La vieja imaginería cristiana ha funcionado en nuestra conciencia personal y social de forma permanente y efectiva, lo que hace imposible borrarla de una sola vez y con un acto voluntario: la inquietud del ser humano por su situación en el mundo parece depender de una búsqueda bastante más enmarañada que la simple negación de un viejo principio trascendente.
Anatemas (Santiago: Ed. Fuga, 2010) de René Silva Catalán (Santiago, 1971) muestra esa huella de inquietud trascendente que queda tras casi tres siglos de racionalidad aplicada. En el fondo del poemario resuena de forma permanente una serie de preguntas que asumen en sí mismas la desesperanza de una respuesta desde un más allá imposible: todas aquellas relacionadas a la interrogante fundamental del sentido de la existencia y los actos humanos. Este gesto trascendente –que bien podríamos definir como de retaguardia estética- logra salvarse de fáciles obviedades merced a una permanente invocación a principios divinos y referencias al mito cristiano subvertidos, desde la autoafirmación personal del autor como creador. En este contexto, más que ninguna otra cosa es reveladora la concepción de los poemas como anatemas.
El anatema es en nuestra definición actual una condenación, y más exactamente implica la marginación de alguien por parte de una comunidad invocando principios superiores. Como consecuencia, se usa para designar el acto verbal de imprecación, execración o condena, pero aun en estos contextos con una oscura carga mística.
Sin embargo, éste no es el significado primordial de anatema. Si vamos hacia la etimología, Ανάθεμα designa en griego a los bienes separados para ser ofrecidos a los dioses y, por extensión, a los objetos sagrados en general. Por ello, el sentido de ofrenda fortalece la carga mística de nuestro concepto de anatema, y probablemente la evolución de su significado proviene de una idea sumamente primigenia en la historia espiritual de la humanidad: el ser maldito es anatemizado (separado) de la comunidad, con lo cual es ofrendado al dios para ser destruido. En el Antiguo Testamento, vemos cómo esta relación entre ofrenda y destrucción es una marca característica del monoteísmo mosaico, abarcando desde los impuros marginados de la comunidad hasta ciudades enteras (y, de hecho, se produce la misma asociación de significados en la palabra hebrea correspondiente a ofrenda). Esta asociación se hace estrecha si se piensa en el elemento purificador por excelencia: el fuego, cuya función más obvia es la de destrucción.
Precisamente, los nombres de ambas secciones del libro (Ignea Natura y Renovatum Integra) remiten a una expresión que se podría traducir como La naturaleza se renueva completamente por el fuego –máxima alquímica y masónica que reinterpretaba la sigla INRI, puesta según la tradición a la cabeza de Jesús en la cruz. En el libro de Silva, esta necesidad de sacrificio, como acto que le otorga sentido a la pérdida personal, forma parte de los fundamentos esenciales de un mundo poético que continuamente sitúa la plenitud de la existencia en un más allá inalcanzable –cuando no, lisa y llanamente inexistente. La intensidad de esta inquietud trascendente puede entregar tan sólo una señal ambigua que no revela certezas metafísicas (ni siquiera la certeza nihilista), sino una estética fundamentada en la duda. El hablante parece gritar con la máxima violencia que le es posible para evocar una respuesta que ya sabe que no llegará jamás y que es imposible que llegue.
Gran parte de estas intuiciones surgen, sin duda, de la influencia del imaginario del metal en el poemario. Éste –visto en la perspectiva histórica que nos da la distancia de los 70s de Judas Priest y la primera producción de Iron Maiden- ha representado precisamente un modo contemporáneo de plantearse este desafío propiamente luciferino, que si bien es ubicable muy atrás en la historia de la cultura, la propuesta decidida, abierta y sin tapujos de estas expresiones sólo se plantea desde el momento en que la cultura de masas asume estos desafíos extremos en una época extrema. El hecho de su carácter popular –en el sentido de su difusión y su superficialidad en cuanto moda- no lo indispone en absoluto, por cuanto la prolongada existencia de estos modos estéticos globales y su efectivo enraizamiento profundo en amplias esferas de sociedades diversas, marca al menos su necesidad, su validez.
Esta influencia es un notorio antecedente de la presencia en Silva de una consciente elaboración de una subversión de la imaginería religiosa, así como la parodia de los rituales y las conductas religiosas más básicas. Esto no implica una mera negación de las expresiones replicadas: es más bien la afirmación de la propia subjetividad humana a partir del desafío a una divinidad que ha recuperado toda la fuerza y presencia de las deidades paganas, asumiendo la máscara del destino ciego, de lo fatal, algo imposible de conjurar e inaccesible.
Ante la tentación del tono épico –uno de los tropezones naturales tradicionales del poeta chileno principiante, junto al coloquialismo fácil-, Silva elige un camino distinto: otorgarle esta inquietud a un hablante que vive una cotidianeidad melancólica que se le revela vacía de sentido y le obliga a resignificar las experiencias –en un gesto con cierta resonancia al De Rokha de Los Gemidos. La imagen de un pueblo lluvioso, más que representado, evocado, en la vaguedad de un recuerdo, resulta absolutamente como bañado por una penumbra de emociones sordas e imágenes violentas:
Aquellos ojos de estoques enardecidos
gimoteando como lombrices
en la noche de San Juan
Imágenes que remiten, de alguna forma, permanentemente a la muerte y lo fatal, señalándolos como claves para la entrada al poemario. Toda la convivencia en este pueblo parece marcada tanto por la muerte como por un signo ominoso y oscuro.
