Los sucesivos
traumas históricos que han alejado al poema de sus escenas primordiales -las
demandas que permitían su despliegue “natural”- no lo han podido desarmar en
uno de sus roles dentro de nuestro bien escéptico mundo contemporáneo: como un
camino propio de conocimiento que andaría en armonioso codazo con la también
traumada filosofía. Que una enorme porción de nuestro campo literario aun lo
dude o quiera borrar esto de un plumazo con fines que cada cuatro años se nos
demuestran menos sustantivos y más ambiciosos, es tan sólo un signo de
tinieblas a las que ya tendríamos que estarnos acostumbrando.
Dentro de la
escritura más reciente de Chile hay pocos que se planteen realmente estas
aspiraciones superiores para la palabra poética. Rodrigo Arroyo (Curicó, 1981)
ha sido ejemplar ya en sus dos libros anteriores -Chilean poetry (Valparaíso:
Ed. Fuga, 2008) y Vuelo (Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2009) en darle a
su poética el suelo movedizo -imposible- de la búsqueda de sentido,
atreviéndose a una poesía sitiada por sus propias interrogantes. Los textos de Incomunicaciones
(Valparaíso: Ed. Inubicalistas, 2013), de hecho, en una medida mucho más
decidida que el libro inmediatamente anterior, están construidos tendiendo
hacia la formulación de preguntas en que lo que está en cuestión puede llegar a
ser la posibilidad misma de la palabra poética.
Un carácter
que me asalta al leer Incomunicaciones es la decidida inhabitabilidad
de la poesía de Arroyo. Las imágenes elegidas presentan un extremo acento en la
contemplación, cuestionando la situación del hablante en una medida extrema.
Esta contemplación resulta siempre fragmentaria, dejando en la sombra la
posibilidad de anécdota: las imágenes tienden a no fijarse, siendo ejemplar su
calidad de creación física por parte del artista (como representación plástica)
y de proyección técnica. Sea obra en progreso o presencia fugaz en pantallas de
video, su fragmentariedad impide una configuración completa. La única
configuración posible de ese mundo contemplado desea ser cumplida en el tejido
de la escritura: la poética no sólo asume el rol de sentido, sino el de una
razón superior.
Uno de los
grandes logros de Arroyo es lograr plantearse tal poética desde el lirismo. A
diferencia de perspectivas como las de Juan Luis Martínez (con quien comparte
las aspiraciones de disolución de cualquier fenomenología ingenua), Arroyo
emprende la experiencia de la ausencia desde el registro emotivo, como pérdida.
Así la evidencia de insuficiencia y fragmentariedad de aquello que parece
enfrentarse a la capacidad de representación será inmediatamente expresado como
nostalgia de una experiencia superior e inefable. En primer término -y
notoriamente en las primeras secciones del libro, CONTRADICCIONES y RUINAS-
esta experiencia superior será la de la integración en la naturaleza.
Las víctimas
de la Historia, en este sentido, ocupan un seguro lugar en la narrativa
desgarrada que subyace a la poética de Arroyo, haciéndose parte de esta
naturaleza nouménica -un áporon ante la cual el ser presente sólo puede
detenerse- en lo que podríamos llamar, su evidencia ausente.
Los caídos se asemejan a un ciprés
los cadáveres,
no son sino agua salada deslizándose entre las ruinas.
Olas, formas que el viento dibuja sobre el agua,
antes de hacerlas desaparecer.
¿Qué será lo que una ciudad mantiene
como signos de la muerte pendiendo en un museo?
(De CONTRADICCIONES)
La escritura
misma, entonces, deviene medio de conocimiento privilegiado -de ahí su
asignación al tope de las aspiraciones de razón en esta poética-, al poder al
menos encontrar la ventana por la cual contemplar lo no-dicho, haciendo de este
modo a la angustia metafísica hermana de la angustia por la reconstrucción
redentora de la historia. Esta puerta no necesariamente conducirá a la
reconstrucción de una razón (un sentido en la escritura) -soluciones
transitorias que resultan ser al fin remitologizaciones, al modo en que asumió
tales retos la escena de avanzada y otros momentos posteriores-; sino
decididamente a una situación perpleja, en la cual resulta central la inquietud
sobre una razón posible. Toda representación en Arroyo será sólo una permanente
posibilidad de existencia: la recreación de lo contemplado es un fracaso ya
asumido desde la intimidad de su poética. Por ello el nihilismo:
Buscas incendios porque es la única salida y lo sabes,
en las llamas nos acercamos a un punto en el que más allá
de toda realidad,
lo que persiste es el modo en que todo lo nombrado
ha perdido relación con el lenguaje
(Sección LEJANÍAS)
La intención
de destrucción de la representación, paradójicamente, lleva más cerca a la
escritura misma de ser razón superior. Esta razón superior, que se nos revela
intencionando una sinrazón pura, termina plenamente volcada en el tejido
mismo de la escritura, llevándonos a un barroco esencial, cuyo eje no es
la brillantez superficial, sino la concentración de sentido en el tejido mismo
del lenguaje, la falta de opacidad que remite a una zona marginada y
paradojalmente central en la poesía moderna, cuyos nombres -como Mallarmé o
Paul Celan- constituyen ejemplos de búsquedas que si bien van más allá del
lenguaje, realizan el asalto cerradamente desde los incómodos muros que éste
mismo les proyecta.
Uno de los
rasgos más sobresalientes de Arroyo es que las implicaciones éticas de esta pérdida
radical de sentido -su preocupación por las víctimas de una Historia cuyo
desarrollo parece ser paradigma, precisamente, del desplazamiento hacia el
vacío- producen como eco la toma de partido en el plano social y político: en
la última sección de Incomunicaciones, llamada LUCHÍN, creo que
Arroyo plantea al niño del campamento marginal de la canción de Víctor Jara,
visto desde el presente, como arquetipo de una cierta pérdida que, al no ser
elaborada, llegó a constituirse en puro espectro estético, marca vacía y sin
sentido en los intersticios de la construcción de nuestra experiencia
(anti-)social neoliberal.
Un diálogo de niños muertos
nos recuerda que el enemigo transformó en naturaleza
muerta
el cadáver de los héroes
En resumen, Incomunicaciones
confirma, mal que pese a un dogmatismo “realista” bastante extemporáneo
que de vez en cuando asoma la cabeza, y a quienes han quedado lastimados por la
ácida crítica polémica de Arroyo -que no son pocos-, que nos vemos ante una de
las escrituras más originales y poderosas en el actual escenario literario
chileno. Aunque ya se sabe que en Chile se lee mal; si obras como ésta deben
quedar como “poesía para poetas”, al menos una posteridad la recibirá: la de ese
cauce siempre secreto en nuestra tradición literaria que sabe diferenciar la
palabra poética del manifiesto o la confesión sentimental.
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