lunes, noviembre 10, 2025

Una miseria que Ve: RECHINAMIENTOS, de Patricio Serey

En los días que vivimos, en que “todo lo sólido se desvanece en el aire”, lo primero que dejamos de notar, desvanecido de la vista, es el trabajo humano real, en las condiciones reales de explotación, y la poesía nuestra hace tiempo que ha colaborado precisamente en este sentido, haciéndose parte del glamoroso fenómeno de lo virtual y el laberinto metafísico en que nos mete. Por ello, una apuesta como la de Rechinamientos (San Felipe: Xilema Ediciones, 2024), de Patricio Serey (San Felipe, 1974) es una buena advertencia ante el ojo distraído de la post-modernidad.

Se trata de una poesía que aspira al testimonio, mas no se olvida del desplazamiento necesario que debe efectuar el artista para convertir el mensaje de lo particular en evidencia universal. Serey presenta un mundo que sí existe: los indicios nos apuntan a un territorio en que la industria precarizada dentro de un esquema neoliberal permea al habitante con la inquietud permanente que nace de su condición de asalariado. El lugar del hablante transforma la representación para darnos señales sensibles de esta inquietud: el título surge lúcidamente desde el segundo poema de la primera sección llamada de manera homónima al libro:


Goznes rechinantes a la intemperie

sonido de tijerones flemáticos

chillido de bicicletas herrumbrosas;

todo con fondo neotropical

en una ciudad

donde la palabra y la “fiesta”

son tótem para marear huelguistas.

(p. 10)


Estos sonidos de máquinas de metal desgastadas parecen responder al movimiento implícito del cuerpo descrito como “remedo al ‘Pensador’ de Rodin” en el primer poema, que lo antecede:


Cabeza ladeada 

y una mano abierta

-juntas-

La muñeca quebrada en 90º

un antebrazo rígido y erecto

afligiendo, por el codo

un muslo entumecido

(...)

todo soportando débilmente

una cabeza que quiere imaginar

cómo ganarse la vida

pero no puede o no quiere.

(p. 9)


El cuerpo de este sujeto presa de la inquietud nacida de cómo ganarse la vida, se revela por la contigüidad al poema siguiente como una de esas herramientas instaladas, funcionando en la ciudad. Es la máquina cuyo corazón en el poema siguiente, es un cuerpo sangrante / arrancado de cuajo / al cuerno de la abundancia (p. 11); la pieza que, por su enajenación con respecto a la naturaleza y el enraizamiento interrumpido con respecto a una estructura de explotación, ya carece de destino. Es la muestra de su propia debilidad, aparte de ser muestra de la debilidad de la propia estructura de la que se le ha arrancado: el rechinamiento es la señal de decaída del mismo sistema del que ha surgido para aparecer en la superficie del poema.

Así, podemos definir al poema como un testimonio en cuanto tal: se trata del tercero -el testigo- en la lucha entre el ser humano -desnaturalizado- y la máquina que lo aloja y desaloja a voluntad de sus propios fines. El poema es la voz que transfigura esa violencia para aproximarse a una medida que pueda dar cuenta de la radical inhumanidad del sistema capitalista, más radical aun al momento de su decaída, en que no puede sino llevar al límite la explotación. El hablante puede verlo desde el melancólico espacio de refugio que aparece en la segunda sección, Ideas fuerza, en que inspirado en el Tao -texto que nos refiere precisamente a la evidencia del subsuelo cambiante detrás del aparente e inmutable “orden de las cosas”- habla y oye / poquitonada:


(...)

Espía y escribe simplemente

cómodamente agazapado

en su suave anonimato

en su aparente oscuridad.

(p. 37) 


La evidencia de un orden inmanente que aún puede respaldar a lo humano -en cuanto conciencia del cambio-, es aquello que moviliza la mirada, y así puede acometer la operación de transformación sobre lo que ve, comprendiéndolo en su dialéctica más íntima. Por ejemplo, la transfiguración sabe tomar a lo humano como elemento; una muestra fuerte es el poema en que una voz describe partes del procesamiento de la fruta para consumo y exportación:


“Hay que arrancarlas de cuajo

meterlos en cámaras de bromuro

espolvorearles azufre

hacer que giren en la huincha

eliminar su escoria

sus riles

arrancarles la piel

Mermelada con ellas

Hay que estrujarles el tuétano

chuparles el cuesco

deshidratarlas

podarlos a tope

engüincharlos

explotarles

Todo pa’ chicha

pa’ país

pa’ la feria

Etiquetarles hasta el alma

plagiarles el genio

y olvidarles

por completo, jefe”.

(p. 14)


El que no tengamos la expresión que nos indique que se trata de la fruta, y que tengamos que inferirlo, produce el índice perverso de la ambigüedad de la materia de la que se nos habla (unido a la ambigüedad de género de esta); y no poco nos agrega la posición de clase que nos sugiere la palabra final: es, en la descripción de una materialidad procesable, una forma de señalar al trabajo humano -y su soporte físico, el cuerpo- como disponible y destinado a fines ajenos, diversos a su interés, como objeto. El entusiasmo del que habla nos la repetición de tiempos verbales y el ritmo rápido, no es un detalle menor, nos llama a compartir un placer cuya finalidad no parece caer en la ganancia (Todo pa’ chicha, / pa’ país / pa’ la feria), sino acaso en un carácter sacrificial, orgiástico del proceso mismo de la explotación. Y este sacrificio, desde una lógica batailliana, no puede sino ser el escenario en que la estructura confirma ritualmente su institución, su íntimo triunfo.

Un segundo momento parece darse en la serie de imágenes que remiten a espacios públicos y domésticos, en que el índice de la sangre -que ya vimos en la página 11- habla de una humanidad que muestra no solo una violencia infligida, sino la marca misma de lo corporal, arrancado de la estructura que lo hace “funcionar”:


(...)

Una costilla de perro

restos de ropa

cartuchos de bala vacíos;

sangre seca degradándose 

sobre la estética del olvido.

(p. 22)


(...)

Tu reflejo entre la sangre

y el piso recién encerado

(con olor a parafina)

resbaladizo y repetitivo

como esta

tu última efusión de sangre.

(p. 23)


El “no-funcionamiento” de esta sangre, revela su condición de testigo del sacrificio, y de algún modo su condición de víctima y sacrificador. Esa marca de lo corporal es la garantía de un “apocalipsis personal”: final y revelación. Los espacios domésticos remiten a esto al hablar de los rayos de sol desde la ventana, aquello que permite ver, y queda acaso como marca de ese enigma el final de la primera sección del libro: 


Lo más parecido a este prodigio [el de la luz del sol]

es una vieja sola, de edad inefable

bajando de un trago su infusión;

y este sucio rayo de sol atravesando

la translúcida conjunción

de vaso y mano como un láser.

(p. 29)


Este personaje marca el eje hacia la segunda sección: Ideas fuerza, que insisten en la soledad doméstica y la posición del hablante como protegido en el espacio en que la conciencia es posible. Es un cotidiano en que la inquietud no ha desaparecido, pero en que es posible aún el compás de la espera: el hogar no es más que un piano roto / que esperas, algún día / hacer ver y sonar como la gente (p. 41), es el lugar donde la inquietud se revela como algo parecido / a la densidad del alma (p. 42). Por ello, es donde la pregunta netamente referida al programa del texto (¿Cómo fijar el movimiento social imperante / en las imágenes de un poeta?, p. 46) puede ser sometida a escrutinio, uno que tropieza con la medida de su impotencia, la raíz de la dificultad esencial de su tarea:


(...) 

Ampliando la miseria del autor,

en primera persona?

Reduciendo la miseria del autor,

a la tercera persona?

Sacando de cuadro al poeta?

Encuadrando al prójimo?

Combinando los ángulos de reflexión

mencionados?

Emborronando la perdiz con silencios, espacios

y gerundios?

(p. 47)


La lógica sacrificial, absolutamente revelada en la personificación del autor con el hablante, hace imposible cualquier testimonio fotográfico. El proceso de revelación (que también es apocalipsis, negación del mismo ojo) es presentado en los últimos poemas del libro como una labor que se hace cargo plenamente de su carácter dialéctico, consciente de la incesante negación y transfiguración de lo real que tiene por delante, con una analogía que sabe asumir su labor desde la misma forma aprendida de procesamiento de lo real (signo de la poesía moderna como hija del capitalismo moderno):


(...) como argamasa original

húmeda de sangre otra vez

lo nuevo se incorpora de nuevo al molinillo

al giro que potencia su inercia y su locura

pero mezclada con un latido distinto cada vez.

(p. 53)


Tan solo que esta materia real ya no es la humanidad como material inerte; el molinillo (esto es, la máquina de escuchar, ver y anotar: la conciencia del poema) agrega a lo real exterior lo real interior, el sueño y la dolencia, los terrones toscos que apuntan al horror. El resultado tan solo podría ser un poema, pero uno que alza a la herramienta-molinillo a conciencia perceptiva plena, uno que acaba incluyendo dentro de sí, como conciencia de proceso, a la herramienta y a su proceso de transformación.

El libro de Patricio Serey se impone una gran tarea al problematizar la perspectiva en que la poesía puede dar cuenta del mundo, considerando la efectiva miseria de su origen (la percepción de lo humano). La medida de su fracaso es la medida de su éxito: una comprensión plena de esta poética ofrece una herramienta fundamental, la puesta en duda radical de la capacidad de la escritura frente a un mundo y una historia que solo podrían cambiar por fuerza de aquella acción que está más allá de cualquier gesto o práctica contemplativa.


 

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