A la espalda de mi padre, en el taller
tras la oficina, vibraba y tamboreaba
el son de las máquinas que hacían las piezas
para las otras máquinas –aunque ya no se puede,
no se debe hablar de la bella música del largo
día. La libre importación dio cuenta
de las maestranzas, del amoroso aceite
que filtraba las comisuras del gris
metal, de esa solidez que el mundo
ya no consiente. Todo hoy es tan sutil.
A lo más el fax da un trino limpio: ha llegado
la pieza requerida, el impuesto se arrastra
y se liquida camino del satélite. Y cómo,
cómo desde la mano en el tablero oblicuo
nacía la firme curva de los precisos, preciosos
objetos. Nadie podrá ya más ver esa belleza. Se fue,
se fue sin heroísmos a la silenciosa cloaca
de la historia. Quedan aún sonando
bajo el aire dolorido los discursos
sobre el progreso –ya pura llamarada verbal-,
y los hijos adictos de los operarios, maldiciendo
la explotación de sus ancestros a pipazos
brutales. El aroma limpio del aceite, dónde, y esa
música: reservas para absurdos nostálgicos,
con esa estúpida infancia bajo los militares aún
en la sangre, cantando como ayer
en las fiestas de rigor, sin saber ya de qué diablos
se puede escribir en este sutil, callado
fin de mundo.
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