miércoles, noviembre 12, 2025

Historia y sacrilegio: MANTO AZUL, de Leonora Vicuña y Verónica Zondek

Hay que tener valor para escribir sobre el oro. No tan solo se trata del metal tradicionalmente considerado perfecto, la expresión legítima del poder del sol, temible y a la vez lleno de la gracia de la luz, potencia de vida en abundancia tal que puede quemar, al mismo tiempo, la vista y la piel; es que además es el oro la razón misma por la que comprendemos el mundo que nos contiene, nuestro continente, que fue insertado al mundo (y que hizo existir ese, este mundo) por parte de masas enteras de buscadores de oro, que fundaron las instituciones que nos rigen en buena medida para poder seguir extrayendo ese oro. La historia de nuestro país se hace imposible si no se entiende la minería en general, la ambición por los metales, como la raíz de nuestro ser nación y el determinante histórico último de nuestra forma de habitar y de comprender el mundo, por más que durante un par de siglos de ideologías interesadas por el esfuerzo agrícola e idealismos originarios de varios géneros, haya quienes quieran desviarse de la verdad incómoda de la codicia y el ansia de riqueza fácil, la minería, como la oscura madre del país que llamamos Chile.   

No puedo evitar que salga la palabra Madre, tras conocer Manto azul (Temuco: Ofqui Editores, 2024), libro que está dedicado al mineral Madre de Dios, próximo a José de la Mariquina y a Máfil, realizado por la poeta Verónica Zondek (Santiago, 1953) y la fotógrafa Leonora Vicuña (Santiago, 1952). Uno que no es ni de poemas ni de fotografías, y que no quisiera llamar foto-poema -y menos poema visual. Porque este poema se me ofrece narrativamente y a partir de varias voces, como los dramas del Siglo de Oro Español (momento cultural en pleno apogeo cuando este mineral se funda, por lo demás, para continuar dándole oros al magnífico Oro espiritual del Reino de la casa de Austria). Y además se me está entregando quizás una cierta narrativa en la sucesión de las imágenes y su enlace con los textos; y ya sabemos que toda narrativa -y más aun esta, eminentemente trágica-, tiene su base en un afán de ganarle al tiempo usándolo, registrar una experiencia para quienes no la han tenido, casi una advertencia. Bien pensado, una foto-tragedia; mejor pensado: una foto-novela, un drama familiar para escarmiento de otras familias, que sirve, esencialmente, para matar el tiempo, matar al tiempo, hacer de esa historia una simultaneidad con la nuestra.

Porque sabemos que en la naturaleza el metal es una cosa hecha de tiempo: su formación y su enraizamiento en el barro están absolutamente determinados por larguísimos períodos geológicos, que exceden con mucho los tiempos humanos. Razón de más para que su extracción, torpe y acelerada por el impulso de la ambición, por parte de seres de un día hundidos ya en una edad de hierro (y Hesíodo ya sabía de esto), nos suene a una violencia inusitada, al ver cómo hay quienes, vestidos con trapos bastos, despiertan, extraen y deshacen lo más rápido que pueden, a una potencia sagrada dentro de la cual millones de años están conservados. Entonces, acá se tratará de una tragedia de sacrilegio.

Es interesante que en el cuento del que surge el epígrafe de Baldomero Lillo (El Oro, incluido en Sub Sole, de 1907), el signo definitivo para la ruina de una humanidad marcada por la disolución de todo lazo afectivo, se da cuando el Amor (con mayúscula) decide dejar la Tierra y acabar su Reino. Como si los lazos humanos posibles después, solo puedan estar marcados por la violencia, por una rapacidad sorda y ciega, en este nuevo Reino del Oro, una forma de llamar al capitalismo, el monstruo que nace gracias al oro americano, cúmulo entre el que estuvo el oro de Madre de Dios.

Pero hablamos de textos (escritos y visuales) realizados en nuestra época, 465 años después, y ni la letra ni la imagen confían ya en ser dignas de su objeto, como un mundo en que hasta el signo no desea trasladar lo que hay tras él. Nuestro drama empieza con un lasciate ogni speranza con respecto al sentido último de nuestra lectura: Nada. En verso aislado y con punto, separado por un espacio de la siguiente estrofa. Tendremos que recorrer algún camino para ver qué nos advierte esa nada que precede a las naves que avanzan a trompicones por las aguas.

De lo que se trata es de un drama de violencia, más precisamente, de violencia sexual. Antes de cualquier mención de metales, la imagen toma el traslado, la metáfora, para dar el movimiento brutal de la acción:


Mordisco a mordisco florecen.

Mascada a mascada embuchan el suelo.

Pellizco a pellizco desnudan el brillo

despojan los trajes de la tierra.


Van del barro al agua / del agua al fuego/ de la fragua a la forja.


Ay de las minas de carne y hueso/ de las minas de enagua oculta.

Ay/ ay de las minas de suma y nota en la banca.

Ay de las que impiden cruzar la frontera y de las que añican la materia.

Un mineral duerme en silencio.

Las manos nacen bruñidas.


En este poema narro el apetito insaciable

y no/ no nombro la edad implacable. 


Los placeres oscuros que serán contados en el poema son precisamente sexuales; la polisemia de mina permite al inicio del texto enhebrar sin problemas el trabajo de la extracción con el del trabajo físico del acto sexual. Estos mismos placeres son polisémicos, y parecen también dar vueltas en torno a lo mismo. El placer es el bajo de arena en donde, por lo general, es posible buscar partículas de metales que ha dejado una corriente, y que, dependiendo de los estudiosos, se llama así, sea porque una embarcación puede fondear en calma, reposar en la arena, o sea irónicamente porque no es nada placentero que la embarcación se vea impedida por el denso placer de continuar un rumbo de costa fluvial. Toda la imaginería parece andar en torno a impedimentos y trabajos con los que deshacerse del impedimento, roces y deseos frustrados de movimiento.

Este deseo que se frustra por el roce, al tiempo que se potencia por el roce (para fondear o zarpar), ya sabemos dónde se dirige: hacia el oro o hacia llevarse el oro. De manera obsesiva y letal, vemos a este oro cumplir su amenaza, al impregnar la visualidad de las fotos. Vemos las huellas de humanidad en Madre de Dios inundadas por un cataclismo de oro, que vuelve indistinguible en su calor al denso barro con respecto a los brazos, las piernas, las herramientas, las instalaciones abandonadas. De algún modo es fatal que este sol enterrado termine cobrando su precio, por lo que toda su búsqueda y extracción se vuelven una paradójica conjuración de su poder, a sabiendas del mal que otorga, como en el cuento de Lillo. Por ello más que una codicia calculada y seca, entregada a una finalidad específica, vemos acá un deseo húmedo hacia la fuerza inextinguible, que parece imbroceable, atrapada en el barro, dirigida hacia un ser que se revela puro verbo activo, con letra de color de oro, frente a la mano derecha que sostiene el polvo:


No/ no tengo claro a quién me echaré ni con quién acabaré

Sé que hincaré mi diente largo

que desafiaré olas y confines y escalaré.

Viajo.

Pago el impuesto que mi rey exige/ engordo su arca imperial con las sobras de mi cosecha/ pago las deudas de su estúpida guerra contra moros y judíos.

Navego.

Cancelo lo adeudado.

Conquisto.

Tomo. 

Acopio. 


Esta masculinidad que se mueve bajo el poder del no saber nada del destino de su deseo, y solo del deseo ajeno que sirve (el reino y sus cruzadas) no es precisamente el español bruto y puramente codicioso de la caricatura, sino el ser complejo y contradictorio para quien el oro era además señal de honra, y de cierta garantía de seguridad y libertad en un mundo en que el riesgo de la pobreza, el desamparo y la muerte eran reales. Reúne en sí esa carga paradójica característica de los rasgos “viriles” en nuestras culturas patriarcales: la capacidad del impulso ciego y sordo, que debe sobreponerse al riesgo, y la emoción profunda del terror ante aquello Otro cuya potencia debe anular, como una amenaza mortal, una castración en toda regla. Eso Otro puede tomar bien la figura de lo sublime, que le obliga a una forzada adoración, el imponente “manto azul”, que expresa la pureza de quien lo lleva, la madre de Dios, y he aquí que frente a la imagen del espeso barro en el que se dejará ver decantado el oro, fuertemente sometido al trabajo en roce y deslizamiento, leemos que la hombría y su dios, al pie de la página, dicen Adelante/ entremos a los placeres de Madre de Dios -precisamente el placer que es barro, roce y deslizamiento. Ya suficiente profanación era pensar esta tragedia como incesto entre el hombre y su madre tierra; al fin es la hombría del hijo a la imagen y semejanza del Dios padre, que busca la profanación mayor e incestuosa, el despojo del manto azul de la pureza, la caída a lo humano profanado, de la Inmaculada.

