Al pensar en Bradbury, se me viene a la mente una emoción
compleja, que quizás pueda llamarse nostalgia. Nostalgia, en griego, no es
simplemente el dolor por algo que se pierde: nostos es “regreso”. Ray Bradbury,
un autodidacto originario de Illinois, de infancia nómade y envuelto en el
mercado de literatura de masas desde el corazón de la industria de subgéneros
en California, no deja, desde su primer éxito propiamente literario (Crónicas
marcianas, de 1950, que recopilaba cuentos ya aparecidos en revistas
periódicas), de presentar un carácter de esa distancia a recorrer de regreso
que, más que geográfica o cronológica, es casi metafísica. Metafísica, como
califica Borges el horror que sospecha, cuando se refiere en el prólogo a la
primera edición en castellano del libro antedicho, a "La tercera
expedición", en que en Marte se encuentra precisamente ese mundo
pueblerino en que uno puede adivinar al mismo Bradbury describiendo todo un
modo de vida dejado atrás.
¿Un modo de vida, así no más, objetivamente? ¿No es acaso la
visión de la infancia, ese mundo en que no existen las sombras de la vida
contemporánea, ese mundo absolutamente sin ambigüedad? Pienso en el perfecto
contrario de ese cuento, en "La mezcladora de concreto" (incluido en
El hombre ilustrado, de 1951), en que la voz de Casandra de uno de los
expedicionarios marcianos en la invasión a la Tierra logra saber desde mucho
antes la espantosa trampa que les espera a través de la lectura de esa
subliteratura terrestre infantil y sin ambigüedades que era la clásica sci-fi
de la mitad del siglo XX –y al fin y al cabo, sus temores se cumplen al encarar
a la sonriente y festiva modernidad mercantil, que es capaz de matar con la
inocencia cruel del niño corrompido.
La idea del regreso a un pasado irrecuperable es insistente
en Bradbury, recreando incluso más de una vez el tópico del viaje en el tiempo
–pero los procedimientos de un escritor de la altura de Bradbury son más
sutiles. La vuelta a la edad en que todo se presenta desde el asombro, en que
el horizonte de lo posible es infinito… ¿no nos da esto la noción de la poesía?
De algún modo, se puede asumir la obra narrativa de Bradbury como un punto de
cruce entre tópicos propiamente poéticos y prosa moderna (de una limpieza,
exactitud y concisión ejemplares), y no es casualidad que precisamente la
emoción de la poesía (más allá de la referencia permanente al arte poético, en
sentido propio) tenga un rol central en las fantasías de Bradbury –vista como
una fuente de verdad y pureza destinada al exilio en el doloroso mundo moderno.
Esta mirada –puesta en forma obvia en el lugar que asume la lectura de
Shakespeare en el mundo de Fahrenheit 451- aparece una y otra vez, en formas
cada vez más perturbadoras y conmovidas: pensando sólo en Crónicas Marcianas,
la reivindicación de la fantasía mórbida del cosmos poeiano en "Usher
II", en que el cuento empieza con exactamente las mismas líneas citadas de
"La caída de la casa Usher", y el poema "There will come soft
rains", de Sara Teasdale, resonando en la casa abandonada como el preciso
prefacio para su destrucción. Resulta obvio entonces que el peatón, del cuento
homónimo de 1951 incluido en Las doradas manzanas del Sol, de 1953, no puede
sino ser un escritor que ya no tiene nada que hacer ante las tumbas, mal
iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente se estaba sentada como
muerta, las luces grises o multicolores tocando sus rostros, pero sin jamás
tocarlos realmente, en un mundo en que ya una caminata nocturna resulta un
índice de demencia o algo peor.
Cuando llego a esta emoción compleja que llamo nostalgia en
las obras de Bradbury no deja de resonar en la propia nostalgia que creo
compartir con muchos de mi generación. Crónicas marcianas fue uno de los pocos
libros que realmente se disfrutaba en las lecturas obligatorias de la enseñanza
media –recuerdo que hasta los que no eran muy aficionados a los libros entre
mis compañeros fueron capaces de leerlo-, e incluso hubo una serie de
televisión que presentó varios de los episodios más importantes del libro. En
esos ‘80 obsesionados con el adelanto tecnológico, con la herida abierta de la
crisis económica y con una violencia, intolerancia y barbarie que ni siquiera
podíamos entender entonces, el cosmos bradburiano acompañó nuestro creciente
desencanto con ese mundo que respiraba un falaz optimismo desde los medios de
comunicación, al tiempo que los restos de nuestra infancia iban dejando paso a la
edad del cinismo. Bradbury era para nosotros un absoluto contemporáneo en este
sentido, y su prosa despojada de adornos lo hacía bastante más cercano que el
boom latinoamericano o los clásicos –en el sentido petrificado e inane que esa
palabra aún mantiene para buena parte de los aspirantes a cultos en nuestro
país. Recién después de crecidos, pudimos ver cómo Bradbury nos había preparado
para un mundo en que todas las relaciones humanas estaban contaminadas por la
técnica, y la aspiración a la verdad o la pureza se quedaba –sospechosamente-
encerrada en las páginas de los libros. Después, ya los libros no eran tan
importantes, y pudimos dejar la literatura de Bradbury más o menos de lado,
para pasar a uno tras otro ejemplo de cínicos sabelotodos con talento, que
sabían acercarse a los “subgéneros” con más soltura moral y vaciándoles
absolutamente de sentido para producir una mercancía perfecta.
La distancia que hoy guardamos con Bradbury (una literatura
de formación, quizá precisamente el rol que tuvo Dickens para las generaciones
anteriores: la misma inocencia corrompida, en su caso bajo el capitalismo
clásico), nos deja ver con claridad la muerte de los últimos restos de la
posibilidad humanista, en la sociedad, en la cultura y en nosotros: de alguna forma
para la posibilidad de un mundo centrado en una (virtual) dignidad superior del
ser humano, hacía falta esa poesía de la inocencia. Releo y me encuentro con la
compleja e inquietante fábula de "Un ruido de trueno": el regreso al
espectáculo de ese mundo absolutamente original termina por volver siniestro,
radicalmente ajeno, todo aquello que nos hacía confiar en el mundo como algo
propio y nuestro.
Publicado en Revista Intemperie
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