Hay que tener valor para escribir sobre el oro. No tan solo se trata del metal tradicionalmente considerado perfecto, la expresión legítima del poder del sol, temible y a la vez lleno de la gracia de la luz, potencia de vida en abundancia tal que puede quemar, al mismo tiempo, la vista y la piel; es que además es el oro la razón misma por la que comprendemos el mundo que nos contiene, nuestro continente, que fue insertado al mundo (y que hizo existir ese, este mundo) por parte de masas enteras de buscadores de oro, que fundaron las instituciones que nos rigen en buena medida para poder seguir extrayendo ese oro. La historia de nuestro país se hace imposible si no se entiende la minería en general, la ambición por los metales, como la raíz de nuestro ser nación y el determinante histórico último de nuestra forma de habitar y de comprender el mundo, por más que durante un par de siglos de ideologías interesadas por el esfuerzo agrícola e idealismos originarios de varios géneros, haya quienes quieran desviarse de la verdad incómoda de la codicia y el ansia de riqueza fácil, la minería, como la oscura madre del país que llamamos Chile.
No puedo evitar que salga la palabra Madre, tras conocer Manto azul (Temuco: Ofqui Editores, 2024), libro que está dedicado al mineral Madre de Dios, próximo a José de la Mariquina y a Máfil, realizado por la poeta Verónica Zondek (Santiago, 1953) y la fotógrafa Leonora Vicuña (Santiago, 1952). Uno que no es ni de poemas ni de fotografías, y que no quisiera llamar foto-poema -y menos poema visual. Porque este poema se me ofrece narrativamente y a partir de varias voces, como los dramas del Siglo de Oro Español (momento cultural en pleno apogeo cuando este mineral se funda, por lo demás, para continuar dándole oros al magnífico Oro espiritual del Reino de la casa de Austria). Y además se me está entregando quizás una cierta narrativa en la sucesión de las imágenes y su enlace con los textos; y ya sabemos que toda narrativa -y más aun esta, eminentemente trágica-, tiene su base en un afán de ganarle al tiempo usándolo, registrar una experiencia para quienes no la han tenido, casi una advertencia. Bien pensado, una foto-tragedia; mejor pensado: una foto-novela, un drama familiar para escarmiento de otras familias, que sirve, esencialmente, para matar el tiempo, matar al tiempo, hacer de esa historia una simultaneidad con la nuestra.
Porque sabemos que en la naturaleza el metal es una cosa hecha de tiempo: su formación y su enraizamiento en el barro están absolutamente determinados por larguísimos períodos geológicos, que exceden con mucho los tiempos humanos. Razón de más para que su extracción, torpe y acelerada por el impulso de la ambición, por parte de seres de un día hundidos ya en una edad de hierro (y Hesíodo ya sabía de esto), nos suene a una violencia inusitada, al ver cómo hay quienes, vestidos con trapos bastos, despiertan, extraen y deshacen lo más rápido que pueden, a una potencia sagrada dentro de la cual millones de años están conservados. Entonces, acá se tratará de una tragedia de sacrilegio.
Es interesante que en el cuento del que surge el epígrafe de Baldomero Lillo (El Oro, incluido en Sub Sole, de 1907), el signo definitivo para la ruina de una humanidad marcada por la disolución de todo lazo afectivo, se da cuando el Amor (con mayúscula) decide dejar la Tierra y acabar su Reino. Como si los lazos humanos posibles después, solo puedan estar marcados por la violencia, por una rapacidad sorda y ciega, en este nuevo Reino del Oro, una forma de llamar al capitalismo, el monstruo que nace gracias al oro americano, cúmulo entre el que estuvo el oro de Madre de Dios.
Pero hablamos de textos (escritos y visuales) realizados en nuestra época, 465 años después, y ni la letra ni la imagen confían ya en ser dignas de su objeto, como un mundo en que hasta el signo no desea trasladar lo que hay tras él. Nuestro drama empieza con un lasciate ogni speranza con respecto al sentido último de nuestra lectura: Nada. En verso aislado y con punto, separado por un espacio de la siguiente estrofa. Tendremos que recorrer algún camino para ver qué nos advierte esa nada que precede a las naves que avanzan a trompicones por las aguas.
De lo que se trata es de un drama de violencia, más precisamente, de violencia sexual. Antes de cualquier mención de metales, la imagen toma el traslado, la metáfora, para dar el movimiento brutal de la acción:
Mordisco a mordisco florecen.
