sábado, agosto 13, 2011

Sin tregua contra lo real: PRECAVIDAMENTE HABLANDO, de Patricio Serey

El asumir que la autocrítica debería constituir uno de los gestos esenciales del creador de poesía es ya un lugar común, y se ha vuelto un valor fundamental para considerar cualquier poética que se precie de estar a la altura de los tiempos. Sin embargo, no dejan de aparecer las lecturas de aquellos que de plano no entienden que la poesía se trata de un oficio, y no la práctica de generación de eventos escandalosos o el escaparate de perversiones personales; en este registro tan sólo una poética de superficie y que asuma respuestas obvias podría ser reconocible y asimilable. Es una suerte incluso que el oficio de la poesía pueda ser practicado aún sin la venia de los censores que vienen desde otras prácticas (críticos culturales, periodistas, cronistas, asesores de gestión cultural municipales o nacionales, etc.), después de que desde hace algo así como veinte años intentan aplicar esta censura estandarizada bajo una institucionalidad que les dio y les sigue dando viento de cola para esta tarea.

Saber mantener una autocrítica a la altura de la compleja labor de creación poética es bastante más complejo que gestos automáticos o imitativos: sin buscar los fundamentos en el gesto base de la antipoesía parriana y de la ya cansadora (y por lo mismo ya descafeinada) autorreferencia de la moda bertoniana, Patricio Serey hace en Precavidamente hablando una provocadora apelación a la poesía como una ácida práctica crítica ante lo real, aquello que se supone fijo e inmutable al frente, desde una noción de humor que bien se empalma con la definición bretoniana en su Antología del humor negro: “negación de la realidad, la magnífica afirmación del principio del placer”. Ante el miedo que todo lo afea -tácita reminiscencia de una imagen quevediana de la muerte- a que se refiere en el poema homónimo al libro, Serey no duda en instalar el hecho creador como instancia ejemplar de resistencia personal: el primer poema del libro marca claramente esto al titularse Nosotros que le trabajamos al martirio. Los primeros versos de ese primer poema rezan:

Los que le trabajamos al martirio

aunque gratuita, formalmente

nos mantenemos a una discreta distancia

de la palabra muerte y de la palabra amor.

Esta perspectiva ofrece el fundamento de las operaciones corrosivas características del humor negro de Serey: la muerte o el amor quedan decididamente fuera de alcance del proceso con el que el autor debe enfrentarse a la creación, dada la absoluta conciencia de una distancia insalvable entre las palabras y las cosas. Este despojo reconoce tácitamente una raíz en el gesto escéptico de la poesía contemporánea chilena posterior a los 60, como se hace evidente en la velada referencia irónica a Lihn del poema De profesión ahogado:

Quien habla mucho del dolor

no hace más que abusar de esta palabra

valerse del adjetivo doler para eludir

al hada del encanto final

y seguir pateando la perra.

El dolor es uno de los temas fundamentales del libro. Presente en toda la primera parte, sabría ahogar cualquier otra voluntad de esta poética, si no fuera porque el autor conoce perfectamente a la ironía como recurso de resistencia y transformación de la realidad. El objetivo primario de esta ironía es, sin falta, el hablante mismo, que a modo de un flâneur, puede ser el intruso cuya mirada le muestra la medida de la inutilidad de sus esfuerzos ante el radical Otro de la vida urbana, el enajenado paciente de doctores de la muerte internado en un lazareto fantasmal, o varias otras figuras cuyo delineamiento sabe conscientemente no volverse nítido y evidente hacia el lector. Ya que esa claridad sería una falacia.

Me explico: la raíz del dolor de este hablante está en su absoluta imposibilidad de dar cuenta claramente de su creación. Este ser es más que simplemente miope: la puesta en duda de lo que se planta al frente, consecuencia natural de su ataque mordaz, quiebra cualquier posibilidad de evidencia:

Habría que estar sólo mirando el agua

para no reparar en el viento que seca la boca.

El ojo como pálido referente de las cosas

el incesante forcejear que se realiza para asistir a

ninguna muerte.

Serey sabe, en este sentido, desprenderse de gestos fáciles, haciendo que lo que se expresa acá sea una voluntad que elude rostro y figura, que se hace un puro deseo cuya desembocadura natural es la hostilidad hacia aquello al frente, el ganar espacio para sí en el sentido más arcaico. Por ello, el gesto del malditismo se hace relevante, y específicamente aquel de ancestro rokhiano, en que no se deja de aludir a la creación como expresión de una naturaleza ciega y sorda a la razón. El mismo yo del poeta termina bajo las ruedas de esta avalancha autocrítica:

No pienso en mí cuando escribo

de corto o largo aliento

más bien ahogado.

