Las demandas que se yerguen sobre
algo tan sobredeterminado por nuestro sistema cultural como “la poesía chilena”
son tantas a estas alturas que dan la impresión de un laberinto, construido por
manos que no siempre eran o son conscientes de las finalidades o los
patronazgos tras su obra. De hecho, hay pocas áreas en nuestra cultura que
tengan tal cantidad de seguros y candados, señalando unas pocas vías libres
para la escritura, que llevan fácilmente a lugares y jerarquías preestablecidos
por una institucionalidad cultural con un poder cada vez más misterioso. Un
misterio, en todo caso, cada vez más falaz y vacío, desde el momento en que, en
los “suburbios” de la Academia y las instituciones estatales, el ámbito creado
por las editoriales independientes -editores, plataformas, críticos, etc.-
multiplican sus esfuerzos, dando lugar a la expresión multiforme, y cada vez
más saludable, de la creación literaria realmente existente.
Hablar de Caldo de Cardán (Santiago:
Libros del Tata Santiago / Libros del Perro Negro, 2013) de Carlos Cardani
(Santiago, 1985) abre una buena posibilidad de apreciar lo anterior. En primer
lugar, porque Libros del Perro Negro, colección dirigida por Elías Hienam, en
brevísimo tiempo, ya puede presentar uno de los catálogos más lucidos de
nuestra escena desde una labor honesta que ha llegado incluso a adquirir
carácter internacional, publicando autores argentinos y mexicanos -y, de hecho,
el libro que comento es una coedición en conjunto con Libros del Tata Santiago,
de La Paz. Probablemente sólo una instancia independiente como Libros del Perro
Negro se habría atrevido a publicar un riesgo tal como Caldo de Cardán.
Antes que todo, este libro es una
bitácora de viaje, pero que se aparta en muchas formas de las convenciones que
presuponemos en este género cuando es un poeta quien lo ejecuta. El hablante no
es en absoluto el inspirado vocero de una tradición poética que elabora el material
de su observación: éste pasa desde la condición de desarraigo hasta habitar
un entorno geográfico cultural distinto con plena conciencia de su condición humana
de creador. Esto implica que se hace parte de ese entorno; uno de los
primeros textos del libro, “La neblina entra a la Plaza Abaroa” -tan sólo dos
páginas después de “Zenit Polaroid”, en que la perspectiva es la externa del
fotógrafo-, describe a su manto blanco borrando y desapareciendo
El Alto:
Cuando pase sobre ti te darás cuenta sólo por el frío
Que el resto de la ciudad también te habrá ignorado
Poema, que anuncia, desde ya la
segunda parte del libro -EL CHILENO-, que presenta en plenitud el tejido vital
del migrante.
La perspectiva externa del
fotógrafo -el turista- se hace presente sobre todo en la primera parte,
NUESTRA SEÑORA DE LA PAZ, que se entrega a la descripción de la capital
administrativa de Bolivia y de sus entornos. Sin embargo, está lejos de ser la
visión paternalista: el ámbito del hablante es el heredero de una historia
social y política que lo enajena y lo funde con ese espacio inaudito, moviendo
su mirada hacia aquello que esconde la fachada que la ciudad proyecta como
deseable y que será ironizado sin ambages
-en “Sagárnaga”, por ejemplo. Un paradigma claro de esto, es el
centrarse en El Alto -Una ciudad a medio hacer, toda color arcilla y con la
tierra suelta haciendo de berma en las avenidas. El texto homónimo termina:
… rugido de los aviones que no
paran de despegar para llevarse a los turistas a otra parte, o de aterrizar,
trayendo forasteros que pasarán rápido a La Paz apenas recojan sus maletas.
Alguien, alguna azafata, los guías turísticos, un compañero de vuelo, quien
sea, les hizo el favor de decirles Aquí no hay nada que ver.
El ámbito de la experiencia
social detrás de lo visible será, entonces, privilegiado. En el texto
siguiente, “Avenida Juan Pablo II”, la vía de El Alto a La Paz es encarada
desde su historia: la visita del Papa, la clasificación de la selección de
fútbol para el mundial del 94 y la caravana de cisternas, los militares
custodiando los camiones, y con ellos el gobierno que iba a caer el 2003,
serán hitos invisibles y parecerán ausentes de la memoria de las personas que
están ahí como si los helicópteros nunca hubiesen disparado.
Es en esta tensión necesaria, en
que se hace fuerza la búsqueda de las señales, los recuerdos de los
instantes de peligro, diríamos con Benjamin, donde habría que encontrar una
de las claves formales del libro. Los textos pasan desde el poema descriptivo
al poema narrativo o a la prosa poética, y desde la prosa paisajística a las
notas históricas o lo que parecen simples anotaciones personales de viaje, sin
que desentone lo múltiple de los tonos; esto porque la intensidad de la
experiencia dicta las elecciones formales, asumiendo esta experiencia su plena
significación en el ámbito de la escritura. Textos como “Cementerio Indio”,
“Una puerta” o “La línea del tiempo aymara” son ejemplares: la figura situada
del hablante es inseparable de la reflexión histórica y la descripción
visual.
La situación social e histórica
del hablante es, por esto, de primera importancia. Ya en la segunda parte del
libro la tensión entre lo ajeno y lo propio se convierte en una de las claves
de lectura: si bien un poema como el que empieza Sí, todas estas calles
fueron militarizadas no puede terminar de otra forma que describiendo al
hablante En el rancho del Regimiento Arica viendo las noticias; el texto
siguiente versará sobre lo que une a ambos países:
Da lo mismo en qué lado de la
frontera hayamos nacido, nos han criado de la misma forma. Nuestras madres nos
han parido bajo gobiernos militares, hemos sido educados con las leyes de la
Operación Cóndor, aprendiendo a leer con el Silabario Hispano Americano, y la
historia nos enseñó que los miembros de la Logia Lautarina son los padres de la
patria.
En consecuencia, cualquier
posibilidad de paternalismo cultural se desvanece, y más aun cuando una gran
porción de esta sección se refiere al trabajo y la vida cotidiana del hablante
como migrante, clausurando la posibilidad de la dialéctica interior-exterior
que era posible en la primera parte del libro y haciendo que el carácter de la
tercera parte del libro -EL ROTOCOLLA- se pueda fundamentar íntegramente en la
experiencia personal. Esta sección, de carácter abiertamente misceláneo, genera
por ello algún problema a la lectura, ya que, cerradas las tensiones de las dos
primeras, pierde la intensidad que éstas tenían, parece centrarse excesivamente
en aspectos íntimos y le da al volumen una extensión que pudiera haberse
acotado.
Con todo, la impureza que exhala Caldo
de Cardán sabe pasar riesgos, y éste es sin duda un valor superior de este
libro: la provocación de “Los rotocollas”, el último texto del volumen, lo
muestra a las claras. Caldo de Cardán viene a comprobarnos lo fértil de
este momento de crisis en la literatura chilena, que demanda propuestas diversas
y capaces de desautorizar los cantos de sirena de nuestra institucionalidad
cultural, ya demasiado preocupada por las marginalidades correctas y
amante de la conveniencia.
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