domingo, junio 17, 2012

Ray Bradbury y nuestra nostalgia


Al pensar en Bradbury, se me viene a la mente una emoción compleja, que quizás pueda llamarse nostalgia. Nostalgia, en griego, no es simplemente el dolor por algo que se pierde: nostos es “regreso”. Ray Bradbury, un autodidacto originario de Illinois, de infancia nómade y envuelto en el mercado de literatura de masas desde el corazón de la industria de subgéneros en California, no deja, desde su primer éxito propiamente literario (Crónicas marcianas, de 1950, que recopilaba cuentos ya aparecidos en revistas periódicas), de presentar un carácter de esa distancia a recorrer de regreso que, más que geográfica o cronológica, es casi metafísica. Metafísica, como califica Borges el horror que sospecha, cuando se refiere en el prólogo a la primera edición en castellano del libro antedicho, a "La tercera expedición", en que en Marte se encuentra precisamente ese mundo pueblerino en que uno puede adivinar al mismo Bradbury describiendo todo un modo de vida dejado atrás.

¿Un modo de vida, así no más, objetivamente? ¿No es acaso la visión de la infancia, ese mundo en que no existen las sombras de la vida contemporánea, ese mundo absolutamente sin ambigüedad? Pienso en el perfecto contrario de ese cuento, en "La mezcladora de concreto" (incluido en El hombre ilustrado, de 1951), en que la voz de Casandra de uno de los expedicionarios marcianos en la invasión a la Tierra logra saber desde mucho antes la espantosa trampa que les espera a través de la lectura de esa subliteratura terrestre infantil y sin ambigüedades que era la clásica sci-fi de la mitad del siglo XX –y al fin y al cabo, sus temores se cumplen al encarar a la sonriente y festiva modernidad mercantil, que es capaz de matar con la inocencia cruel del niño corrompido.

La idea del regreso a un pasado irrecuperable es insistente en Bradbury, recreando incluso más de una vez el tópico del viaje en el tiempo –pero los procedimientos de un escritor de la altura de Bradbury son más sutiles. La vuelta a la edad en que todo se presenta desde el asombro, en que el horizonte de lo posible es infinito… ¿no nos da esto la noción de la poesía? De algún modo, se puede asumir la obra narrativa de Bradbury como un punto de cruce entre tópicos propiamente poéticos y prosa moderna (de una limpieza, exactitud y concisión ejemplares), y no es casualidad que precisamente la emoción de la poesía (más allá de la referencia permanente al arte poético, en sentido propio) tenga un rol central en las fantasías de Bradbury –vista como una fuente de verdad y pureza destinada al exilio en el doloroso mundo moderno. Esta mirada –puesta en forma obvia en el lugar que asume la lectura de Shakespeare en el mundo de Fahrenheit 451- aparece una y otra vez, en formas cada vez más perturbadoras y conmovidas: pensando sólo en Crónicas Marcianas, la reivindicación de la fantasía mórbida del cosmos poeiano en "Usher II", en que el cuento empieza con exactamente las mismas líneas citadas de "La caída de la casa Usher", y el poema "There will come soft rains", de Sara Teasdale, resonando en la casa abandonada como el preciso prefacio para su destrucción. Resulta obvio entonces que el peatón, del cuento homónimo de 1951 incluido en Las doradas manzanas del Sol, de 1953, no puede sino ser un escritor que ya no tiene nada que hacer ante las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente se estaba sentada como muerta, las luces grises o multicolores tocando sus rostros, pero sin jamás tocarlos realmente, en un mundo en que ya una caminata nocturna resulta un índice de demencia o algo peor.

Cuando llego a esta emoción compleja que llamo nostalgia en las obras de Bradbury no deja de resonar en la propia nostalgia que creo compartir con muchos de mi generación. Crónicas marcianas fue uno de los pocos libros que realmente se disfrutaba en las lecturas obligatorias de la enseñanza media –recuerdo que hasta los que no eran muy aficionados a los libros entre mis compañeros fueron capaces de leerlo-, e incluso hubo una serie de televisión que presentó varios de los episodios más importantes del libro. En esos ‘80 obsesionados con el adelanto tecnológico, con la herida abierta de la crisis económica y con una violencia, intolerancia y barbarie que ni siquiera podíamos entender entonces, el cosmos bradburiano acompañó nuestro creciente desencanto con ese mundo que respiraba un falaz optimismo desde los medios de comunicación, al tiempo que los restos de nuestra infancia iban dejando paso a la edad del cinismo. Bradbury era para nosotros un absoluto contemporáneo en este sentido, y su prosa despojada de adornos lo hacía bastante más cercano que el boom latinoamericano o los clásicos –en el sentido petrificado e inane que esa palabra aún mantiene para buena parte de los aspirantes a cultos en nuestro país. Recién después de crecidos, pudimos ver cómo Bradbury nos había preparado para un mundo en que todas las relaciones humanas estaban contaminadas por la técnica, y la aspiración a la verdad o la pureza se quedaba –sospechosamente- encerrada en las páginas de los libros. Después, ya los libros no eran tan importantes, y pudimos dejar la literatura de Bradbury más o menos de lado, para pasar a uno tras otro ejemplo de cínicos sabelotodos con talento, que sabían acercarse a los “subgéneros” con más soltura moral y vaciándoles absolutamente de sentido para producir una mercancía perfecta.

La distancia que hoy guardamos con Bradbury (una literatura de formación, quizá precisamente el rol que tuvo Dickens para las generaciones anteriores: la misma inocencia corrompida, en su caso bajo el capitalismo clásico), nos deja ver con claridad la muerte de los últimos restos de la posibilidad humanista, en la sociedad, en la cultura y en nosotros: de alguna forma para la posibilidad de un mundo centrado en una (virtual) dignidad superior del ser humano, hacía falta esa poesía de la inocencia. Releo y me encuentro con la compleja e inquietante fábula de "Un ruido de trueno": el regreso al espectáculo de ese mundo absolutamente original termina por volver siniestro, radicalmente ajeno, todo aquello que nos hacía confiar en el mundo como algo propio y nuestro.


Publicado en Revista Intemperie

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