Lo más grave para quienes leemos el drama no es la oscura reminiscencia de creencias que ya nadie toma realmente en serio. Es más bien el presenciar una escena originaria, aquel acto inefable que nos da el ser: el ser de quienes somos como chilenos, detrás del cual la nada que es finalmente uno mismo acecha. El padre y la madre no pueden, no deben ser vistos sin mantos ni armaduras, se resisten; resulta inevitable que en ese momento de explotación del oro:


Los sueños brotan y pueblan las mentes/ se instalan.

Los ojos nunca se apagan.


El momento tras el destello de esa escena originaria resulta en la inquietud, la inseguridad, que está al extremo opuesto de la quietud de la segura ganancia. La conciencia de esa violencia originaria, aquella que nos da la marca y el origen, resultan en la manía que internaliza en nosotros la violencia de ese deseo que jamás se debió consumar, por esa tierra, 


reina preñada de montes y sombras/ aguas y desiertos/

minerales y espesuras vegetales/ desconocidos animales.


Y que al alzar la voz para recibir a quien la ha atacado en la hora de su muerte, parece sonar como una Yocasta en su doble rol:


Baja ya con tu pie cansino de la pendiente.

Únete al rebaño indiferente que duerme en mi cuerpo inerte.

Es mi pulpa la que dorada te arrulla.

Son mis palabras las que aprietas entre tus labios/ las que yacen en la anchurosa

ruta del hedor/ las que desde el hueso caen al tejido vaporoso del alma.


Tú y yo

dos semillas que caen del aire.


Tu muerte y tus pepas de seguro crecerán en mis vetas.  

       

La pura Madre de Dios se transfigura acá, tras el despojo y sin su manto, en una diosa subterránea encargada de la transmutación de los seres, como parece indicar la imagen enfrente: la forma esquematizada del esqueleto, que también es la forma de la espiga. La madera abandonada de las instalaciones de Madre de Dios presenta así la memoria de aquel que pasó por ahí, quedó ahí y permanece en su huella, que le ha dejado la mácula que ha ha transformado en esa madre sin dios ni manto, mujer abierta y puro barro. La nada del inicio se revela plenamente como el vacío aniquilante que acechaba tras la escena originaria del despojo.

Este violento despojo no puede sino quedar eternizado como marca obsesiva:


Es la presencia de ese sueño el que cala hondo en nuestras carnes.

Es él quien te hierve y expulsa el aliento.


Por eso acumulas andurriales hasta reventar.


Por eso follas/

esclavizas/

patada en el culo a cualquier mulo.


Quemas brujas/

sacrílegos/

conversos.

Quemas a placer y a sabiendas al calor de la hoguera.


Y solo queda que el deseante, ya castrado, acabe diciendo, tan maculado como el abandonado objeto de su pasión:


Ahora soy entero la utopía fallida que me engendró.


Y acaso veo al fin el momento en que la energía de la tragedia se transfigura en danza dionisiaca, en este caso en la danza involucrada en la musicalidad de los ayes con que se nos revela la acción de escritura como continuidad del movimiento pasional del acto profanatorio, en la voz de la potencia femenina en letra negra y sin oros, que pone en acción el éxodo que es final de la fiesta, en que la potencia de la vida y la muerte reunidas acaban accediendo a la conciencia y la experiencia de quien ha presenciado el acto trágico:


Ay de ti usurpador de los cielos limpios y nuestros.


Ay por la tristeza que abunda.

Ay por conocer el bosque.


Ay por caminar los rumbos de mi carne agreste

por masticar de un cuanto hay y saciar

por beber y escuchar el gorjeo del agua que corre 

por degustar las letras en la boca y posarlas con pluma sobre el papel.


Ay por escribir este libro y haber preferido no decirlo.


Para en las páginas finales presentar la huella de los pies como un caótico gráfico de danza sobre el barro invadido por el oro, ya inseparable del dios que le ha dejado el matiz de su anatema.

Manto azul es un ejercicio consistente y cruel, creo, no sobre el extractivismo como idea, sino de una experiencia que subyace a nuestras culturas nacionales hispanoamericanas, hijas de la necesidad interior, vital de extraer el metal para constituirse como países, la necesidad de revisar el inevitable pasado violento para esclarecer el presente que lleva su marca. La labor de Zondek y Vicuña ha sido hacer visible, al fin de cuentas, Lo histórico.

 

Emergencias del campo literario y su incidencia en la práctica antológica en Valparaíso

En este trabajo se plantea, a partir de las nociones desarrolladas por Pierre Bourdieu en Les règles de l’art, la determinación que ejercen las condiciones generales de desarrollo del campo literario sobre la práctica antológica. Se concentra la investigación en el caso de Valparaíso, considerando que la primera antología en sentido restrictivo se publica en 1968, una fecha relativamente tardía considerando la larga trayectoria literaria de la ciudad desde el siglo XIX. Para ello se propone la noción de una tensión complementaria a la del campo cultural con respecto al campo del poder: la tensión entre campo cultural local y campo cultural metropolitano. A través de un recorrido histórico se presentan tres ciclos de emergencia de campo literario, subrayando con esto la determinación de factores sociales y económicos sobre la creación, la práctica editorial, la asociatividad y, por último, la práctica antológica.

Lea en el pdf aquí.

 

El vértigo inevitable: PARÉNTESIS TEMPORAL, de Dafne Meezs

El primer libro de Dafne Meezs (Temuco, 1979), Paréntesis temporal (Santiago: Aparte, 2023), más que la presentación es la confirmación de esta autora, que ya tiene una larga trayectoria de publicaciones en revistas y antologías. Esta trayectoria no ha sido gratuita: estamos ante una poética con voz propia y que se ha dado uno de los desafíos más difíciles, el representar la conmoción de un mundo interior. Hablo de dificultad, en este caso, dado que la casi infinidad de registros actuales a este respecto deja poco espacio de experimentación y búsqueda, particularmente con la poderosa zona que representa dentro de nuestro ámbito literario la irrupción de voces femeninas que efectivamente se plantean una subversión en el cómo decir. Y con todo, la poética de Meezs tiene caracteres absolutamente propios, y una intensidad que responde a procedimientos complejos.

Uno de estos procedimientos es la resuelta difuminación de los límites con lo otro, los otros. Los sujetos que aparecen aquí, partiendo del mismo hablante, están como en estado intermedio entre el espectro y la sustancia, como en una dudosa e inquieta transición para decidirse a existir como entidades separadas:


JARDINES ABISALES


Las manchas en la pared no son impresiones

son cuerpos

que arrancan de otros cuerpos más oscuros


(...)


Jardines abisales  un solo ser filamentoso que a sí mismo se amamanta

Autofagia que suma y resta miembros y es lo mismo

su valor es el movimiento


Jardín del terror pánico

hecho de figuras sobre un fondo  como todos los mundos

reproduciendo las olas de un sol extinto

que fosforece verde como nostalgia

en los ojos que se acercan y se apagan


Ahí mi sombra también es una bestia

temblando bajo los amorphophallus


(p. 14)


Vemos acá un mundo que parece estar aún en formación, en que la conciencia solo puede deslindar un estado de monstruosidad temprana de las formas. La mención de los amorphophallus es importante: la “flor cadáver”, cuyo nombre significa “falo amorfo” y es considerada como “la flor más fea del mundo”, produce un olor a carne podrida para atraer a ciertos insectos. A través de esta única especie mencionada en estos jardines, Meezs logra darnos la inquietud de un sujeto cuya conmoción desarma la posibilidad de un cosmos. Este sujeto tendrá, por consiguiente, a un deseo imposible de moderar como su fuerza móvil, y la confusión de los límites con los otros se debe precisamente a esta pasión. Digo pasión, en un sentido que trasciende con mucho lo emotivo, esto es, un cambio sustancial detonado por la afección hacia lo otro, en lo que recuerda las metamorfosis de los amantes de Ovidio en su vértigo inevitable. La segunda parte del Poema de las noches que dormí en el suelo, sabe apuntar al principio de este movimiento hacia lo otro:


(...)


