Detrás
de nuestra cultura que separa el cuerpo de algo que llaman espíritu –con lo
cual de inmediato entre el hombre y el mundo se abre una herida abierta-,
estuvo alguna vez esa otra insistente certeza: la vida no es una línea, sino un
flujo continuo, el hombre no puede ser separado de su animalidad y de sus
actividades “inferiores”, su corporalidad cambiante y, a ratos, violenta.
Bajtin le llamaría “lo grotesco”, la representación del cuerpo que, antes de la
Modernidad, tendía a ir más allá de sus límites y determinantes, que se
ensambla al mundo, que no logra justificarse a sí mismo.
Nuestras
sociedades construidas a medias tienen aún lugares desde los cuales podemos
pensar en esta conciencia del cuerpo. Podría pensar en Quebrada Alvarado como
tal lugar, y a Chiri Moyano como su testigo, el profeta de un mundo primordial.
Como Rabelais, no puede mirar el mundo desde su Olivar como si fuera un objeto
muerto y separado: Moyano se asume como un testigo presencial de una realidad
viviente, que muta y lo asume a él dentro de ella:
Ha
quedado el esqueleto de un río
en medio del olivar
y
con el tiempo
las piedras empezaron a enterrarse
entonces
brotaron flores
con
colores e himnos anarquistas
y pintó la aceituna en el árbol
y las comió el tordo
y las comió mi madre
y
de ahí nosotros amamantamos
y
somos lo que somos
No
es otra cosa lo que me dicen esas patas pelá’s de toda una familia que trabaja
y mantiene a su tierra sin venderla
desde el abuelo hasta ahora: vemos, no el anhelo o el delirio –lo que
obviamente abriría esa escisión radical que hemos dado en llamar romanticismo
desde Hölderlin-, sino la comunión cotidiana y efectiva, que no admite la
traición a la propia naturaleza que constituiría el asumirse como un hombre que
se crea y se define sólo desde sí mismo. Si es que podemos pensar en un
privilegio de aquél que puede ver esto y expresarlo -el artista-, no es sino su
condición de despegarse de la tierra. Pero ¿despegarse es separarse? Leo:
El
silencio negro de estos olivos
son
sueños donde suele aparecer
un
niño llorando violado
…
(que más tarde se ahorca
en
una mata de olivo).
Y
pájaros
que
cagan, comen y cantan.
La
muerte del niño fantasmal es un despegarse del suelo en la horca del olivo,
pero como una definida contraparte la visión de los pájaros no tarda en
aparecer. No son incorpóreos: están vinculados en su ser, físicamente, con el
olivar, y tan sólo su tercer atributo es el canto. Por lo demás, en este texto
no vemos a los pájaros volar, ya que al conocer el libro íntegro, uno se da
cuenta de que las alas y el volar –la dirección ascendente- son tan centrales
que ni siquiera hace falta recalcar su presencia de manera obvia.
Este
despegarse del suelo es condición esencial, fundado en la vida y no en la
desaparición o la muerte, para la existencia de la obra artística. La muerte no
existe en esta poética –la desaparición no es ni siquiera una metamorfosis,
sino un desplazamiento hacia arriba, como vemos en el poema dedicado a la poeta
Axa Lillo:
Cuando
la piedra se enferma
y
se envenena
y
se encrespa como un caracol pisoteado
saca
gritos urgentes de auxilio vomitando
pedazos de vidrios
agridulces
y
fotos de infancia
para
echarse a volar cantando
como
una enredadera arañando por las paredes.
El
vuelo será inseparable del canto, incluso si la imagen elegida no sea la de un
ser alado, sino la de la enredadera sobre las paredes, mucho más contundente
–que desde ya, si implica un atributo claro es el preciso opuesto del desasirse
que representa el ave, emblema del poeta clásico: implica el asirse, casi como
expresión de persistencia en la memoria.
Ya
que el vuelo no solamente define al artista: define además un modo de habitar
en que es posible el sentido de trascendencia como cotidianeidad. Nada más
claro que el primer poema de la sección El Olivar, que presenta las noches en
el olivar marcadas por la decidida persistencia de la imagen de las alas: todo
con alas. Este lugar se presenta definitivamente marcado por esa dirección
ascendente, en cuya ruta el artista –ser que vuela- no puede dejar de cruzarse
para darle y darse sentido.
En
lo formal, el libro de Moyano sabe dar cuenta de esta visión integral. La
relación que establecía con Rabelais se ve claramente cuando nos encontramos
con el cuerpo, los desechos y las partes privadas del autor, vistos de frente y
con las palabras fuertes y precisas para saber aspirar en los textos a una
totalidad, más que en un detalle gracioso, por más que se examine lúdicamente
en los poemas Sin título de la sección Rezos. En este sentido, está lejos de
ser una poética amable: como dice en Epitafio,
La
poesía
no
es sólo un abanico
de color de rosas
también
es una daga
que corta orejas largas
y feas.
Ya
que el mundo que retrata, si bien está pleno de humanidad, no deja de ser ese
mundo sin Dios del pensamiento moderno, tal como con cierto grado de ironía
deja ver en Rezos, y con bastante menos sentido del humor en otros poemas de la
primera parte del libro, como en el sentido e intenso Cara de barro o Hay un
desencanto en el aire. Veo la naturaleza, interior y exterior, profundamente
humanizada, cruel, sabia, ciega o tierna según ande el paso del tiempo, que ha
desterrado a Dios a la inexistencia por falta de necesidad, esa naturaleza
cotidiana y alcanzable pero incomprensible al mismo tiempo, en la anciana que
hace fuego para pasar Agosto del poema V de El Olivar; y no me deja de parecer
que todos los caracteres que presenta el libro forman parte de la misma
familia. Ya que esto me da el sentido de la familia de Moyano como una imagen de
la totalidad análoga al mundo natural, trayéndonos a esa imagen de familia y a
su trabajado olivar como apariciones primordiales, símbolos de una
reconciliación posible y presente del hombre con el mundo, una religiosidad
activa y cotidiana. Ante esto, los poetas no pueden ser sino una metáfora que
no se puede mantener en pie ante tal plenitud de realidad: una bolsa de caca
tirada en la vereda, momento preciso para que aparezca, aquí sí, una imagen
urbana indicadora de decadencia y despojo.
Desde
la cotidianeidad desgarradora de la sección Dos animales que se aman en tiempos
difíciles hasta la cosmogonía alucinada de la última sección, El Olivar, Moyano
muestra con este libro su paso hacia la universalidad que esperamos desde este
lado de la vida, en que la ciudad nos enseña paso a paso el desarraigo y la
escisión como modos de vivir y habitar un mundo por siempre ajeno, que nosotros
no dudamos en vender al primer postor. Un libro, en este sentido, necesario,
que es capaz de transmitirnos esa conmoción de toda poesía legítima, no podía
llegar en mejor momento.
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