Nació mi padre porque sus hermanas
nacieron: el horizonte abierto y anguloso
de las nuevas fundaciones lo saludó
al primer grito. Crecían ellas
como árboles mientras mi padre
moldeaba los huesos bajo la bruma densa
de Coronel, y fue natural que eligiera
como su vida entera el dedicarse a esa
familia suya. Desde la oficina dibujaba
sus perfiles con seguro trazo, cuando
las veinte máquinas herramientas
de la maestranza le cantaban a coro. Yo
lo vi alzar la vista, reconociendo el leve
matiz de lenguaje que le pedía el cuidado
que no le daría el operario –no sabían,
no podían saber, las sílabas precisas
de esa precisa criatura. Hasta el vendaval
sutil, silencioso, que barrió con todo eso, él
aseguró el amor de la gris familia, y aún
guardo en el alma las palabras suyas:
no hay azar en las máquinas, mientras
yo programaba juegos de dados
en el Atari Basic. El tiempo del cáncer
fue, dolorosamente, el exacto. El necesario.
La oscura inteligencia del mundo dejó las cosas
en este agudo silencio sin sentido que vengo
habitando con hermanas blancas y esquivas,
que envejecen y mueren de un año
para el otro. Este arte persiste, como las ruinas
de las cepilladoras, bajo un óxido poblado
de animales; y más allá de esa calle, la gente
hace cosas, se mueve en la verdad, con los dedos
hace luz de la penumbra, deja atrás a toda ésta,
mi borrosa dinastía.
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