viernes, septiembre 10, 2010

La vívida mortandad de una ciudad: RECOLECTOR DE PIXELES, de Christian Aedo


"Todo lo que es consciente se desgasta.

Lo que es inconsciente permanece inalterable.

Pero una vez liberado ¿no cae a su vez en ruinas?" (Freud).



Bajo el signo de la inquietud política de la cultura contemporánea chilena –cuyo resultado final es a menudo la absoluta parálisis de cada vez más atrevidos y frustrados postulantes a sujetos de cambio social- el intento de plantear la construcción de una posible memoria colectiva es uno de los tics más notorios. Esta memoria colectiva no da señas de aparecer, a menos que sea como una romántica nueva utopía o la ingenuidad que llega a rozar el mal gusto de nuestras culturas políticas de consenso. En este plano, la poesía tiene el privilegio de su irreductible naturaleza individual, en que la experiencia creadora se mantiene inclusive como una resistencia personal –que en una dialéctica más profunda puede ser capaz de dar cuenta de esa realidad efectiva que escapa de tinturas ideológicas, que ya sólo podrían ocultar en vez de prestar sentido.

En recolector de pixeles (Santiago: Ed. Ripio, 2009) de Christian Aedo (Santiago, 1976) la apreciación de la memoria toma la única forma posible dentro de nuestros imaginarios en erosión permanente: ya no podría transformarse en materia presente (como querrían los creadores de museos) que permitiese el calmo análisis, sistematización y estudio (es decir, que generase Historia o cualquier forma de antropología), el tiempo homogéneo y vacío al que apuntaba Walter Benjamin en sus Tesis sobre la Historia. recolector de pixeles muestra la imposibilidad de hacer cuajar en una detención la posibilidad de una memoria, que sólo puede ser representada en la virtualidad que se da en el acto mismo de la evocación –cuando la mera voluntad de recuerdo logra su primer resultado imperfecto, incapaz de plasmar esa imagen si no fuera por la imperfección subjetiva de la forma artística.

La validez vital de la historia con minúsculas avistada por Aedo sólo podría ser demostrada a través de su mortalidad, su ruina, sus restos depositados en la memoria y marcados por su perennidad. Es así como la realidad efectiva de la ciudad de la que desea dar cuenta sólo puede sustentarse también por vía de una segunda paradoja: por su pura conformación deseosa, de espaldas a cualquier concreción. Un resto tan insignificante de experiencia que ni siquiera puede compartir con ésta una esencia común:


nos olvidaremos de nosotros y seremos un recuerdo vago

para las cámaras de vigilancia

al borde del basurero el transitar de una marcha

en esta ciudad que se construye a sí misma



en el aspecto aburrido y agotado de las Cosas/

seremos

residuos en los pliegues de una página a medio llenar



el resto un juego de manos/

como en el porno


material para el taxidermista


El juego de tiempos en el poemario, por lo tanto, es dolorosamente incierto y marcado por la experiencia de una patente actualidad. La realidad misma de los sujetos envueltos en la experiencia ciudadana se hace una suposición necesaria, mas improbable, mediada por el lugar que presumen haber ocupado o desean ocupar en momentos imposibles: esto resulta consecuencia obvia de una concepción del conocimiento que se asume desde la velocidad en que la relatividad einsteiniana se hace más fuerte que la evidencia consciente. La visualidad –la pura luz- de la pantalla superficial de esta memoria devenida virtual acaba con la ilusión del arte como expresión mimética de una realidad: lo que muestra la ciudad al ser vista de cerca es su pixelación, su artificialidad nueva, fundada en una metafísica menor, calculable, reproducible, gestionable.

Así, ya no es la letra –signo que establece coherencia y analogía entre voz y grafías, que puede dar cuenta de sí a través de la vibración del aire, o solidificarse en el tránsito desde los implementos técnicos de impresión hasta el papel- aquello que dará un privilegio a la expresión del creador, sino que el creador se verá indefenso y sin privilegios ante un punto de referencia imposible, un elemento de pura existencia virtual que hace posible la imagen. El fundamento de la imagen en el poemario es aquel propio de la imagen digital: el pixel, la “menor unidad homogénea en color” que forma parte de aquélla.

La experiencia vital del creador, determinada por su pertenencia a la ciudad, pasa a ser un puro accidente en la formación de esta ciudad devenida imagen virtual. Considérese la secuencia de fotografías en que aparece un paisaje urbano bajo signos claros de marginalidad –la estructura de urbanización característica de las zonas periféricas de Santiago, las rejas de protección casi indicando el riesgo de intrusos, el descuido de los muros y el pavimento-, paisaje visto a través de un ojo mágico, haciendo del indicador estético de infinita distancia (que podría constituir una serie de ilustraciones en su sentido propio) la medida de un aislamiento motivado por la inseguridad y la segregación. La secuencia muestra la difuminación progresiva de esta ciudad que aparenta realidad, y la mirada del lector establece con seguridad la ilusión de consistencia falaz que corresponde a una imagen producida tecnológicamente.