Todos ellos han muerto con la jubilación del diezmo
se han llevado la pensión para velas
me lo contó la banca donde ya no descansan las abuelitas
sus trenzas de tierras analfabetas
Las capillas hoy ya no conceden el mismo socorro hoy
se diseñan plásticas mis animitas
jugueteando a hacer dedo a orillas de la cinco sur
Donde se puede apreciar, además, el ácido humor de Silva al momento de representar la ritualística cristiana: sus ministros y templos se suman al sinsentido reinante en la sociedad de los hombres como uno más de sus elementos. Como contraste, se opone el goce de la naturaleza, solitario y contemplativo. El poema HUELLAS DEL MEDIODÍA resulta clave en este sentido:
Resbala el ave
como un alfil en la cerámica de la brisa
sobrevuela
esta hierba engordando en mis costillas
Tengo un par de nubes descosidas
se me escapan
en un soplo de la leña
tiñendo el otoño
El hablante se hace efectivamente parte de la naturaleza, en lo que parece una especie de pausa –necesaria, en cierto sentido-, dentro de lo que Anatemas expresa como poemario: la condena al condenador por excelencia –Dios-, condena que por sí misma se impone la labor de recrear el sentido del mundo. Las relaciones más íntimas del seno familiar están absolutamente traspasadas por este deber, producto directo de aquella inquietud. La misma relación sexual se presenta como mediada por esta religiosidad de segundo orden:
Brindo cama a la hembra en la garganta
tengo en ella legañas con el sabor a Cielo Santo
su perfume
impregnado a ron
Por fuerza natural, el hermetismo del texto viene a ser la consecuencia de esta recreación de sentido: la necesidad expresiva se pone por sobre cualquier otra exigencia de claridad o anécdota, lo que de por sí quita toda posibilidad de “lenguaje llano”. Los términos de uso cotidiano aparecerán como envueltos en una vorágine de violencia expresiva, hasta llegar a vaciarse, en una progresiva revelación que lleva al poemario a un cierre: la dedicatoria, puesta al final como si fuese una justificación de los anatemas.
El primer libro de Silva Catalán lo presenta desde ya con una vibrante fortaleza expresiva y un violento compromiso con su propia conciencia de autor, lo que entrega una interesante y nueva voz al concierto de la poesía chilena.
Anatemas (Santiago: Ed. Fuga, 2010) de René Silva Catalán (Santiago, 1971) muestra esa huella de inquietud trascendente que queda tras casi tres siglos de racionalidad aplicada. En el fondo del poemario resuena de forma permanente una serie de preguntas que asumen en sí mismas la desesperanza de una respuesta desde un más allá imposible: todas aquellas relacionadas a la interrogante fundamental del sentido de la existencia y los actos humanos. Este gesto trascendente –que bien podríamos definir como de retaguardia estética- logra salvarse de fáciles obviedades merced a una permanente invocación a principios divinos y referencias al mito cristiano subvertidos, desde la autoafirmación personal del autor como creador. En este contexto, más que ninguna otra cosa es reveladora la concepción de los poemas como anatemas.
El anatema es en nuestra definición actual una condenación, y más exactamente implica la marginación de alguien por parte de una comunidad invocando principios superiores. Como consecuencia, se usa para designar el acto verbal de imprecación, execración o condena, pero aun en estos contextos con una oscura carga mística.
Sin embargo, éste no es el significado primordial de anatema. Si vamos hacia la etimología, Ανάθεμα designa en griego a los bienes separados para ser ofrecidos a los dioses y, por extensión, a los objetos sagrados en general. Por ello, el sentido de ofrenda fortalece la carga mística de nuestro concepto de anatema, y probablemente la evolución de su significado proviene de una idea sumamente primigenia en la historia espiritual de la humanidad: el ser maldito es anatemizado (separado) de la comunidad, con lo cual es ofrendado al dios para ser destruido. En el Antiguo Testamento, vemos cómo esta relación entre ofrenda y destrucción es una marca característica del monoteísmo mosaico, abarcando desde los impuros marginados de la comunidad hasta ciudades enteras (y, de hecho, se produce la misma asociación de significados en la palabra hebrea correspondiente a ofrenda). Esta asociación se hace estrecha si se piensa en el elemento purificador por excelencia: el fuego, cuya función más obvia es la de destrucción.