Mascada a mascada embuchan el suelo.
Pellizco a pellizco desnudan el brillo
despojan los trajes de la tierra.
Van del barro al agua / del agua al fuego/ de la fragua a la forja.
Ay de las minas de carne y hueso/ de las minas de enagua oculta.
Ay/ ay de las minas de suma y nota en la banca.
Ay de las que impiden cruzar la frontera y de las que añican la materia.
Un mineral duerme en silencio.
Las manos nacen bruñidas.
En este poema narro el apetito insaciable
y no/ no nombro la edad implacable.
Los placeres oscuros que serán contados en el poema son precisamente sexuales; la polisemia de mina permite al inicio del texto enhebrar sin problemas el trabajo de la extracción con el del trabajo físico del acto sexual. Estos mismos placeres son polisémicos, y parecen también dar vueltas en torno a lo mismo. El placer es el bajo de arena en donde, por lo general, es posible buscar partículas de metales que ha dejado una corriente, y que, dependiendo de los estudiosos, se llama así, sea porque una embarcación puede fondear en calma, reposar en la arena, o sea irónicamente porque no es nada placentero que la embarcación se vea impedida por el denso placer de continuar un rumbo de costa fluvial. Toda la imaginería parece andar en torno a impedimentos y trabajos con los que deshacerse del impedimento, roces y deseos frustrados de movimiento.
Este deseo que se frustra por el roce, al tiempo que se potencia por el roce (para fondear o zarpar), ya sabemos dónde se dirige: hacia el oro o hacia llevarse el oro. De manera obsesiva y letal, vemos a este oro cumplir su amenaza, al impregnar la visualidad de las fotos. Vemos las huellas de humanidad en Madre de Dios inundadas por un cataclismo de oro, que vuelve indistinguible en su calor al denso barro con respecto a los brazos, las piernas, las herramientas, las instalaciones abandonadas. De algún modo es fatal que este sol enterrado termine cobrando su precio, por lo que toda su búsqueda y extracción se vuelven una paradójica conjuración de su poder, a sabiendas del mal que otorga, como en el cuento de Lillo. Por ello más que una codicia calculada y seca, entregada a una finalidad específica, vemos acá un deseo húmedo hacia la fuerza inextinguible, que parece imbroceable, atrapada en el barro, dirigida hacia un ser que se revela puro verbo activo, con letra de color de oro, frente a la mano derecha que sostiene el polvo:
No/ no tengo claro a quién me echaré ni con quién acabaré
Sé que hincaré mi diente largo
que desafiaré olas y confines y escalaré.
Viajo.
Pago el impuesto que mi rey exige/ engordo su arca imperial con las sobras de mi cosecha/ pago las deudas de su estúpida guerra contra moros y judíos.
Navego.
Cancelo lo adeudado.
Conquisto.
Tomo.
Acopio.
Esta masculinidad que se mueve bajo el poder del no saber nada del destino de su deseo, y solo del deseo ajeno que sirve (el reino y sus cruzadas) no es precisamente el español bruto y puramente codicioso de la caricatura, sino el ser complejo y contradictorio para quien el oro era además señal de honra, y de cierta garantía de seguridad y libertad en un mundo en que el riesgo de la pobreza, el desamparo y la muerte eran reales. Reúne en sí esa carga paradójica característica de los rasgos “viriles” en nuestras culturas patriarcales: la capacidad del impulso ciego y sordo, que debe sobreponerse al riesgo, y la emoción profunda del terror ante aquello Otro cuya potencia debe anular, como una amenaza mortal, una castración en toda regla. Eso Otro puede tomar bien la figura de lo sublime, que le obliga a una forzada adoración, el imponente “manto azul”, que expresa la pureza de quien lo lleva, la madre de Dios, y he aquí que frente a la imagen del espeso barro en el que se dejará ver decantado el oro, fuertemente sometido al trabajo en roce y deslizamiento, leemos que la hombría y su dios, al pie de la página, dicen Adelante/ entremos a los placeres de Madre de Dios -precisamente el placer que es barro, roce y deslizamiento. Ya suficiente profanación era pensar esta tragedia como incesto entre el hombre y su madre tierra; al fin es la hombría del hijo a la imagen y semejanza del Dios padre, que busca la profanación mayor e incestuosa, el despojo del manto azul de la pureza, la caída a lo humano profanado, de la Inmaculada.
Lo más grave para quienes leemos el drama no es la oscura reminiscencia de creencias que ya nadie toma realmente en serio. Es más bien el presenciar una escena originaria, aquel acto inefable que nos da el ser: el ser de quienes somos como chilenos, detrás del cual la nada que es finalmente uno mismo acecha. El padre y la madre no pueden, no deben ser vistos sin mantos ni armaduras, se resisten; resulta inevitable que en ese momento de explotación del oro:
Los sueños brotan y pueblan las mentes/ se instalan.
Los ojos nunca se apagan.
El momento tras el destello de esa escena originaria resulta en la inquietud, la inseguridad, que está al extremo opuesto de la quietud de la segura ganancia. La conciencia de esa violencia originaria, aquella que nos da la marca y el origen, resultan en la manía que internaliza en nosotros la violencia de ese deseo que jamás se debió consumar, por esa tierra,
reina preñada de montes y sombras/ aguas y desiertos/
minerales y espesuras vegetales/ desconocidos animales.
Y que al alzar la voz para recibir a quien la ha atacado en la hora de su muerte, parece sonar como una Yocasta en su doble rol:
Baja ya con tu pie cansino de la pendiente.
Únete al rebaño indiferente que duerme en mi cuerpo inerte.
Es mi pulpa la que dorada te arrulla.
Son mis palabras las que aprietas entre tus labios/ las que yacen en la anchurosa
ruta del hedor/ las que desde el hueso caen al tejido vaporoso del alma.
Tú y yo
dos semillas que caen del aire.
Tu muerte y tus pepas de seguro crecerán en mis vetas.
La pura Madre de Dios se transfigura acá, tras el despojo y sin su manto, en una diosa subterránea encargada de la transmutación de los seres, como parece indicar la imagen enfrente: la forma esquematizada del esqueleto, que también es la forma de la espiga. La madera abandonada de las instalaciones de Madre de Dios presenta así la memoria de aquel que pasó por ahí, quedó ahí y permanece en su huella, que le ha dejado la mácula que ha ha transformado en esa madre sin dios ni manto, mujer abierta y puro barro. La nada del inicio se revela plenamente como el vacío aniquilante que acechaba tras la escena originaria del despojo.
Este violento despojo no puede sino quedar eternizado como marca obsesiva:
Es la presencia de ese sueño el que cala hondo en nuestras carnes.
Es él quien te hierve y expulsa el aliento.
Por eso acumulas andurriales hasta reventar.
Por eso follas/
esclavizas/
patada en el culo a cualquier mulo.
Quemas brujas/
sacrílegos/
conversos.
Quemas a placer y a sabiendas al calor de la hoguera.
Y solo queda que el deseante, ya castrado, acabe diciendo, tan maculado como el abandonado objeto de su pasión:
Ahora soy entero la utopía fallida que me engendró.
Y acaso veo al fin el momento en que la energía de la tragedia se transfigura en danza dionisiaca, en este caso en la danza involucrada en la musicalidad de los ayes con que se nos revela la acción de escritura como continuidad del movimiento pasional del acto profanatorio, en la voz de la potencia femenina en letra negra y sin oros, que pone en acción el éxodo que es final de la fiesta, en que la potencia de la vida y la muerte reunidas acaban accediendo a la conciencia y la experiencia de quien ha presenciado el acto trágico:
Ay de ti usurpador de los cielos limpios y nuestros.
Ay por la tristeza que abunda.
Ay por conocer el bosque.
Ay por caminar los rumbos de mi carne agreste
por masticar de un cuanto hay y saciar
por beber y escuchar el gorjeo del agua que corre
por degustar las letras en la boca y posarlas con pluma sobre el papel.
Ay por escribir este libro y haber preferido no decirlo.
Para en las páginas finales presentar la huella de los pies como un caótico gráfico de danza sobre el barro invadido por el oro, ya inseparable del dios que le ha dejado el matiz de su anatema.
Manto azul es un ejercicio consistente y cruel, creo, no sobre el extractivismo como idea, sino de una experiencia que subyace a nuestras culturas nacionales hispanoamericanas, hijas de la necesidad interior, vital de extraer el metal para constituirse como países, la necesidad de revisar el inevitable pasado violento para esclarecer el presente que lleva su marca. La labor de Zondek y Vicuña ha sido hacer visible, al fin de cuentas, Lo histórico.

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