Así, esta virtualización de la ciudad puede ser leída como una virtualización de la vivencia ciudadana. La escena primordial de recolector de pixeles parece ser análoga a la de chilean poetry de Rodrigo Arroyo: la escritura plantea su origen en el espacio protegido doméstico, asumiendo como exterior un caos informe que ha dejado de mostrar señas de humanidad -la ciudadanía pasa de ser vivencia efectiva a un problema de inútil especulación estética, inútil ya que bajo la absoluta anomia solipsista las categorías que definen un juicio estético se quiebran al igual que las normas de convivencia.


En la distancia que separa

a un objeto de otro


existe una regla

huella digital o ruido de fondo


Donde la imagen se pixela rápidamente la ciudad se detiene por un momento

(caerá nieve en el poema, será una discusión, el error necesario para lograr un efecto)


La escritura, entonces, se vuelve un gesto bárbaro tras la ruina completa de los signos de civilización. La obsesión de registro obliga al creador a limitarse a dar cuenta de las últimas huellas de ciudadanía y los últimos restos de experiencia colectiva. Esto lleva naturalmente a que la poética de Aedo tome la forma tanto de un desplazamiento físico a través de los restos urbanos como de un recorrido a través de la propia memoria, que al hacerse análogos terminan llevando la virtualización a su extremo. La carencia de un punto desde el cual establecer una perspectiva (carencia análoga al despojo de la posibilidad del creador de ser sujeto de su propia historia, de asignar una jerarquía a las vivencias que lo conforman y los actos que podría eventualmente emprender) obliga a la creación poética a construirse en deriva. Entonces, todo aquello que aparece en el poema se ve envuelto en un desorden determinado por su pulsión incontrolada hacia la superficie del papel –en este sentido, el epígrafe de Lihn (El papel se llena de signos / como un hueso de hormigas) tiene menos que ver con el automatismo surrealista que con una resignada sujeción a la imposibilidad de relacionar experiencia y literatura de una forma que no sea arbitraria. A través del permanente juego con la impresión de los caracteres en el poemario, Aedo lleva la señal de esta imposibilidad incluso hasta eliminar frases enteras a través de una supuesta pixelación errónea, generando una arbitrariedad de significado que acaba siendo una pesada carga para el lector más que la apertura hacia una posibilidad lúdica. Esta necesaria incomodidad selecciona a su lector como capaz del gesto activo de creación de sentido, lo que desde una poética que siente la ciudad como su entorno de desarrollo, no puede sino convertir la experiencia de lectura en un gesto político en sí.

Lo que se dice no es, entonces, lo mismo que lo que se entrega. El poemario no es un conjunto de poemas sino que debería constituir algo más que eso: el lenguaje resulta ser un medio secundario y bajo sospecha.


Qué es

lo que no dicen los nombres de los objetos

-si las herramientas del carnicero

son las mismas que ahora utiliza el taxidermista-


con las mismas palabras se hace la propaganda electoral

las mismas con las que ellos se enamoraron

hicieron una fiesta


una revolución en el parque



-Un jardín de frambuesas p o r s i e m p r e -


desde lejos tiene el mismo color

de una masacre sin nombre


Con las mismas palabras podría comenzar una guerra

en el otro extremo del mundo


Las palabras no pueden fijar este mundo que al instante de nombrarse se vuelve cosa muerta, y el poeta ve, así, su oficio difícilmente distinguible de aquel de los taxidermistas: aquellos que se empeñan en instalar lo muerto como algo con la apariencia de la vida. Esta continua taxidermia llega a aparecer como una suerte de procedimiento permanente en la creación y administración del mundo poético propuesto por Aedo, y es asimilable a la operación de las modas tecnológicas. La imagen viva de la ciudad se entiende como una ilusión, una pantalla destinada para aquellos que no la habitan:

Los taxidermistas

en este país aprendieron muy bien el oficio


Los chicos iluminados corren desnudos

por un jardín de frambuesas


Los turistas llenan las memorias de sus cámaras digitales de imágenes como estas


Con lo ya dicho, podemos decir que recolector de pixeles resulta ser una de las muestras de poesía joven más comprometidas con la reelaboración de una literatura política en Chile, con un elevado sentido de comprensión poética. Esto trasciende en mucho la sencilla manipulación de un contenido literario, para plantearse la necesaria presentación de esa permanente actualidad de una obra artística genuina: su capacidad de trascender la cortedad de miras de un “especialista” de cualquier clase. recolector de pixeles rebosa de esa apasionada evocación por una humanidad integral del que es parte toda poética consciente de sí misma –desde la presencia de imágenes de la revolución planteadas casi como una protohistoria que se funde al voluble presente hasta la mirada nostálgica de los restos de vivencia de las mercancías a baja oferta en la feria de las pulgas junto al Museo de Bellas Artes, las imágenes desean dar cuenta de una emoción que trasciende con mucho al estudioso. Aedo es parte de esa historia evanescente, y no desea ocultarlo, e incluso la dimensión más íntima y personal resulta el espejo de una depreciada memoria colectiva.

En recolector de pixeles se saluda un paso adelante en la búsqueda más profunda de toda poesía: su puesta al día. La apuesta formal del libro confirma, al mismo tiempo, a Ripio como una de las propuestas más interesantes en la nueva escena de editoriales independientes chilenas en este sentido, aspirando al papel de avanzada crítica que en las nuevas condiciones político-culturales del país se tendrá cada día más que cumplir –de cara a la obvia pauperización del debate social que el nuevo escenario empieza a imponer.


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