Tampoco pienso en el gusano

ni en mi vecina tetona que se asoma

cada vez que llego pasado una hora decente,

empieza el poema Tal vez, ahí, de repente, a lo bestia, en que desde el mismo título se deja ver el inquietante tanteo para definir algo que logre acercarse a un arte poética, requisito esencial para la definición de un hablante clásico. Sin embargo, la definición final es precisa y orgullosamente ese repentismo y bestialidad, y habría que decir que en esto veo un pliegue bastante más sutil, un quiebre entre esto que desea el hablante y aquello que rige la voluntad de autor detrás de la obra. En esta lucha por la expresión de sí mismo a través de la creación se delinea claramente una victoria de la práctica misma del oficio, mientras la energía desplegada no deja de aplastar al hablante, deslegitimándole frente a la que postula como su misma producción. La conmoción profunda de la escritura poética termina siendo vista desde una muy distinta perspectiva, como expresa bien el poema Cita gore:

Una destemplada ráfaga de ideas

convulsiona el sentido de las palabras

un confuso remezón donde se revela la ambigua

idea de un cielo para los inmolados

pero aunque se escriba con el muñón ensangrentado

esto no sería más que una mala cita gore.

Este bien asumido pliegue dentro de la escritura de Serey –que podemos definir, de otra forma, como la conciencia técnica del oficio versus el sacrificio personal en la tradición del malditismo-, hace que pueda sin problemas transitar diversos tonos y tópicos sin miedo a la confusión de planos, generando una superposición violenta de imágenes poéticas que logran encontrar su expresión final a través del humor negro, como expresión de resistencia, al que aludía antes. La confusión de la figura de la mujer con la imagen de la muerte, en este sentido, resulta al fin fundamental para entender por qué buena parte de los poemas de la segunda parte del libro (El cadáver exquisito de los muertos de amor) están cargados expresamente de una poderosa energía tanática, que no deja de arrastrar a la escritura misma hacia la tabula rasa que queda al centro de este mundo poético:

Los jotes revolotean el cadáver de los muertos de

amor

porque esas cabezas ya han rodado el mundo

con sus non sanctas soledades.

¿Qué decir de la poesía?

si ya han jugado con la pobre niña que nadie saca

a bailar

la han violado reiteradas veces en los refranes

del prostibulario idioma.

Es así como la poética de Serey no puede sino asociarse a la violencia y la muerte para conservar su validez, no puede sino reconocerse bajo una profunda derrota ante sí misma como posibilidad de verdad o de virtud, como si el ataque contra el mundo terminase dejando dentro del hablante como un reflejo esa misma potencia destructiva que estaba dirigida contra él. La ironía sistemática hace su trabajo hasta el final, dejando triunfar a la poesía como oficio por sobre la poesía como expresión personal, y en este sentido vale hacer notar que el humor corrosivo de Serey no deja de presentar en primer plano una densidad de lenguaje que se transforma, en la última parte, en una poderosa afirmación de la autonomía que puede alcanzar una escritura cuando todos los presupuestos que se pueden plantear como fundamentos de una poética (el compromiso ético o político, la expresión de sí mismo, la búsqueda experimental, etc.) agachan la cabeza ante la evidencia de la creación misma. Para entender esta paradojal afirmación, Serey mismo nos ofrece su Cantinela del ocio:

Para decir lo que se quiere decir

habría que romper con todos los poemas

comenzar a descifrar las palabras

que caen hilvanadas en la fragilidad de la memoria.

Un pájaro canta en la aridez de un desierto

¿quién cree en esa ave solitaria,

en el estruendo de su canto?

Pero el pájaro sigue ahí, en su jardín, yerto

conmovido sólo por los gránulos de arena

que sordos enseñan su dorada espalda

ese es sin duda su mayor trofeo

y eleva su cantinela nuevamente

que le devuelve con porfía la tardía distancia.

En tiempos en que la demanda de la realidad se hace cada día más urgente y pareciese que todo lo ganado en el transcurso de nuestra historia cultural debe ser defendido contra una barbarie con una voluntad de poder inconcebible, resulta cada vez más importante esta declaración afirmativa de la necesidad del oficio poético, lo único que le puede otorgar un peso real como voz de resistencia y de coherencia ética. El que Serey logre empalmar nuestra historia de poesía urbana con la poesía tradicional refuerza la legitimidad del oficio ante el resto de las prácticas culturales, su carácter primario y necesario.

Patricio Serey confirma, con Precavidamente hablando, la interesantísima densidad escritural de la provincia de Aconcagua, que desde hace casi diez años ha estado ofreciendo una serie de creadores jóvenes de gran proyección, sin intentar asimilarse al entorno centralizado nacional –y ni siquiera al entorno regional que tiene a Valparaíso por cabeza administrativa. Con este libro, Ediciones Inubicalistas se anota otro punto en su proyecto, y puede ostentar uno de los catálogos más sobresalientes en lo que se refiere al movimiento de microeditoriales de nuestro país.

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