Hablaba lento  pero imaginaba rápido

Supe que la descomposición de las escalas 

de las estructuras  de toda verticalidad

era feroz y a mí también me tenía ganas


Me desplacé o vertí hacia el vestíbulo

oí a los que afuera se reían

Otros pulsos penetraron el laberinto

conmovieron su pared vibrátil

Olí el celo de los que desde adentro 

ya adoraba


El miedo a salir empezó a convertirse en ganas

Hube de vestirme

buscar  rasgar las bolsas

Vestidos transparentes tejieron mi crisálida

viscosa  algodonosa

caliente

Busqué accesorios

fantasías pegadas con su óxido

materiales de destrucción

vestigios de la época en que dormí conmigo y fui expulsada

Despierta  de pie  casi desnuda

otro parto  pero la misma

De nuevo todo empieza


(pp. 15-16)


Hasta la propia voluntad, naturalmente, desea extinguirse en dirección a ese otro. En este sentido, cabe pensar el conmovido delirio de Quería que me soñaran:


Quería que me soñaran

que me enseñaran en el espejo del ojo mi cara 

pasear por las calles en él


Vi a un hombre embellecer de amor

luego envejecer en mí


Le dije padre

y la palabra

sopló el polvo de sus huesos

Le dije mis huesos tienen sed  también

y empecé a nombrarlos

a componer mi esqueleto

a irrigar los tejidos blandos

a ensayar el gesto de obedecer a algo


(...)


(p. 8)


Poemas como Mesmerismo o Translucidez nos muestra al deseo en el preciso momento de la corrosión de los límites entre los seres, con una capacidad de producir figuras analógicas de gran poder, de efectiva violencia sobre la expectativa del lector, como querría el surrealismo. Y de hecho, hay que reconocer la huella de esta actividad vanguardista, no desde el punto de vista de una imitación de procedimientos, sino en el entendido de que la metáfora en sentido tradicional ya tuvo su hora y no sirve para traspasar una experiencia en que se registra la imposibilidad de los conceptos.  

Se trata de una afección mutua y violenta con el mundo, que no puede sino plantarse con una cara distinta ante el lector y la autora, llamada a interpretarlo: una llamada que no puede sino plantar resistencias íntimas en el plano de la percepción, como en Todavía puedo volver a casa:


(...)

Todavía puedo volver a casa -pienso-


No como los niños perdidos para siempre

que no se ven ahora en la plaza

pero se oyen

en una jerga escindida del idioma

o una lengua más antigua y más brillante

o un código sin raíces

accidentes aleatorios en una serie de vocablos


Llegar  bañarme  comer

meterme entre el calor de las frazadas


(...)


(p. 10)


Y no obstante, Meezs cierra el libro con Perro de abajo, visión delirante y arrebatada de la ciudad de Temuco, fijando unas coordenadas con las que poder definir una forma de estar, de habitar un movimiento que pareciera en principio inhabitable en su eterno flujo. 

Dafne Meezs se planta con firmeza en un escenario literario nacional que tiene en Temuco una poderosa pléyade de autores y autoras en plena vigencia: una muestra más del constante asombro que nos espera si se fija la perspectiva hacia la provincia al entrar en materias de escritura. Más allá de la relativa estrechez que el ámbito de lo poético tiene en cuanto difusión y desarrollo material, la poesía en Chile -y esa especial expresión que tan solo acá podríamos entender con plenitud: en el Sur- tiene buena salud.

lunes, noviembre 10, 2025

Una miseria que Ve: RECHINAMIENTOS, de Patricio Serey

En los días que vivimos, en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, lo primero que dejamos de notar, desvanecido de la vista, es el trabajo humano real, en las condiciones reales de explotación, y la poesía nuestra hace tiempo que ha colaborado precisamente en este sentido, haciéndose parte del glamoroso fenómeno de lo virtual y el laberinto metafísico en que nos mete. Por ello, una apuesta como la de Rechinamientos (San Felipe: Xilema Ediciones, 2024), de Patricio Serey (San Felipe, 1974) es una buena advertencia ante el ojo distraído de la post-modernidad.

Se trata de una poesía que aspira al testimonio, mas no se olvida del desplazamiento necesario que debe efectuar el artista para convertir el mensaje de lo particular en evidencia universal. Serey presenta un mundo que sí existe: los indicios nos apuntan a un territorio en que la industria precarizada dentro de un esquema neoliberal permea al habitante con la inquietud permanente que nace de su condición de asalariado. El lugar del hablante transforma la representación para darnos señales sensibles de esta inquietud: el título surge lúcidamente desde el segundo poema de la primera sección llamada de manera homónima al libro:


Goznes rechinantes a la intemperie

sonido de tijerones flemáticos

chillido de bicicletas herrumbrosas;

todo con fondo neotropical

en una ciudad

donde la palabra y la “fiesta”

son tótem para marear huelguistas.

(p. 10)


Estos sonidos de máquinas de metal desgastadas parecen responder al movimiento implícito del cuerpo descrito como “remedo al ‘Pensador’ de Rodin” en el primer poema, que lo antecede:


Cabeza ladeada 

y una mano abierta

-juntas-

La muñeca quebrada en 90º

un antebrazo rígido y erecto

afligiendo, por el codo

un muslo entumecido

(...)

todo soportando débilmente

una cabeza que quiere imaginar

cómo ganarse la vida

pero no puede o no quiere.

(p. 9)


El cuerpo de este sujeto presa de la inquietud nacida de cómo ganarse la vida, se revela por la contigüidad al poema siguiente como una de esas herramientas instaladas, funcionando en la ciudad. Es la máquina cuyo corazón en el poema siguiente, es un cuerpo sangrante / arrancado de cuajo / al cuerno de la abundancia (p. 11); la pieza que, por su enajenación con respecto a la naturaleza y el enraizamiento interrumpido con respecto a una estructura de explotación, ya carece de destino. Es la muestra de su propia debilidad, aparte de ser muestra de la debilidad de la propia estructura de la que se le ha arrancado: el rechinamiento es la señal de decaída del mismo sistema del que ha surgido para aparecer en la superficie del poema.

Así, podemos definir al poema como un testimonio en cuanto tal: se trata del tercero -el testigo- en la lucha entre el ser humano -desnaturalizado- y la máquina que lo aloja y desaloja a voluntad de sus propios fines. El poema es la voz que transfigura esa violencia para aproximarse a una medida que pueda dar cuenta de la radical inhumanidad del sistema capitalista, más radical aun al momento de su decaída, en que no puede sino llevar al límite la explotación. El hablante puede verlo desde el melancólico espacio de refugio que aparece en la segunda sección, Ideas fuerza, en que inspirado en el Tao -texto que nos refiere precisamente a la evidencia del subsuelo cambiante detrás del aparente e inmutable “orden de las cosas”- habla y oye / poquitonada:


(...)

Espía y escribe simplemente

cómodamente agazapado

en su suave anonimato

en su aparente oscuridad.

(p. 37) 


La evidencia de un orden inmanente que aún puede respaldar a lo humano -en cuanto conciencia del cambio-, es aquello que moviliza la mirada, y así puede acometer la operación de transformación sobre lo que ve, comprendiéndolo en su dialéctica más íntima. Por ejemplo, la transfiguración sabe tomar a lo humano como elemento; una muestra fuerte es el poema en que una voz describe partes del procesamiento de la fruta para consumo y exportación:


“Hay que arrancarlas de cuajo

meterlos en cámaras de bromuro

espolvorearles azufre

hacer que giren en la huincha

eliminar su escoria

sus riles

arrancarles la piel

Mermelada con ellas

Hay que estrujarles el tuétano

chuparles el cuesco

deshidratarlas

podarlos a tope

engüincharlos

explotarles

Todo pa’ chicha

pa’ país

pa’ la feria

Etiquetarles hasta el alma

plagiarles el genio

y olvidarles

por completo, jefe”.

(p. 14)


El que no tengamos la expresión que nos indique que se trata de la fruta, y que tengamos que inferirlo, produce el índice perverso de la ambigüedad de la materia de la que se nos habla (unido a la ambigüedad de género de esta); y no poco nos agrega la posición de clase que nos sugiere la palabra final: es, en la descripción de una materialidad procesable, una forma de señalar al trabajo humano -y su soporte físico, el cuerpo- como disponible y destinado a fines ajenos, diversos a su interés, como objeto. El entusiasmo del que habla nos la repetición de tiempos verbales y el ritmo rápido, no es un detalle menor, nos llama a compartir un placer cuya finalidad no parece caer en la ganancia (Todo pa’ chicha, / pa’ país / pa’ la feria), sino acaso en un carácter sacrificial, orgiástico del proceso mismo de la explotación. Y este sacrificio, desde una lógica batailliana, no puede sino ser el escenario en que la estructura confirma ritualmente su institución, su íntimo triunfo.

Un segundo momento parece darse en la serie de imágenes que remiten a espacios públicos y domésticos, en que el índice de la sangre -que ya vimos en la página 11- habla de una humanidad que muestra no solo una violencia infligida, sino la marca misma de lo corporal, arrancado de la estructura que lo hace “funcionar”:


(...)

Una costilla de perro

restos de ropa

cartuchos de bala vacíos;

sangre seca degradándose 

sobre la estética del olvido.

(p. 22)


(...)

Tu reflejo entre la sangre

y el piso recién encerado

(con olor a parafina)

resbaladizo y repetitivo

como esta

tu última efusión de sangre.

(p. 23)


El “no-funcionamiento” de esta sangre, revela su condición de testigo del sacrificio, y de algún modo su condición de víctima y sacrificador. Esa marca de lo corporal es la garantía de un “apocalipsis personal”: final y revelación. Los espacios domésticos remiten a esto al hablar de los rayos de sol desde la ventana, aquello que permite ver, y queda acaso como marca de ese enigma el final de la primera sección del libro: 


Lo más parecido a este prodigio [el de la luz del sol]

es una vieja sola, de edad inefable

bajando de un trago su infusión;

y este sucio rayo de sol atravesando

la translúcida conjunción

de vaso y mano como un láser.

(p. 29)


Este personaje marca el eje hacia la segunda sección: Ideas fuerza, que insisten en la soledad doméstica y la posición del hablante como protegido en el espacio en que la conciencia es posible. Es un cotidiano en que la inquietud no ha desaparecido, pero en que es posible aún el compás de la espera: el hogar no es más que un piano roto / que esperas, algún día / hacer ver y sonar como la gente (p. 41), es el lugar donde la inquietud se revela como algo parecido / a la densidad del alma (p. 42). Por ello, es donde la pregunta netamente referida al programa del texto (¿Cómo fijar el movimiento social imperante / en las imágenes de un poeta?, p. 46) puede ser sometida a escrutinio, uno que tropieza con la medida de su impotencia, la raíz de la dificultad esencial de su tarea:


(...) 

Ampliando la miseria del autor,

en primera persona?

Reduciendo la miseria del autor,

a la tercera persona?

Sacando de cuadro al poeta?

Encuadrando al prójimo?

Combinando los ángulos de reflexión

mencionados?

Emborronando la perdiz con silencios, espacios

y gerundios?

(p. 47)


La lógica sacrificial, absolutamente revelada en la personificación del autor con el hablante, hace imposible cualquier testimonio fotográfico. El proceso de revelación (que también es apocalipsis, negación del mismo ojo) es presentado en los últimos poemas del libro como una labor que se hace cargo plenamente de su carácter dialéctico, consciente de la incesante negación y transfiguración de lo real que tiene por delante, con una analogía que sabe asumir su labor desde la misma forma aprendida de procesamiento de lo real (signo de la poesía moderna como hija del capitalismo moderno):


(...) como argamasa original

húmeda de sangre otra vez

lo nuevo se incorpora de nuevo al molinillo

al giro que potencia su inercia y su locura

pero mezclada con un latido distinto cada vez.

(p. 53)


Tan solo que esta materia real ya no es la humanidad como material inerte; el molinillo (esto es, la máquina de escuchar, ver y anotar: la conciencia del poema) agrega a lo real exterior lo real interior, el sueño y la dolencia, los terrones toscos que apuntan al horror. El resultado tan solo podría ser un poema, pero uno que alza a la herramienta-molinillo a conciencia perceptiva plena, uno que acaba incluyendo dentro de sí, como conciencia de proceso, a la herramienta y a su proceso de transformación.

El libro de Patricio Serey se impone una gran tarea al problematizar la perspectiva en que la poesía puede dar cuenta del mundo, considerando la efectiva miseria de su origen (la percepción de lo humano). La medida de su fracaso es la medida de su éxito: una comprensión plena de esta poética ofrece una herramienta fundamental, la puesta en duda radical de la capacidad de la escritura frente a un mundo y una historia que solo podrían cambiar por fuerza de aquella acción que está más allá de cualquier gesto o práctica contemplativa.


 

miércoles, octubre 29, 2025

En torno a la caracterización de una poesía viñamarina: una especulación

Por razones que no alcanzo a entender del todo, desde mi llegada a la Región por ahí por el 2000, me tocó hacer trabajos de antología de los autores locales, digo, de la Región. Si bien nunca hice una diferencia geográfica, desde ya intentaba resolver -por capricho de fenomenólogo instintivo, quizás- la posibilidad de diferenciar la escritura que surgía desde las diversas ciudades -Valparaíso, Viña, Quilpué, Villa Alemana, en principio, pero si miramos más allá teníamos los entornos de Limache, Quintero y el litoral al sur... Esto porque naturalmente uno asume que los diversos entornos históricos, económicos y hasta la predisposición del paisaje, deberían ser un factor de influencia (hablo de determinación, no causa...) no tan solo en el carácter de quien escribe, sino además en su modo de relacionarse, no tan solo como autor dentro de un campo de relaciones gremiales y territoriales -que determinan el modo en que se valida, es decir, en que se “entra”, por donde se entra, al mundo de la literatura-, pero además en las trazas que eventualmente pudiera dejar su habitación, su lugar en el mundo, en la escritura misma.

No se sacaba directamente mucho en limpio tan solo leyendo a los autores desde lo actual de su escritura, hay que decirlo. Más allá de una persistente huellita, mínima, del territorio, todo parecía confirmar lo que escuché muchas veces: que la división entre Valparaíso y Viña del Mar (y por ende, entre Viña y Quilpué, Valparaíso y San Antonio, etc.) era una división administrativa que no tenía un ascendente particular sobre la obra. No obstante, una lectura que involucrara las influencias y el tránsito más propiamente dicho de las relaciones del campo cultural regional a través de los últimos sesenta años, sí empezaban a generar ciertos hitos que parecían imposibles de comprender sin situarlos geográficamente en detalle. Y en este sentido, sí existía una diferencia, bien situada históricamente, que llamaba a una aproximación más cuidadosa. De eso me quiero intentar encargar en la presente especulación.

Permítanme partir por algo que parece evidente -pero que acaso no lo sea tanto cuando hilemos más fino-, lo “poético intrínseco” del puerto de Valparaíso. La lenta decadencia económica de la ciudad la llevó paso a paso desde la ciudad ultramoderna “en que nadie sabe de arte” (al decir del gran odiador de Valparaíso y secretario de la municipalidad de Viña del Mar, Carlos Pezoa Véliz), a ser el anfiteatro pobre pero rico en ruinas, vale decir, con las huellas de su grandeza perdida abiertas como llagas que no solo se ven, sino que se tocan, se habitan permanentemente. A esta condición estética -que se asocia naturalmente al culto de la ruina del arte y la literatura del siglo XIX y al sentimiento melancólico que se suponía como ingrediente esencial para la emoción poética- se le sumaba su condición de haber sido el gran imán de la inmigración europea, lo que le daba aquella particular condición de ciudad “afuerina”, de un entorno territorial que se entrega más fácilmente a lo exterior, y en que la mirada al océano, como la de Ulises en la isla de Calipso, guardaba fielmente la entre-mirada hacia las tierras inalcanzables -cada vez más mientras más grande la ruina-, tierras que estaban más allá: en el fondo, los grandes centros industriales y culturales de Europa que le habían alimentado y después dejado hambrear. Este romanticismo fascinado, vivo aún en nuestros días en las escrituras más tradicionalistas de Valparaíso, no oculta su carácter retrógrado, asumiéndolo incluso como un valor: a través de esa escritura, Valparaíso le daba la espalda a una modernidad que ya le había mostrado la suya tras el canal de Panamá y el terremoto de 1906; Valparaíso se hacía el hogar natural del “poeta maldito” desde el instante mismo en que el puerto como tal tomaba todos los caracteres de este personaje arquetípico de la cultura europea del decadentismo de finales del siglo XIX: su “parada” elegante a maltraer, su nihilismo y su nostalgia por algo que acaso no existió nunca, su capacidad de ensoñar aquello que ha desaparecido de la vista o que es abiertamente imposible, su forma de asumir la desgracia estéticamente, de manera pasiva, como destino inevitable, la percepción de la muerte como evento cercano. En una segunda línea, inevitablemente marcada por la diferencia de clases y las opciones políticas que esta determinaba, estaba el rescate de la vida cotidiana y el mundo del trabajo, con todas sus variantes: desde lo reivindicativo hasta el registro picaresco, “pintoresco”.

Esto no es difícil de reconocer, tanto en la Selva Lírica de 1917 como en la ambiciosa antología de Poetas Porteños realizada por Luis Fuentealba Lagos en 1967, esta última absolutamente marcada por el imaginario de los “cerros” y el “puerto”. Pero ¿reconoce alguna diferencia entre Valparaíso y Viña del Mar Fuentealba Lagos en la modernidad de los años 60? Leo:


Es, Sara Vial, una de las poetisas porteñas más identificada con su tierra natal. Al leer sus poemas, siempre encontramos que nos narra, con insuperable pasión, el paisaje, los hombres, la vida del Puerto de Valparaíso. Es el lugar donde nació. Donde estudió en colegios y Liceos y, luego, durante seis años, escultura, en la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar. Aquí ejerce su profesión de periodista como Agente General y Corresponsal de “La Nación”, además de colaborar en otros diarios regionales. (Fuentealba, 1968: p. 223)


Cabe decirse sin dudas, Fuentealba Lagos tiene absolutamente incorporado que Viña del Mar es una especie de suburbio de Valparaíso. Y en este sentido, el caso límite es el de Ennio Moltedo, nacido en Viña del Mar, en que nada en la introducción de Fuentealba menciona ni a editoriales de Valparaíso, ni a asociaciones de escritores de Valparaíso. Fuentealba reconoce a Ennio Moltedo como poeta porteño sin duda alguna, porque para él Viña del Mar es parte integral de Valparaíso.

Aquí es donde me atrevo a asumir esto como una especie de signo. Acaso la introducción a la obra de Moltedo, en que la única mención a Valparaíso es la del diario en que escribe el crítico Claudio Solar, está allí como avisando algo: el diario La Nación, desde su corresponsalía en la ciudad-puerto, es una condición de validación. En un libro en que Fuentealba Lagos asocia muy líricamente hasta las características estilísticas de ciertos poetas con la geografía de la ciudad-puerto, el autor no puede hacer esto con Moltedo, cuyo trabajo se concentra en el lenguaje más que en la representación precisa de un paisaje, y dice:


Moltedo nos entrega, en aparente desorden, emociones y palabras. Es como si asistiéramos a los primeros momentos de la formación, en el instante en que se hizo la luz y todas las cosas; los seres raciones e irracionales; los reptiles, árboles y plantas; las montañas y cavernas; los pájaros y la semilla, empezaron a agitarse, a moverse, con diferentes velocidades, para encontrar su sitio, su ubicación sobre la tierra e iniciar su permanente proceso de transformación. (Fuentealba, 1968: p. 132-133)


Cuando uno esperaría el gesto crítico instintivo de asociar esta escritura a la vanguardia histórica -expresionismo o surrealismo, se podría decir, en el caso de Moltedo-, Fuentealba en cambio remonta la aspiración hacia lo primordial, un momento arcaico ideal en que no hay una locación, la indeterminación previa a la conciencia territorializada del animal sedentario. Es como si de repente asistiéramos a un poeta “universal”, que no responde a un código o determinación geográfica, lo que podría leerse, a su vez, como si Viña, la ciudad en que nace, es un lugar sin historia.

Y acá se produce la paradoja: Viña del Mar sí que tiene historia, cambios y desplazamientos radicales de su población y de las actividades productivas. En términos más gráficos: es como si la lentitud impuesta a Valparaíso por el descenso comercial y la sismología a inicios de siglo, hubiese desplazado el dinamismo hacia la jovencísima Viña del Mar, que pasó en menos de 50 años desde un desarrollo industrial y un movimiento social destacadísimos hacia una definición de sí como ciudad balneario, con todas las metamorfosis extremas que implica esto. Desde Viña del Mar ya en los años 60 se ha creado una “Viña del Cerro”, que al fin iguala en dimensiones y población al viejo Valparaíso, y el desarrollo del comercio se multiplica hasta el punto de ir gradualmente cortando toda dependencia con respecto a Valparaíso en este respecto. Quien desee investigar se encuentra con que la aceleración del vértigo del crecimiento de Viña del Mar habla de su extremo lugar de vanguardia en la construcción de la modernidad económica en Chile, una ciudad marcada por los ciclos de industrialización y desindustrialización, que quedan marcados en su historia arquitectónica.

No obstante, el carácter de balneario decretado sobre la ciudad conlleva consecuencias profundas en la imagen de la ciudad hacia el propio destino que se ha puesto. El balneario es, lo sabemos, un lugar de paso, destinado a la mirada superficial del extranjero, en que lo duradero, lo que resiste el paso del tiempo, queda como objeto de admiración, o quizá de paso, pero no de habitación. De hecho, las profundas llagas que dejó la modernización de Viña del Mar, y una planificación que radicalizó el giro hacia el comercio, son llagas que no se pueden habitar y que de hecho se hacen difíciles de observar sobre la planta central de la ciudad. Quedan replegadas hacia los sectores más populares de la ciudad: las llagas acaban generando movimiento de población, como quien desplaza un flujo de energía descargada hacia las partes más altas o más cercanas a las colinas.

Algo más: un balneario, idealmente, proyecta su destino urbanístico, entrega y administra la forma en que desea ser vista, despliega una ficción para que esta se vuelva en algún momento realidad; esta es una de las claves de la forma de modernización que implica una economía de servicios. Esto engendra un contraste y una tensión permanentes entre la ciudad que existe y la ciudad que se desea dejar ver -por así decirlo, la ciudad que se ofrece. Desde la voluntad que mueve nuestro desplazamiento y el de nuestra mirada, se nos niegan ciertos sectores, ciertas realidades humanas, cierto segmento de la historia que pueda quebrar la imagen de ese presente que desea eternizarse en la mirada del que pasa.

Si volvemos a pensar en Moltedo en este punto, nos encontramos con que desde sus primeras obras podemos apreciar una diferencia análoga entre lo que está allí, a la vista del autor, y el modo en que su especialísima prosa poética desea reestructurar nuestra percepción. Tal como ciertos hongos alucinógenos desestructuran nuestra mirada para darnos la “real” forma del mundo y comprobarnos lo artificial de nuestra visión, la escritura de Moltedo nos fuerza a nuevas relaciones de sentido, en que la figura de quien observa y la impronta de lo observado deben pasar a reconstruirse. Desde ese punto de vista, la lectura de la obra de Moltedo -y particularmente la de los primeros libros, a partir de Cuidadores, de 1959- obliga a pensar en una refundación del mundo desde una nueva mirada, que desea liberarse de las huellas de lo acostumbrado, de lo poético como mera representación melancólica.

Y acaso esto sí tiene relación con que estas tensiones entre percepción y realidad geográfica están presentes en el discurso y la representación de Viña del Mar cuando la ciudad se mira a sí misma. Es difícil achacar a una casualidad que en 1952 se cree la facultad de arquitectura y urbanismo de la UCV en Recreo, límite sur de la comuna de Viña del Mar, institución precisamente dirigida a enlazar el impulso de la poesía -concebida desde su capacidad de creación, poiesis- a la arquitectura, es decir, pensando en la capacidad refundacional tanto de los medios artísticos y técnicos como del impulso material mismo (su aplicación, digamos). El desarrollo de esta institución culminará en 1970 con la fundación simbólica de una Ciudad Abierta, el que por entonces era precisamente el límite geográfico de la comuna de Viña del Mar, en este caso, hacia el norte.

Pensando en lo anterior, resulta curioso que precisamente en 1967, en que Fuentealba Lagos aún no reconoce una identidad particular a Viña del Mar, la “Tribu No”, de Bertoni, Vicuña, Roccatagliata, Charlín y Rivera saca muy secretamente su No Manifiesto desde Concón (redactado por Vicuña), en ese momento parte de la comuna. Y es desde 1968, el año siguiente, que el poeta porteño avecindado en Viña del Mar, Juan Luis Martínez, empieza a componer su Pequeña Cosmogonía Práctica, la que será más tarde La Nueva Novela; y el viñamarino Eduardo Parra, integrante de un grupo de música incipiente y que está empezando a generar música de extrema vanguardia para el panorama chileno, publica La puerta giratoria (e incluiría en esta enumeración, de todos modos, a Tito Valenzuela, tocopillano-porteño que es figura inseparable de esta trilogía, que el mismo año publica en Santiago Manual de Sabotaje). En torno a Martínez, en 1970 se empieza a congregar una serie de otros autores porteños -cabe mencionar tan solo a Raúl Zurita o Juan Cameron- precisamente en el Café Cinema, frente a la Plaza de Armas de Viña del Mar, en lo que puede considerarse como casi una de las fuentes centrales de poéticas nuevas de la región.

Esta poderosa vocación de vanguardia, entonces, no surge de cualquier parte. El contraste entre la poesía vista desde la emoción romántica y la poesía como poiesis eficiente -potencia fundante, anclada en el presente- se ofrece de manera natural en los años 60 y 70 en el recambio de las generaciones poéticas, y así Viña del Mar, hasta esa época, conserva su imagen de juventud y vitalidad con respecto al viejo Valparaíso, precisamente por el carácter y frecuencia de las publicaciones y los eventos literarios y artísticos.

No me referiré en esta especulación a lo que ocurre desde mediados de los 70 -naturalmente, me refiero a la Dictadura, y corresponde decir: represión, toque de queda, miedo a lo desconocido, desconfianza a la juventud y a la novedad, conservadurismo, y una decadencia forzada de la industria nacional que afecta profundamente a toda la Región. Acaso es desde este momento que, nuevamente, Valparaíso y Viña del Mar comparten de nuevo un destino y un carácter más aproximado, con una melancolía más análoga. Lo interesante en este caso es cómo nos ha quedado hasta ahora una herencia de la poética de neovanguardia que sí corresponde pensar en relación a cierta diferencia entre Valparaíso y Viña del Mar durante los años 60, y que tiene que ver con una forma de percepción y de vida, de tiempos y geografía, exclusivos de ese lugar y ese momento. Esta especulación desea tan solo acercarse a esa coyuntura, una coyuntura determinante si es que queremos definir, en general, las características de la escritura en la región completa.

 

Un re-curso interior: CUATRO ESTRELLAS CRUCIFICAN LA NOCHE, de Víctor Quezada

Con una importante trayectoria en escritura de poesía, Víctor Quezada (Antofagasta, 1983), reúne en Cuatro estrellas crucifican la noche (Antofagasta: Pluma Negra, 2024) prácticamente una década de escritura: los libros de poemas Muerte en Niza (2010), Yoko (2013) e Insistencia del día (2018). 

La poética de Quezada pasa, como él mismo lo indica en su nota, por la necesaria encrucijada entre vida y poética, y se hace indispensable determinar mejor el carácter de ese cruce, ya que con ello se verá más claro el peso de sus decisiones escriturales.

Quezada sabe desviar el acceso a la experiencia que subyace al texto, ocupando procedimientos como aliteraciones, cortes de verso y desvíos sintácticos de extrema efectividad expresiva. El texto mismo no puede evitar referirse a la obscuridad que invade las imágenes, como acentuando la necesidad de una mayor intensidad, un mayor trabajo del ojo. Esto salta a la vista especialmente en el primer libro, Muerte en Niza. El hablante no deja de acentuar la extrema dificultad para comprender un mundo que está torcido por una ausencia que ha sabido colonizar su intimidad, hasta el punto de presentar la confusión de una visión pre-adánica, previa a la definición precisa del mundo externo, que resalta la imposibilidad de nombrar. Esto es ejecutado a través de elisiones que distorsionan la sintaxis, que mantiene a mano segura la tensión del lector.


Llevado al aquí mismo de lo ausente

desciende y rueda por caer su envergadura


invocada tanta lejanía tanta distancia

galopa perdido en mi lengua y desciende


y rueda


(como un caballo arrastrando, p. 15)


En cuencas donde hallo el mundo hoy

y pequeño asiste todo

no habrá ojos:


la pechera rota

celada pues vacía

de esplendentes opacadas armas.


Tal le vieron 

caballero sobre la mano 

estará el metal por ojos míos.


(...)


Llegado momento en que se mueve

y no alcanza fin lo que acaba

estando en sí por cumplir viajero plan

-prolongándose si comienza-

es preciso no nombrar lo innombrable.


(Muerte en Niza, p. 20)


Una sola flecha es una guerra si el mundo

está sembrado de espejos amor mío


¿hallaré en la noche entonces

para traer la lengua mi palabra

lo que cayó bajo esta mesa

mi poema de amor?


(afuera, p. 28)


Lo inteligible, entonces, acaba vistiéndose de enigma. La presencia de una animalidad que sale a la superficie sin la mediación de una percepción reflexiva, produce un poder extremo de seducción en las imágenes.

Esa obscuridad que tensa y concentra la visión en la poética propiamente en verso del primer libro, se transmite hacia la prosa y los poemas en verso del segundo libro incluido, Yoko. Las unidades breves refieren un viaje que se produce en un plano transversal de la experiencia: que enlaza continuamente la dimensión íntima -nostálgica- con la superficie de un gran Otro que parece vigilar la escena de la escritura desde una calma inquietante, que sobrecoge al sujeto. No es raro que la figura de un rayo de sol desde la ventana nos haga derivar la mirada en la lenta consideración del estado íntimo de quien escribe, y este cruce vida/poesía no deja de retener una intensidad que sabe mantener la profundidad del tono.


Pues el rayo, el rayo condujo a la pared, sobre la pared estaba el dibujo de Yoko, su retrato que tracé para no olvidarla. Si la dibujo, pensé, tendría que convertirla en imagen, llenar sus vacíos, los vacíos de las cosas, de la costumbre. A fin de cuentas, los vacíos de la visión.

Y ese dibujo me llevó al cuerpo vivo y verde de mi planta, su rebosante sanidad en nada parecida al amor que le profeso. Y la luz alcanzaba a penetrar sus hojas: el haz claro, cuando más claro el envés, siempre.

Me hubiese gustado escribir esto, pero es inaceptable.


(pp. 41-42)


La figura de la ausencia, ocupada visualmente por la imagen de una planta -en lo que Quezada vuelve a visitar la dimensión enigmática que tensa su relación con el lector-, se repite obsesivamente como el foco del momento cero de la escritura. Acaso con esto, el problema de la (imposible) identidad precisa del objeto de nostalgia, tiene ya sus paradójicas soluciones en la analogía con el viaje literario -Sterne, Melville, e incluso Andrés Bello en viaje por la silva americana como un Marón americano-, que enfrenta al hablante con ese Otro que persiste como tal. La solución se da en el trabajo mismo de la obra, el testimonio de una intersubjetividad que solo se puede explicar por la experiencia de lo sublime, del deleite en el sentimiento sobrecogedor ante aquello enorme y obscuro que, bien parece sugerirnos el autor, es la “materia” final que compone la construcción lingüística. En ese enorme, oscuro Otro se oculta una nostalgia inefable que no puede sino asimilar(se) al sujeto, dejando de aparecer como pura superficie, para generar el Testimonio que es lo poético -y me parece obvio notar acá la sombra de las intuiciones de Patricio Marchant en el trasfondo de esta escritura, más aun considerando el poema final del libro:


SILENCIO, LA TIERRA VA A DAR A LUZ UN ÁRBOL


He aquí un pecho que desprecia la vida.

Se acabó este sueño

De los hombres por los hombres

Ya has sufrido bastante, hermano.


Te entrego mi pecho

Para que el primer rayo de sol lo atraviese

Y señale el lugar de mis restos.


Entierra mis huesos en la arena

Comienza un jardín 

Con esta máquina de guerra.


(p. 70)


El hablante deja, así, el testimonio de su imposible subjetividad, tras llevar esta al mayor extremo posible. Nuevamente, el lenguaje ha devenido pura seducción, puro índice de algo que está, por así decirlo, detrás de él. Algo que las palabras solamente conservan, a la manera de una guardia que no quiere dejar salir a su prisionero, un forzado a rendirles un trabajo de creación de sentido que declara su insuficiencia a cada tranco.

La extrema densidad que adquiere así cada expresión, su decisión de enigma, salta más a la vista en Insistencia del día, el tercer libro que compone el volumen. Al expresar el método de su primera sección, cuarenta días -escribir por cuarenta días como la primera cosa que se haga al despertar (pues toda tarea que se emprenda por cuarenta días queda por siempre) (p. 76), naturalmente se reduce el alcance de la experiencia en cuanto contacto con lo Otro. La pincelada breve de las frases de Quezada acá solo deja ver en parte aquello que sobrepasa al hablante: siendo el día una caja de doble fondo, que desea hacerse fuerza audible y/o visible más allá de su persistencia abstracta (Más allá de la bruma, el oro del día, p. 80). El alcance de determinación de lo Otro, entonces, se reduce absolutamente: Hacia lo lejos, nada es diferente, todo fluye, (p. 84). Los objetos sonoros y entre-vistos que van apareciendo (pájaros, la montaña, automóviles, etc.) se cargan por los restos del sueño en la primera vigilia, dándonos la particular distorsión de la lógica que torna a dichos objetos en poéticos:


Todo se desprende de la montaña, que es una oscuridad indescriptible. (p. 94)


Las grúas (de edificios futuros, de vidas y muertes futuras) marcan el tiempo y el espacio, indican el cielo y la tierra. (p. 95)


Lo propiamente poético de estos objetos, es precisamente su imbricación forzada al flujo inconsciente del que el hablante se está recién desenmarcando (o mejor dicho, al flujo que ha acabado arrojando al hablante a los marcos del discurso).

Este sujeto desanclado de su mundo (o abruptamente anclado al Mundo), no puede sino sentir la experiencia del vacío. El vacío se proyecta al horizonte por venir como expectativa fatal:


Todo quieto tras la lluvia.

La materia se abre, muestra sus fundamentos: el limo. (p. 109)


El paso del sueño a la vigilia, se quiere entonces como una metanoia, un apocalipsis -revelación- de un cambio decisivo que se opera sobre los fundamentos mismos de la realidad. Al modo del romanticismo, el afuera no puede sino reproducir los movimientos íntimos del hablante, bajo la inquietud del vuelco total, del cielo nuevo y la tierra nueva en que se convierte la experiencia de este siempre reiterado día

En algún sentido, deriva, la segunda sección de Insistencia del día, representa el especial aprendizaje de la percepción que se desprende del desarrollo de la escritura de Quezada. La caída de una hoja -hecho en apariencia arbitrario, asociado a una llana cotidianeidad- abre el espacio para la necesaria consideración sobre la posible trampa que involucra esa aparente arbitrariedad; lo que existe o deja de existir, arroja la sombra de su sospecha sobre la propia vida o muerte. 

La tercera sección, cielos de la ciudad extranjera, que cierra el libro y el presente volumen, me parece una irónica reflexión sobre el status que todas estas dudas acaban por imponer a la figura de El Autor, y el choque de esta con la desolada conciencia que ha impuesto sobre el escritor de su quiebre inevitable con el mundo de las cosas, la inherente soledad radical de la que la obra surge -precisamente lo que le ha elevado a Autor. Inevitablemente, más que una “solución al problema”, se trata de una deriva poética en que la separación de sí mismo con respecto a la figura de Autor, acaba por darle cuerpo y afectos -jamás permanentes, jamás comprensibles- al hablante.

Víctor Quezada proyecta en este volumen una trayectoria escritural, un camino que en muchos sentidos es una inversión del realizado por Dante en su Comedia. La profunda y absoluta inmanencia en el corazón del proceso escritural acaba siendo, en cuanto punto de llegada del “viaje” la negación de toda posible divinidad -incluso en la analogía con la divinidad que implicaría la condición de Autor. Una vía segura hacia donde sabemos que no hay seguridad alguna, representa un libro siempre sorprendente y un ejercicio de reflexión -una que se asienta en procedimientos propios, en absolutamente propias matemáticas y lógica-, que confirma a Víctor Quezada como una voz imprescindible en este momento subterráneo de la poesía nacional.       

 

 

martes, octubre 28, 2025

Sobre EL ZORRO Y LA LUNA, de José Antonio Mazzotti: una lectura desde el sur

Parece que pasaban tantas cosas emocionantes, escalofriantes y hasta espeluznantes en la poesía chilena, que plantearse la tarea de echarle ojos a cualquier momento de la riquísima creación del Perú se hacía incómodo. Puede que se sumara la impresión de que, a diferencia del orgulloso irrespeto a la lengua castellana que ostenta el discurso chileno, el cuidado por ella que -se supone- rige los hábitos de la poesía que se hace desde la frontera norte del país hasta el Río Grande, sería una cierta barrera infranqueable para una experimentación válida en la escritura, lo que hacía al autor inobjetablemente brillante de esos “otros lugares” un ente excepcional, “universal” -y por lo mismo, legible y respetable para un diálogo con la poesía chilena. En esta creencia, que considera como “cuidado” lo que a menudo es sencillamente un mayor conocimiento y manejo de la tradición literaria, se ha fundado la especie de extraña soberbia de una tradición poética que fue capaz de inventarse su propia serie de tabulas rasas, en un país cuyas instituciones culturales fueron capaces, y hasta el vicio, de producir cortes radicales de acuerdo a los “destinos” que se iban manifestando a sus élites dirigentes y a sus representantes políticos. Estas tabulas rasas, cuya funcionalidad en la historia artística es tan solo la versión relativamente indemne de un síndrome generalizado en todos los planos, tiene su momento clave en el Centenario, en que una serie de nuevos mitos debía fundar una nación distinta, nacida de hechos vinculados a una miseria moral y económica (la dependencia servil hacia el capital inglés) y al derramamiento de sangre que esta demandó (la ocupación del territorio mapuche, la guerra del salitre y la guerra civil); de aquí que la elección de Pezoa Véliz (particularmente la sección de su obra que reelaboraba el decadentismo francés incluyendo elementos de lenguaje popular urbano y campesino) como punto de partida de la poesía chilena sea un eco efectivo de una reacción de rechazo a la tradición literaria latinoamericana, y tenga un especial correlato con la soberbia matonesca que caracterizaría en adelante la relación de Chile con sus vecinos del norte, que incluye una autopercepción de superioridad cultural fundada en buena parte en una reelaboración semiconsciente de las escenas de robo y saqueo de las bibliotecas, los museos y las instituciones médicas y de ingeniería del Perú. Así, la figura del “roto” Pezoa Véliz se impone, en cierto plano muy presente del imaginario nacional, a la elegancia de las artes del virreinato, y acaba formando parte de las imágenes sustitutivas para cubrir la relación de jerarquía efectiva que, antes de la guerra de 1879, tenía Perú en todos los planos por sobre la república pobre, miserable y completamente dependiente de capitales extranjeros que tenía más al sur.

Si en Chile cada trauma cultural exige empezar todo desde cero -una tara que más que estupidez, revela la ausencia de una tradición efectivamente elaborada que no sea una construcción más o menos mítica-, leer El Zorro y la Luna (Lima: Hipocampo, 2018) de Juan Antonio Mazzotti (Lima, 1961) obliga a plantearse las posibilidades diversas de una poética cuya perspectiva es capaz de plantarse ante una tradición literaria que deviene “nacional” al instante de realizarse en una escritura consciente. Me explico: si bien no corresponde a estas alturas pensar una cultura literaria como limitada geográficamente -y menos apelando a una supuesta uniformidad que en nuestros países siempre constituyó un mito que hasta se vuelve peligroso-, Mazzotti es capaz de proyectarnos en principio una visión de su Perú, que me atrevo a decir que es tanto o más palpable que la noción de una cultura peruana que tiende a hacerse marca comercial en nuestro imaginario. Esto no es poco, ya que es el signo de las poéticas realmente imprescindibles, que ante la falacia identitaria se yerguen ante el desafío imposible de construir una identidad desde la diferencia, desde una tensión eficiente, lo que, como aclararé más adelante, acaba manifestándose desde el detalle mínimo -anecdótico, personal- hasta el despliegue mayor -la aspiración cósmica.

El primer libro de Mazzotti -Poemas no recogidos en libro- surge un año después que el Perú pasaba a una frágil democracia tras un largo período dictatorial en 1980, cuando se da el inicio de una extensa guerra interna. Esta producción inicial, que carga consigo inevitablemente la experiencia fragmentada de quien está recién saliendo de la adolescencia, ya halla en la condición social a la que se ve enfrentado la analogía precisa de una historia que se resiste a una recomposición: es un mundo con el cual no hay reconciliación posible. Abunda en imágenes de un nihilismo mordaz, en que la inminencia de la muerte llega a plantearse como experiencia posible y elegible, una fatalidad que pretende expulsar lo trágico para contemplar la vida de frente en su levedad más patente. La figura del hablante, que se postula desde un yo burlesco, deviene flâneur, mas asumiendo ya guiños líricos que apuntan con seguridad al tema amoroso como síntesis inmanente. El amor ya se levanta como forma posible de reconciliación con el mundo en el plano vital -que lleva siempre el signo de una lejanía-, mas en el poema A un joven poeta activista la afirmación del oficio de la escritura deja ver un inaudito y único signo de positiva confianza que se constituye en el plano de la escritura:


No me hables

de la Realidad, por Dios, no me la pintes

de negro o rosa o verde o marquesinas.

Cuida tu verbo, que es tu carne, cuida el piso

en que también caminas:


métete la realidad en el poema.


(p. 29).


Este texto -que con razón ha sido visto como una declaración en pro de una poesía conversacional, ajustada a lo real y lo vivenciado más allá de ideologías o programas literarios- plantea una imperiosa ecuación inversa a los postulados clásicos de la poética comprometida: la realidad se debe al poema. Este me parece un gesto primordial que anuncia una de las fortalezas más visibles en la obra posterior de Mazzotti al reconocer al poema como un artefacto que puede generar relaciones orgánicas de sentido, recomponiendo en una síntesis de imágenes un cosmos posible y un umbral para una reconciliación.

