Más allá de las exigencias externas que se le acostumbran hacer a la actividad poética en nuestros traumatizados medios culturales, es bueno recordar uno de sus papeles más arcaicos: el de registro –incompleto, crítico- de una experiencia de conocimiento tan radical que traspasa el lenguaje, forzándolo a una intensidad que lo obliga a curvarse sobre sí. Esta crisis de la expresión poética, encarada a sí misma por un asombro radical frente a lo otro, es la madre de la musicalidad particular de nuestra arte, así como de la actitud ante la altura del oficio.
En este conocimiento, primigenio e intransferible, el más riesgoso de todos, reconozco el camino literario de Marcela Saldaño, marcado por esa corriente alterna de la historia de la poesía, que desde su carácter sacramental y secreto hasta las escuelas románticas y la praxis surrealista, han mantenido viva la esencialidad paradójica y radical del oficio. En esta obra de Marcela, el peso de una peligrosa intimidad –el máximo riesgo en la experiencia de conocimiento- se vuelve una necesaria llave de entrada para la compleja densidad de las imágenes y el lenguaje que acá se presentan.
La imagen central del ojo, como evidencia de la operación de conocimiento, se presenta desde el título, es claro; pero su exacta determinación como imagen es bastante más compleja. Este ojo posee no sólo su capacidad de receptor de imágenes –lo que lo configura como compacto órgano sensorial. El ojo posee, en este libro, una inquietante interioridad, absolutamente ajena a su mera funcionalidad. El hablante se ve obligado a asumir la condición, por un lado, de objeto de su ojo –desde su materialidad que lo constituye más débil que la corporeización de una categoría sensorial o filosófica, y es así como puede sufrir daño y sucumbir al peso de las vertiginosas metamorfosis que la poética de Saldaño pone en el centro del flujo de imágenes. Pero por otro lado, esta misma metamorfosis lo mueve hacia un mundo poético en que los entes se vuelven activos merced a esta misma plasticidad: el ojo desea, grita; se hace condición llegar a generar una sospecha primigenia sobre él para abrir la puerta a la poesía de este libro. El sujeto de conocimiento se mueve sin planes o dirección, y sin dejar de ser activo y hasta agresivo, tendrá en sí la inercia y la pasividad de la vida vegetativa. Esto conduce directamente al animal como figura definitoria de la experiencia poética.
Destaco la figura del animal, no por el simple hecho de no tener un intelecto ceñido a objetivos o no tener pensamiento abstracto. En mi modo de ver, la experiencia de formar parte de una naturaleza totalizante y aniquiladora, precede en forma oscura a la conciencia de separación del ser en búsqueda de conocimiento, en la obra de Marcela, tal como la densidad y lo espeso es condición para el relámpago claro de Visión que sostiene su poética, y el flujo inerte del agua lo es para la plena definición de un sujeto escritural que se define desde la lúcida dolencia. La re-situación de lo primordial, reconocido y experienciado, es uno de los logros de la poética de Marcela, otorgando a su obra los caracteres de ese “crepúsculo consciente”, clave para una redefinición del ideal humanista desde la recuperación de lo irracional por parte del romanticismo y el surrealismo.
Me parece ver también en Un Ojo Llamado Cacería una suerte de estado luctuoso. La presencia, no sólo de la muerte en su abstracto, sino de una multiplicidad de sombras muertas, marca el libro con una voluntad de purgación, que creo que se puede asimilar bien a una nostalgia por un “estado de gracia” ya inconcebible, por el hecho de que la misma naturaleza esté habitada por un irresistible flujo de fuerzas aniquiladoras en continua transformación y flujo. La profundidad de este luto se puede apreciar cuando no se resuelve a cerrarse dentro del libro, prefiriendo la absoluta conciencia del duelo, desde una forzada y amorosa mudez por la carencia de signos y la sobredeterminación del deseo hasta lo que parece ser la elección de mantener el Secreto en su plano oscuro, sin darlo a la luz. El movimiento del sacrificio, la cesión de sí en el paso a un momento previo a cualquier tipo de definición abstracta del ser, confirma a la naturaleza en su flujo impasible, dando a la aceptación eufórica de la muerte y la organicidad del ser (un ser en una definitiva minúscula) la contundencia de un juicio estético.
Escritura final de una época final, Un Ojo Llamado Cacería revela uno de los libros de poesía joven más lúcidos en lo referente a la actividad poética misma. Como fin de un año de excepción en la producción poética joven chilena, no se podía esperar confirmación más clara de lo que va en la apuesta del oficio, en un entorno poético que no deja de sorprender.
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