Por razones que no alcanzo a entender del todo, desde mi llegada a la Región por ahí por el 2000, me tocó hacer trabajos de antología de los autores locales, digo, de la Región. Si bien nunca hice una diferencia geográfica, desde ya intentaba resolver -por capricho de fenomenólogo instintivo, quizás- la posibilidad de diferenciar la escritura que surgía desde las diversas ciudades -Valparaíso, Viña, Quilpué, Villa Alemana, en principio, pero si miramos más allá teníamos los entornos de Limache, Quintero y el litoral al sur... Esto porque naturalmente uno asume que los diversos entornos históricos, económicos y hasta la predisposición del paisaje, deberían ser un factor de influencia (hablo de determinación, no causa...) no tan solo en el carácter de quien escribe, sino además en su modo de relacionarse, no tan solo como autor dentro de un campo de relaciones gremiales y territoriales -que determinan el modo en que se valida, es decir, en que se “entra”, por donde se entra, al mundo de la literatura-, pero además en las trazas que eventualmente pudiera dejar su habitación, su lugar en el mundo, en la escritura misma.
No se sacaba directamente mucho en limpio tan solo leyendo a los autores desde lo actual de su escritura, hay que decirlo. Más allá de una persistente huellita, mínima, del territorio, todo parecía confirmar lo que escuché muchas veces: que la división entre Valparaíso y Viña del Mar (y por ende, entre Viña y Quilpué, Valparaíso y San Antonio, etc.) era una división administrativa que no tenía un ascendente particular sobre la obra. No obstante, una lectura que involucrara las influencias y el tránsito más propiamente dicho de las relaciones del campo cultural regional a través de los últimos sesenta años, sí empezaban a generar ciertos hitos que parecían imposibles de comprender sin situarlos geográficamente en detalle. Y en este sentido, sí existía una diferencia, bien situada históricamente, que llamaba a una aproximación más cuidadosa. De eso me quiero intentar encargar en la presente especulación.
Permítanme partir por algo que parece evidente -pero que acaso no lo sea tanto cuando hilemos más fino-, lo “poético intrínseco” del puerto de Valparaíso. La lenta decadencia económica de la ciudad la llevó paso a paso desde la ciudad ultramoderna “en que nadie sabe de arte” (al decir del gran odiador de Valparaíso y secretario de la municipalidad de Viña del Mar, Carlos Pezoa Véliz), a ser el anfiteatro pobre pero rico en ruinas, vale decir, con las huellas de su grandeza perdida abiertas como llagas que no solo se ven, sino que se tocan, se habitan permanentemente. A esta condición estética -que se asocia naturalmente al culto de la ruina del arte y la literatura del siglo XIX y al sentimiento melancólico que se suponía como ingrediente esencial para la emoción poética- se le sumaba su condición de haber sido el gran imán de la inmigración europea, lo que le daba aquella particular condición de ciudad “afuerina”, de un entorno territorial que se entrega más fácilmente a lo exterior, y en que la mirada al océano, como la de Ulises en la isla de Calipso, guardaba fielmente la entre-mirada hacia las tierras inalcanzables -cada vez más mientras más grande la ruina-, tierras que estaban más allá: en el fondo, los grandes centros industriales y culturales de Europa que le habían alimentado y después dejado hambrear. Este romanticismo fascinado, vivo aún en nuestros días en las escrituras más tradicionalistas de Valparaíso, no oculta su carácter retrógrado, asumiéndolo incluso como un valor: a través de esa escritura, Valparaíso le daba la espalda a una modernidad que ya le había mostrado la suya tras el canal de Panamá y el terremoto de 1906; Valparaíso se hacía el hogar natural del “poeta maldito” desde el instante mismo en que el puerto como tal tomaba todos los caracteres de este personaje arquetípico de la cultura europea del decadentismo de finales del siglo XIX: su “parada” elegante a maltraer, su nihilismo y su nostalgia por algo que acaso no existió nunca, su capacidad de ensoñar aquello que ha desaparecido de la vista o que es abiertamente imposible, su forma de asumir la desgracia estéticamente, de manera pasiva, como destino inevitable, la percepción de la muerte como evento cercano. En una segunda línea, inevitablemente marcada por la diferencia de clases y las opciones políticas que esta determinaba, estaba el rescate de la vida cotidiana y el mundo del trabajo, con todas sus variantes: desde lo reivindicativo hasta el registro picaresco, “pintoresco”.
Esto no es difícil de reconocer, tanto en la Selva Lírica de 1917 como en la ambiciosa antología de Poetas Porteños realizada por Luis Fuentealba Lagos en 1967, esta última absolutamente marcada por el imaginario de los “cerros” y el “puerto”. Pero ¿reconoce alguna diferencia entre Valparaíso y Viña del Mar Fuentealba Lagos en la modernidad de los años 60? Leo:
Es, Sara Vial, una de las poetisas porteñas más identificada con su tierra natal. Al leer sus poemas, siempre encontramos que nos narra, con insuperable pasión, el paisaje, los hombres, la vida del Puerto de Valparaíso. Es el lugar donde nació. Donde estudió en colegios y Liceos y, luego, durante seis años, escultura, en la Escuela de Bellas Artes de Viña del Mar. Aquí ejerce su profesión de periodista como Agente General y Corresponsal de “La Nación”, además de colaborar en otros diarios regionales. (Fuentealba, 1968: p. 223)
Cabe decirse sin dudas, Fuentealba Lagos tiene absolutamente incorporado que Viña del Mar es una especie de suburbio de Valparaíso. Y en este sentido, el caso límite es el de Ennio Moltedo, nacido en Viña del Mar, en que nada en la introducción de Fuentealba menciona ni a editoriales de Valparaíso, ni a asociaciones de escritores de Valparaíso. Fuentealba reconoce a Ennio Moltedo como poeta porteño sin duda alguna, porque para él Viña del Mar es parte integral de Valparaíso.
Aquí es donde me atrevo a asumir esto como una especie de signo. Acaso la introducción a la obra de Moltedo, en que la única mención a Valparaíso es la del diario en que escribe el crítico Claudio Solar, está allí como avisando algo: el diario La Nación, desde su corresponsalía en la ciudad-puerto, es una condición de validación. En un libro en que Fuentealba Lagos asocia muy líricamente hasta las características estilísticas de ciertos poetas con la geografía de la ciudad-puerto, el autor no puede hacer esto con Moltedo, cuyo trabajo se concentra en el lenguaje más que en la representación precisa de un paisaje, y dice:
Moltedo nos entrega, en aparente desorden, emociones y palabras. Es como si asistiéramos a los primeros momentos de la formación, en el instante en que se hizo la luz y todas las cosas; los seres raciones e irracionales; los reptiles, árboles y plantas; las montañas y cavernas; los pájaros y la semilla, empezaron a agitarse, a moverse, con diferentes velocidades, para encontrar su sitio, su ubicación sobre la tierra e iniciar su permanente proceso de transformación. (Fuentealba, 1968: p. 132-133)
Cuando uno esperaría el gesto crítico instintivo de asociar esta escritura a la vanguardia histórica -expresionismo o surrealismo, se podría decir, en el caso de Moltedo-, Fuentealba en cambio remonta la aspiración hacia lo primordial, un momento arcaico ideal en que no hay una locación, la indeterminación previa a la conciencia territorializada del animal sedentario. Es como si de repente asistiéramos a un poeta “universal”, que no responde a un código o determinación geográfica, lo que podría leerse, a su vez, como si Viña, la ciudad en que nace, es un lugar sin historia.
Y acá se produce la paradoja: Viña del Mar sí que tiene historia, cambios y desplazamientos radicales de su población y de las actividades productivas. En términos más gráficos: es como si la lentitud impuesta a Valparaíso por el descenso comercial y la sismología a inicios de siglo, hubiese desplazado el dinamismo hacia la jovencísima Viña del Mar, que pasó en menos de 50 años desde un desarrollo industrial y un movimiento social destacadísimos hacia una definición de sí como ciudad balneario, con todas las metamorfosis extremas que implica esto. Desde Viña del Mar ya en los años 60 se ha creado una “Viña del Cerro”, que al fin iguala en dimensiones y población al viejo Valparaíso, y el desarrollo del comercio se multiplica hasta el punto de ir gradualmente cortando toda dependencia con respecto a Valparaíso en este respecto. Quien desee investigar se encuentra con que la aceleración del vértigo del crecimiento de Viña del Mar habla de su extremo lugar de vanguardia en la construcción de la modernidad económica en Chile, una ciudad marcada por los ciclos de industrialización y desindustrialización, que quedan marcados en su historia arquitectónica.
No obstante, el carácter de balneario decretado sobre la ciudad conlleva consecuencias profundas en la imagen de la ciudad hacia el propio destino que se ha puesto. El balneario es, lo sabemos, un lugar de paso, destinado a la mirada superficial del extranjero, en que lo duradero, lo que resiste el paso del tiempo, queda como objeto de admiración, o quizá de paso, pero no de habitación. De hecho, las profundas llagas que dejó la modernización de Viña del Mar, y una planificación que radicalizó el giro hacia el comercio, son llagas que no se pueden habitar y que de hecho se hacen difíciles de observar sobre la planta central de la ciudad. Quedan replegadas hacia los sectores más populares de la ciudad: las llagas acaban generando movimiento de población, como quien desplaza un flujo de energía descargada hacia las partes más altas o más cercanas a las colinas.
Algo más: un balneario, idealmente, proyecta su destino urbanístico, entrega y administra la forma en que desea ser vista, despliega una ficción para que esta se vuelva en algún momento realidad; esta es una de las claves de la forma de modernización que implica una economía de servicios. Esto engendra un contraste y una tensión permanentes entre la ciudad que existe y la ciudad que se desea dejar ver -por así decirlo, la ciudad que se ofrece. Desde la voluntad que mueve nuestro desplazamiento y el de nuestra mirada, se nos niegan ciertos sectores, ciertas realidades humanas, cierto segmento de la historia que pueda quebrar la imagen de ese presente que desea eternizarse en la mirada del que pasa.
Si volvemos a pensar en Moltedo en este punto, nos encontramos con que desde sus primeras obras podemos apreciar una diferencia análoga entre lo que está allí, a la vista del autor, y el modo en que su especialísima prosa poética desea reestructurar nuestra percepción. Tal como ciertos hongos alucinógenos desestructuran nuestra mirada para darnos la “real” forma del mundo y comprobarnos lo artificial de nuestra visión, la escritura de Moltedo nos fuerza a nuevas relaciones de sentido, en que la figura de quien observa y la impronta de lo observado deben pasar a reconstruirse. Desde ese punto de vista, la lectura de la obra de Moltedo -y particularmente la de los primeros libros, a partir de Cuidadores, de 1959- obliga a pensar en una refundación del mundo desde una nueva mirada, que desea liberarse de las huellas de lo acostumbrado, de lo poético como mera representación melancólica.
Y acaso esto sí tiene relación con que estas tensiones entre percepción y realidad geográfica están presentes en el discurso y la representación de Viña del Mar cuando la ciudad se mira a sí misma. Es difícil achacar a una casualidad que en 1952 se cree la facultad de arquitectura y urbanismo de la UCV en Recreo, límite sur de la comuna de Viña del Mar, institución precisamente dirigida a enlazar el impulso de la poesía -concebida desde su capacidad de creación, poiesis- a la arquitectura, es decir, pensando en la capacidad refundacional tanto de los medios artísticos y técnicos como del impulso material mismo (su aplicación, digamos). El desarrollo de esta institución culminará en 1970 con la fundación simbólica de una Ciudad Abierta, el que por entonces era precisamente el límite geográfico de la comuna de Viña del Mar, en este caso, hacia el norte.
Pensando en lo anterior, resulta curioso que precisamente en 1967, en que Fuentealba Lagos aún no reconoce una identidad particular a Viña del Mar, la “Tribu No”, de Bertoni, Vicuña, Roccatagliata, Charlín y Rivera saca muy secretamente su No Manifiesto desde Concón (redactado por Vicuña), en ese momento parte de la comuna. Y es desde 1968, el año siguiente, que el poeta porteño avecindado en Viña del Mar, Juan Luis Martínez, empieza a componer su Pequeña Cosmogonía Práctica, la que será más tarde La Nueva Novela; y el viñamarino Eduardo Parra, integrante de un grupo de música incipiente y que está empezando a generar música de extrema vanguardia para el panorama chileno, publica La puerta giratoria (e incluiría en esta enumeración, de todos modos, a Tito Valenzuela, tocopillano-porteño que es figura inseparable de esta trilogía, que el mismo año publica en Santiago Manual de Sabotaje). En torno a Martínez, en 1970 se empieza a congregar una serie de otros autores porteños -cabe mencionar tan solo a Raúl Zurita o Juan Cameron- precisamente en el Café Cinema, frente a la Plaza de Armas de Viña del Mar, en lo que puede considerarse como casi una de las fuentes centrales de poéticas nuevas de la región.
Esta poderosa vocación de vanguardia, entonces, no surge de cualquier parte. El contraste entre la poesía vista desde la emoción romántica y la poesía como poiesis eficiente -potencia fundante, anclada en el presente- se ofrece de manera natural en los años 60 y 70 en el recambio de las generaciones poéticas, y así Viña del Mar, hasta esa época, conserva su imagen de juventud y vitalidad con respecto al viejo Valparaíso, precisamente por el carácter y frecuencia de las publicaciones y los eventos literarios y artísticos.
No me referiré en esta especulación a lo que ocurre desde mediados de los 70 -naturalmente, me refiero a la Dictadura, y corresponde decir: represión, toque de queda, miedo a lo desconocido, desconfianza a la juventud y a la novedad, conservadurismo, y una decadencia forzada de la industria nacional que afecta profundamente a toda la Región. Acaso es desde este momento que, nuevamente, Valparaíso y Viña del Mar comparten de nuevo un destino y un carácter más aproximado, con una melancolía más análoga. Lo interesante en este caso es cómo nos ha quedado hasta ahora una herencia de la poética de neovanguardia que sí corresponde pensar en relación a cierta diferencia entre Valparaíso y Viña del Mar durante los años 60, y que tiene que ver con una forma de percepción y de vida, de tiempos y geografía, exclusivos de ese lugar y ese momento. Esta especulación desea tan solo acercarse a esa coyuntura, una coyuntura determinante si es que queremos definir, en general, las características de la escritura en la región completa.
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