en este sentido, resulta al fin fundamental para entender por qué buena parte de los poemas de la segunda parte del libro (El cadáver exquisito de los muertos de amor) están cargados expresamente de una poderosa energía tanática, que no deja de arrastrar a la escritura misma hacia la tabula rasa que queda al centro de este mundo poético:
Los jotes revolotean el cadáver de los muertos de
amor
porque esas cabezas ya han rodado el mundo
con sus non sanctas soledades.
¿Qué decir de la poesía?
si ya han jugado con la pobre niña que nadie saca
a bailar
la han violado reiteradas veces en los refranes
del prostibulario idioma.
Es así como la poética de Serey no puede sino asociarse a la violencia y la muerte para conservar su validez, no puede sino reconocerse bajo una profunda derrota ante sí misma como posibilidad de verdad o de virtud, como si el ataque contra el mundo terminase dejando dentro del hablante como un reflejo esa misma potencia destructiva que estaba dirigida contra él. La ironía sistemática hace su trabajo hasta el final, dejando triunfar a la poesía como oficio por sobre la poesía como expresión personal, y en este sentido vale hacer notar que el humor corrosivo de Serey no deja de presentar en primer plano una densidad de lenguaje que se transforma, en la última parte, en una poderosa afirmación de la autonomía que puede alcanzar una escritura cuando todos los presupuestos que se pueden plantear como fundamentos de una poética (el compromiso ético o político, la expresión de sí mismo, la búsqueda experimental, etc.) agachan la cabeza ante la evidencia de la creación misma. Para entender esta paradojal afirmación, Serey mismo nos ofrece su Cantinela del ocio:
Para decir lo que se quiere decir
habría que romper con todos los poemas
comenzar a descifrar las palabras
que caen hilvanadas en la fragilidad de la memoria.
Un pájaro canta en la aridez de un desierto
¿quién cree en esa ave solitaria,
en el estruendo de su canto?
Pero el pájaro sigue ahí, en su jardín, yerto
conmovido sólo por los gránulos de arena
que sordos enseñan su dorada espalda
ese es sin duda su mayor trofeo
y eleva su cantinela nuevamente
que le devuelve con porfía la tardía distancia.
En tiempos en que la demanda de la realidad se hace cada día más urgente y pareciese que todo lo ganado en el transcurso de nuestra historia cultural debe ser defendido contra una barbarie con una voluntad de poder inconcebible, resulta cada vez más importante esta declaración afirmativa de la necesidad del oficio poético, lo único que le puede otorgar un peso real como voz de resistencia y de coherencia ética. El que Serey logre empalmar nuestra historia de poesía urbana con la poesía tradicional refuerza la legitimidad del oficio ante el resto de las prácticas culturales, su carácter primario y necesario.