martes, julio 22, 2008

Sobre CADÁVERES, de Sergio Madrid


La forma en que se puede entender actualmente una poesía reivindicativa ha tenido todas las mutaciones que han correspondido a la corrosión de la sacralidad de la literatura como expresión privilegiada de las inquietudes (¿corresponderá decir básicas, fundamentales?) del ser humano. El proyecto humanista-ilustrado encuentra su nicho cada vez más cerrado en la útopica y extrema realidad alterna de las vanguardias –que a su vez ocupa lugares marginales dentro de una producción cultural cada vez más dedicada a la alimentación de una sociedad espectacular.

Bajo la inspiración del que pasa por el último de los proyectos vanguardistas con pretensión efectivamente integral –la actividad de la Internacional Situacionista-, Cadáveres, de Sergio Madrid (Valparaíso, Ed. Cataclismo, 2007), muestra decididamente una cualidad de reivindicación, desde esa especial micropolítica que se despliega al asumirse la apertura del telón del espectáculo. Pienso en esto desde el mismo título, cuyo nombre recuerdo que alguna vez fue El Cadáver que Anda: ¿eco acaso de la segunda tesis de La Société du Spectacle (1967): el espectáculo como la inversión concreta de la vida, movimiento autónomo de lo no viviente?

Para los que se pierdan: partamos de que el capital ha cumplido su vocación de humo cristalizando en imagen, y que su ya conocido rol de dominación se ejerce desde un gigantesco teatro del cual somos –ustedes que escuchan, nosotros que hablamos, el local que nos acoge- una suerte de comparsa marginal que alimentamos la ilusión como bomberos –pompiers, aquellos preocupados de las “bombas” de iluminación- o como sostenedores menores y precarios, obligados a pagar la entrada y mantenernos calientes y alimentados dentro con el trabajo de tramoyistas tras el telón. La imagen de este desolado teatro es más que elocuente para explicarnos el pesimismo que el mismo autor de Cadáveres ha presentado como característica fundamental de las páginas de este libro en la Advertencia previa a los textos: el optimismo / falsifica el mundo. Con esto, la poesía, primer y último eslabón de las disciplinas humanísticas -precisamente quizás desde la nata indisciplina de esa rara música primordial-, no da siquiera para una voz de coro, aunque pudiera dar la función de su fracaso como un fruto más del sistema –la decadencia como un nuevo valor de mercado, la espalda a los viejos ideales como una nueva máscara ciega y afirmativa del puro vacío en boga. En esto, creo que Cadáveres da la nota discordante.

Me parece que es posible ver una poderosa reivindicación en el carácter íntimo de los poemas, en torno al restablecimiento de una unidad de la vida en su “vitalidad” –lo que es bastante más que una redundancia. Es difícil ver un libro con una tan marcada –arrogante, se diría- presencia del yo, en un momento inicial de rechazo a la posibilidad de hacerlo colectivo

tampoco hablo por los otros, no podría
soy hombre de mi tiempo, de eso
no siento orgullo sino pesar
al menos constato un imposible
¿cómo poder hablar por los otros?
¿acaso ellos hablarían a través de mí?
tonterías líricas, yo es sí-mismo
¡oh amplio cielo del mundo moderno, te convocamos!
una gran risotada es el cielo

LA RISOTADA DEL CIELO

Este abandono –que pasa desde esta exaltación a la malhumorada blasfemia contra el día en el poema homónimo, en que la más económica y acostumbrada medida de tiempo del mes cierra el texto con su posibilidad de abundancia- respondería bien y coherentemente en caso de que el programa de la escritura de Madrid se fundamentara en un principio doctrinario. Pero en esto, precisamente, se deja ver la rebeldía de un sujeto poético ante la posibilidad de una “procedimentalización”, objetivación que lo haga entrar a paso firme al mundo del comentario bajo el dintel de la biblioteca. La poesía –como “movimiento revolucionario del lenguaje”, que dijera Debord-, no podría dejar pasar tal estagnación en la obra de Madrid, siguiendo desde ya la estela de Lautréamont. El pleno derecho del Hombre pasa en un segundo momento a desplazarse al pleno derecho del individuo a la plenitud de su vida, lo cual paradójicamente hace pasar el ánimo de los textos bajo este signo distintivo hacia un alborozo consciente y polemista:

atrás la torpe melancolía, es a ella
a quien lanzamos los dardos del espíritu
para ser libres como quien rompe piedras

UNA FORMA DE DESAPARECER

Donde, como se ve, el espíritu es capaz de renacer desde el enajenado vacío de una antropología caduca en la forma de una fuerza puramente dinámica y agresiva –reactiva- de liberación.

Pero, ¿no será obvio que dada esta tensión emocional, el trabajo netamente centrado en la palabra debe hacerse trascender hacia la poesía hecha vida, forzada a saltar desde la página a la acción? La nueva paradoja de esta vanguardia de retaguardia obliga a considerar la paradoja como una suerte de anti-procedimiento, una suerte de seguro anti-programático que limita incluso la premisa de una posible performática. Es en este sentido que el asumir una forma poética que desde la misma nada que decir resuelve quedarse en el balbuceo de la poesía escrita y en papel, es también una forma de habitar una crisis más que sencillamente ignorarla o evitarla. Es el sello de la adscripción a una poesía moderna, marcada por lo que yo llamaría la caída del humanismo, y el autor a secas, la falsificación, con respecto a la disolución de la vida, en la deriva seudoprogramática à la Lautréamont que el autor denomina La esperanza disfrazada: composición aforística sobre la época.

Así es como no hay que creer en el proclamado pesimismo del autor desde la simpleza de la mirada sencilla. Como poetas, sabemos hace tiempo que el estado poético, en su patología ancestral, trasciende el ánimo –canto porque el instante existe / y mi vida está completa, / no estoy alegre ni estoy triste: / soy poeta, dice Cecilia Meirelles en el poema Motivo, del 38-, y la exaltada vitalidad –no exenta de melancolía, en un claroscuro que exige un lector consciente- del poema Fraternidad, lo confirma. El privilegio del final para este texto de notoria vivencialidad directa, rebajaría múltiples valores que podría tener el poemario, si no saltara de esta forma a la vista la inquietud que asume el lugar de programa o doctrina, dirigido hacia el lector como una provocación, como un ajuste de cuentas. La vindicación de un momento previo a esa escisión del yo que supone la “vida moral”, la “humanidad plena” en la integración a la sociedad –significativamente invocada desde una cruel indolencia que no se deja confundir con la “inocencia”-, es, creo, un dardo a ese lector que si hubiera realizado / un diez por ciento de lo que leyó,

los autores hubieran sido más felices
y no se les hubiera exigido
ser víctimas de su canto.

LA SEPARACIÓN CRÍTICA

No a medio camino, sino que en un más allá de la tragedia o la celebración, en una posición peligrosa y asumidamente personal, la apuesta de Madrid en Cadáveres sella un arco en su obra, tras El universo menos el sol y Elegía para antes de levantarse, señalando una etapa en su creación. Una poética afirmativa al mismo tiempo que inquisitiva, que aún desea responder inquietudes colectivas del ser humano desde el individualismo más concentrado, asumido y realizado, y que se resiste desde la paradoja o la contradicción abierta a ese nombre engañoso: la madurez. Déjenme preferir la palabra actualidad: dura menos tiempo, da más vértigo, y respira mejor.

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