Esta reconciliación toma un primer plano a nivel temático en el amor ya en Fierro curvo, en que desde ya se encuentran índices de este amor como potencia universal. Este acento es tanto más fuerte cuanto se deja ver la percepción de la violencia como des/fundamento, actuando de manera persistente en la construcción de imágenes -notable en Dante y Virgilio bajan por el infierno y en el sentimiento de pérdida de la organicidad del mundo en Cuismancu, donde ya esta organicidad es enraizada en la historia americana antigua. El poema Noche serena / Versión libre de la Oda VIIIa del fraile agustino Luis de León / Salamanca, 1580 resulta en este sentido programático para la obra futura de Mazzotti. El acto de amor es abiertamente contrastado con la vida urbana y la violencia, asumiéndose desde una dualidad sagrado/profano:


Sin la guerra, que es sucia y haragana,

sin la música marcial / lazarillo de cortejos fúnebres /

la música de grillos bajo la ciudad

a oscuras, los autos asustados jadeando

hacia sus tímidas viviendas

/que ellos incendien la ciudad/

que quemen ellos

todo vestigio en sus motores de sus días venideros.

Yo sólo miraré

el ruido de los círculos concéntricos: ¿es más que un breve punto

el bajo y torpe suelo, comparado

a este gran trasunto, donde vive mejorado

lo que es, lo que será, lo que ha pasado?


(pp. 56-57)


El amor como gnosis inmanente, entonces, se hace resistencia. Pero Mazzotti va más lejos: en el ámbito de la forma poética logra asumir una tradición en cuanto fuerza viva, enhebrándola con quiebres fuertes de verso y construcciones de imagen incompletas características de la poesía moderna. El transcurso del poema muestra al oído la tensión de la misma escritura, ratificando a lo poético como figura de lo permanente y como la inmanencia de un orden, de un cosmos posible. Este sentido de posibilidad está ya subrayado con la referencia cosmogónica neoplatónica de Fray Luis -que reconciliaba la experiencia en un sentido trascendente-, que acaba indicando en su sentido desplazado al acto sexual como el lugar de la reconciliación en la inmanencia.

Dicho lo anterior, el libro Castillo de popa, de 1988, representa el punto más alto de estas tensiones, tanto en el plano de la escritura como en el de la aspiración cósmica de esta poética. Resulta inevitable relacionar el título con el topos clásico de la “nave del estado”, en que desde el Introito se aprecia el rumbo del galeón sobre las aguas negras, en que el pato feo (alusión al albatros de Baudelaire) encarnaría al poeta que canta en la toldilla, la parte más alejada del rumbo y del timón, un mero testigo del curso difícil de la embarcación. La crítica acá se hace esencial al plantearse hacia la esencia misma del poder como violencia -represiva o subversiva-, por ejemplo, en DIUTURNUM ILLUD / Sueño profético de Wanka Willka, señalando a través de un texto marcado por voces diversas lo inevitable de un estado final de devastación que puede llegar hasta la inhumanidad más extrema:


Y rocas, declive, lluvia,

piedras negras y barro, laberintos, rocas,

declive, lluvia, y ningún pájaro.


(p. 89).

...


Crepitan rescoldos y un gemido subterráneo.

Una inmensa pradera de cenizas se confunde con el mar.


(p. 91).


Asimismo, la tensión erótica como expectativa cierta de un cosmos, toma a cargo de forma decidida este plano como imagen de lo posible y, por tanto, inmanencia ya cumplida de este cosmos:


Tú sola eres la medida inversa de lo que inventaron

los hombres: bajíos, herrajes, y hazañas que no fueron sino grandes

matanzas /cantadas

por hombres quizá menos presurosos pero con la misma angustia

de aquéllos.


(Fábula de P. y G., p. 76).


La tradición literaria, en este sentido, se define más claramente en este libro como la forma de reconciliación inmanente en la escritura: la pertenencia a este mundo salva al sujeto de la imposible unión con una sociedad entendida desde la historia política, en que la violencia se hace realidad tan palpable que niega la posibilidad de existencia de la síntesis poética como “canto”. El vuelco idealista sabe bien tomar una forma eficiente de expresión, que universaliza y re-encuadra al sujeto creador como ente posible.

Este re-encuadre en Mazzotti coincide con la experiencia del extrañamiento, lo que en un poema de El libro de las auroras boreales de 1994 -Díptico con lágrima- se empieza a expresar con una poética en que la flânerie de los primeros años de escritura se amplía geográficamente -particularmente desarrollada en Las flores del mall, del 2009. El sentido del vagabundaje, eso sí, pasa desde el nihilismo inicial a un decidido y afirmativo afán de autorreconocimiento. Este proceso no puede dejar de asumir la distancia del espacio de formación y pertenencia -el Perú, en principio-, el cual toma una dimensión interior, como “emanación” que es susceptible de expresarse en la superficie de la escritura en cuanto complemento inalcanzable del microcosmos del autor. Resulta esencial en este sentido el poema Que chanca la noche y chanca.


El Perú me visita.

La metáfora que lenta destilaba el alambique

por un chorro de luz ya no se vuelve

flor, por un soplido

su tallo de diamante se dispersa

y de pronto la ciudad se enciende,

los reflejos sobre el río son los candelabros

de una procesión.


¿Te he visto, hermano, entre los muertos caminando

sin que me vieras?


Cada mañana al encender el cigarrillo

un rostro como el tuyo sostiene la llama.

Escribir a tus espaldas es lo que me queda.

Seguir tu rastro inerte como un ebrio

que chanca la noche y chanca.


(p. 107).


Esta expresión casi alucinatoria del lar lejano funciona como un programa de escritura, en que la temática del exilio, del shock histórico y de la memoria sostendrá, como un eje negativo de tensión, una poética con posibilidades afirmativas que aspirará a resolver la reconciliación interior que se hace reflejo inmanente -reconciliación ya realizada operativamente- de la cósmica. Poemas posteriores como Himnos nacionales, en Declinaciones latinas (1995-1999), serán el lugar del momento negativo; mientras el eje afirmativo tomará cada vez más fuerza, impulsado por la tensión. Cabe considerar en este sentido la sección Gimnasio de papel de El libro de las auroras boreales, en que tanto las aspiraciones del deseo amoroso, la memoria histórica y los procesos de la intuición creadora parecen sugerirse bajo la figura de ejercicios físicos, en un movimiento que apunta a la asimilación y recomposición de una conciencia capaz de comprender al mundo a través de la comprensión de sí misma como lugar de los eventos externos. Esta concepción es fundamental para entender la posibilidad de una identidad desde la diferencia, única forma de hacer que la obra aspire a definirse como reflejo de la totalidad de un mundo y que la deriva identitaria en vez de un borroneo constituya un proceso de continua redefinición del sujeto en la superficie de su escritura.

Este proceso de conocimiento no puede sino reflejarse en una gnosis en sentido completo: Sakra boccata (2006) y Apu Kalypso (2015) representan bien esta poética en que el sujeto y lo representado se definen por un vínculo transformativo. El léxico mismo cae en esta continua transformación, al desplazar su elección desde el cultismo español, el término quechua o el neologismo vallejiano como materiales integrados que progresivamente van universalizando la escritura; es más, la obscenidad popular como desafío a la enajenación de la experiencia por una cultura pretendidamente superior muestra no solo su potencia de liberar una represión a nivel del deseo personal y despertar una memoria etaria y geográficamente localizada, sino su capacidad de ser parte del proceso inmanente de un sujeto hacia sus posibilidades efectivas de reconciliación y -por ende- su liberación de las represiones generadas por la tensión identitaria e histórica, un “rendimiento” que tan solo confirma la profundidad del proceso. Al fin de cuentas, la aspiración cósmica de Sakra boccata -vaciada como una relación inmanente de divinidad en la persona, esto es, una mística- y de Apu Kalypso -como una relación inmanente de divinidad en la geografía y la vida natural, esto es, un animismo o, incluso, un chamanismo-, no pueden sino plantear a la poesía como el lugar de reconciliación desde la experiencia interna fundada en una memoria -Erfahrung- que es capaz de re-situar al sujeto en su experiencia con el mundo.

En Mazzotti el vuelco hacia una reconciliación inmanente sabe encontrar una lengua literaria dúctil, que se reconoce como cercana en toda la amplitud de su tradición, entendiendo dentro de esta no solo la antigüedad europea, sino la americana. Esta síntesis, creo, solo puede pensarse hoy en el horizonte de la compleja elaboración que supone una poética situada en el Perú, que sabe convertirse en un Perú personalísimo en cada uno de los grandes nombres vivos de ese entorno literario que ha sabido resistir diásporas y quiebres -desde la pensada reflexividad de Mario Montalbetti hasta la no menos reflexiva experiencia vital de Tulio Mora o Roger Santiváñez. En buena medida, la justicia del Premio Internacional de Poesía José Lezama Lima 2018 de Casa de las Américas no solo recae sobre Mazzotti, sino sobre la tradición de escritura que le hace posible.