Precisamente, los nombres de ambas secciones del libro (Ignea Natura y Renovatum Integra) remiten a una expresión que se podría traducir como La naturaleza se renueva completamente por el fuego –máxima alquímica y masónica que reinterpretaba la sigla INRI, puesta según la tradición a la cabeza de Jesús en la cruz. En el libro de Silva, esta necesidad de sacrificio, como acto que le otorga sentido a la pérdida personal, forma parte de los fundamentos esenciales de un mundo poético que continuamente sitúa la plenitud de la existencia en un más allá inalcanzable –cuando no, lisa y llanamente inexistente. La intensidad de esta inquietud trascendente puede entregar tan sólo una señal ambigua que no revela certezas metafísicas (ni siquiera la certeza nihilista), sino una estética fundamentada en la duda. El hablante parece gritar con la máxima violencia que le es posible para evocar una respuesta que ya sabe que no llegará jamás y que es imposible que llegue.
Gran parte de estas intuiciones surgen, sin duda, de la influencia del imaginario del metal en el poemario. Éste –visto en la perspectiva histórica que nos da la distancia de los 70s de Judas Priest y la primera producción de Iron Maiden- ha representado precisamente un modo contemporáneo de plantearse este desafío propiamente luciferino, que si bien es ubicable muy atrás en la historia de la cultura, la propuesta decidida, abierta y sin tapujos de estas expresiones sólo se plantea desde el momento en que la cultura de masas asume estos desafíos extremos en una época extrema. El hecho de su carácter popular –en el sentido de su difusión y su superficialidad en cuanto moda- no lo indispone en absoluto, por cuanto la prolongada existencia de estos modos estéticos globales y su efectivo enraizamiento profundo en amplias esferas de sociedades diversas, marca al menos su necesidad, su validez.
Esta influencia es un notorio antecedente de la presencia en Silva de una consciente elaboración de una subversión de la imaginería religiosa, así como la parodia de los rituales y las conductas religiosas más básicas. Esto no implica una mera negación de las expresiones replicadas: es más bien la afirmación de la propia subjetividad humana a partir del desafío a una divinidad que ha recuperado toda la fuerza y presencia de las deidades paganas, asumiendo la máscara del destino ciego, de lo fatal, algo imposible de conjurar e inaccesible.
Ante la tentación del tono épico –uno de los tropezones naturales tradicionales del poeta chileno principiante, junto al coloquialismo fácil-, Silva elige un camino distinto: otorgarle esta inquietud a un hablante que vive una cotidianeidad melancólica que se le revela vacía de sentido y le obliga a resignificar las experiencias –en un gesto con cierta resonancia al De Rokha de Los Gemidos. La imagen de un pueblo lluvioso, más que representado, evocado, en la vaguedad de un recuerdo, resulta absolutamente como bañado por una penumbra de emociones sordas e imágenes violentas:
Aquellos ojos de estoques enardecidos
gimoteando como lombrices
en la noche de San Juan
Imágenes que remiten, de alguna forma, permanentemente a la muerte y lo fatal, señalándolos como claves para la entrada al poemario. Toda la convivencia en este pueblo parece marcada tanto por la muerte como por un signo ominoso y oscuro.
Todos ellos han muerto con la jubilación del diezmo
se han llevado la pensión para velas
me lo contó la banca donde ya no descansan las abuelitas
sus trenzas de tierras analfabetas
Las capillas hoy ya no conceden el mismo socorro hoy
se diseñan plásticas mis animitas
jugueteando a hacer dedo a orillas de la cinco sur
Donde se puede apreciar, además, el ácido humor de Silva al momento de representar la ritualística cristiana: sus ministros y templos se suman al sinsentido reinante en la sociedad de los hombres como uno más de sus elementos. Como contraste, se opone el goce de la naturaleza, solitario y contemplativo. El poema HUELLAS DEL MEDIODÍA resulta clave en este sentido:
Resbala el ave
como un alfil en la cerámica de la brisa
sobrevuela
esta hierba engordando en mis costillas
Tengo un par de nubes descosidas
se me escapan
en un soplo de la leña
tiñendo el otoño
El hablante se hace efectivamente parte de la naturaleza, en lo que parece una especie de pausa –necesaria, en cierto sentido-, dentro de lo que Anatemas expresa como poemario: la condena al condenador por excelencia –Dios-, condena que por sí misma se impone la labor de recrear el sentido del mundo. Las relaciones más íntimas del seno familiar están absolutamente traspasadas por este deber, producto directo de aquella inquietud. La misma relación sexual se presenta como mediada por esta religiosidad de segundo orden:
Brindo cama a la hembra en la garganta
tengo en ella legañas con el sabor a Cielo Santo
su perfume
impregnado a ron
Por fuerza natural, el hermetismo del texto viene a ser la consecuencia de esta recreación de sentido: la necesidad expresiva se pone por sobre cualquier otra exigencia de claridad o anécdota, lo que de por sí quita toda posibilidad de “lenguaje llano”. Los términos de uso cotidiano aparecerán como envueltos en una vorágine de violencia expresiva, hasta llegar a vaciarse, en una progresiva revelación que lleva al poemario a un cierre: la dedicatoria, puesta al final como si fuese una justificación de los anatemas.
El primer libro de Silva Catalán lo presenta desde ya con una vibrante fortaleza expresiva y un violento compromiso con su propia conciencia de autor, lo que entrega una interesante y nueva voz al concierto de la poesía chilena.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario